Desde Abydos, el ejército de liberación había recorrido casi doscientos kilómetros sin encontrar resistencia, como si los hicsos se hubieran batido en retirada al conocer las primeras victorias obtenidas por los tebanos.
—Esto no me gusta —dijo el gobernador Emheb.
—La sorpresa ha sido tal que el enemigo está desorganizado —supuso el capitán Baba.
—Más que oponernos pequeñas unidades, que bastaban para que reinara el orden en las provincias, están reuniendo sus tropas en un lugar preciso a fin de detener nuestro avance.
Tan súbita como brutal, estalló una tempestad. Un furioso viento rompió las ramas de árboles, las palmeras se doblaron, la arena del desierto cubrió los cultivos y las olas hicieron hostil el Nilo.
—Atraquemos —ordenó el rey.
La tempestad duró varias horas, durante las que los soldados se protegieron como pudieron, con la cabeza entre las rodillas. ¿La cólera del dios Set, protector de Apofis, les prometía de ese modo una suerte funesta?
En cuanto el cielo y el río comenzaron a apaciguarse, el Bigotudo se aventuró por la cubierta de su embarcación para comprobar que esta no había sufrido desperfectos.
Y entonces los vio.
Había una veintena de barcos de guerra hicsos a la altura de la ciudad de Cusae.
—Esta vez —dijo el afgano que acababa de reunirse con él— lo pasaremos mal. A estos no les cogeremos por sorpresa.
—Depende, amigo mío. Sin duda, esperan que nos lancemos sobre ellos. Aconsejemos al rey, pues, cambiar de táctica.
Los mejores arqueros egipcios, entre los que figuraba el joven Ahmosis, hijo de Abana, dispararon centenares de flechas incendiarias, a un ritmo que solo podían mantener unos hombres bien entrenados. La mayoría de las saetas alcanzaron su objetivo: las velas que los hicsos no habían arriado. Con la ayuda del viento, se inflamaron rápidamente y el fuego se comunicó a los mástiles, a pesar de los esfuerzos de los marineros para apagar el incendio. Como los navíos estaban acoplados, ninguno escaparía a la destrucción.
—¡Saltan a la orilla y huyen! —advirtió el capitán Baba—. ¡Persigámosles y matémosles!
Seqen estuvo de acuerdo y los egipcios desembarcaron. Era una ocasión para reducir a la nada parte del ejército de Apofis. Con hachas, lanzas y espadas, derribaron un buen número de marinos. Conducidos por Baba, los tebanos respiraban a pleno pulmón el aire de la victoria.
De pronto, se detuvieron y sus gritos de triunfo se helaron en sus gargantas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Seqen, que se dirigía rápidamente hacia la vanguardia.
—Hemos caído en una trampa —dijo el gobernador Emheb. Frente a los liberadores, un ejército muy distinto los desafiaba.
—Nunca había visto algo así —reconoció el capitán Baba—. Nunca había visto artilugios como esos y esa clase de animales… Eran carros tirados por caballos, espadas de bronce más sólidas que las de los egipcios, arcos más potentes, armaduras y cascos… En todos los terrenos, el regimiento hicso era superior.
—Mal momento para morir —dijo el Bigotudo.
—Así, añoraremos menos esta vieja tierra —añadió el afgano. Los soldados de Seqen estaban aterrorizados.
—Batámonos en retirada, majestad —recomendó Emheb.
—Seríamos exterminados como cobardes.
El faraón se volvió hacia sus hombres.
—Hace varios años que estamos esperando este enfrentamiento. Apofis es quien tiene miedo: cree que vamos a dispersarnos como gorriones, pues nadie, hasta ahora, se ha atrevido a enfrentarse con sus tropas de élite. Seremos los primeros y demostraremos que los hicsos no son invencibles.
Todos los soldados del ejército de liberación blandieron sus armas en señal de aprobación.
—¡Al ataque! —ordenó Seqen, dirigiendo la espada de Amón hacia los carros hicsos, que se pusieron en marcha entre un estruendo de ruedas y cascos de caballos golpeando el pedregoso suelo.
La primera fila egipcia fue aplastada. Los arqueros y los lanzadores de jabalina asiáticos diezmaron la segunda línea y fue necesaria la energía de la desesperación para que Seqen evitase la desbandada.
Tras haber cortado el brazo de un conductor y degollado al arquero que estaba a su lado, el faraón consiguió volcar un carro. Aquel inesperado éxito inspiró a Baba y a los soldados de Elkab, que, a costa de grandes pérdidas, consiguieron inmovilizar muchos más.
Viendo las corazas de los hicsos manchadas de sangre, los egipcios comprendieron que no eran invulnerables. Y el combate comenzó a equilibrarse.
—¡Hacia el flanco derecho del enemigo! —gritó el Bigotudo, despanzurrando a un iraní—. ¡Son nuestros hombres! Movilizados por las instrucciones de las palomas mensajeras, los resistentes iniciaron una ofensiva que sorprendió a los hicsos y detuvo su impulso.
—¡El rey! —aulló el gobernador Emheb, que acababa de derribar a dos anatolios—. ¡El rey está solo!
Seqen había actuado con tanto ardor que su guardia personal había sido incapaz de seguirlo. Encerrado en un círculo formado por carros e infantes, el faraón intentaba detener ataques que llegaban de todas partes.
Deslizándose bajo su guardia, un cananeo de pequeño tamaño le asestó un hachazo por debajo del ojo izquierdo. Ignorando el dolor, Seqen hundió su espada en el pecho de su adversario. Pero otro cananeo clavó su puñal en la frente del monarca. Con el rostro ensangrentado, privado de visión, el rey golpeaba en el vacío.
El capitán Baba acabó rompiendo el cerco, mató al segundo cananeo y, por unos instantes, creyó que conseguiría liberar a Seqen. Pero una lanza le atravesó la espalda mientras un oficial asiático abatía el filo de su pesada hacha sobre la cabeza del rey. Moribundo, el faraón cayó sobre su costado derecho. Un sirio le aplastó la nariz de un mazazo y le remató de un golpe en la base del cráneo.
Enfurecido por la muerte de su padre y la de su rey, el joven Ahmosis, hijo de Abana, disparaba flecha tras flecha. Mató a uno de los asesinos mientras el afgano y el Bigotudo, tras un furioso asalto, conseguían acercarse al cadáver de Seqen[11].
Examinando el cielo en vano, Ahotep no se atrevía ya a contar cuántos días habían pasado desde que las palomas no aportaban noticias del frente.
Cada noche, tras haber tranquilizado a su madre, a sus hijos y a los soldados de la base fortificada, la reina se sentía agotada. Aquel silencio le corroía el alma y solo podía contar consigo misma para afrontarlo.
El sol brillaba y, pese al calor, los soldados se dedicaban a sus ocupaciones habituales. Kamosis enseñaba a su hermano menor el manejo de una espada de madera; Teti la Pequeña leía plegarias a Amón; Qaris velaba por los heridos, a quienes la reina visitaba mañana y tarde.
—Una embarcación, majestad —la avisó Heray—. Voy a informarme.
—¡No, quiero ser la primera en saberlo! La maniobra de atraque fue interminable.
El primero que recorrió la pasarela fue el gobernador Emheb, que había envejecido diez años.
Con el rostro demacrado, llevaba la espada de Amón y la diadema real manchadas de sangre.
La reina avanzó hacia él.
—Alcanzamos la ciudad de Cusae, majestad, y nos enfrentamos con un regimiento de élite hicso. Gracias al valor del faraón, no fuimos vencidos.
—Seqen…
—El faraón ha muerto, majestad. Hemos traído su cuerpo para que sea momificado. Las heridas son tales que más valdría que…
—Quiero verlo. Y los momificadores dejarán que se vean sus heridas, para que la posteridad sepa cómo murió el héroe que libró las primeras batallas de la guerra de liberación. Que su nombre sea honrado para siempre como el de un auténtico faraón.
Los soldados de la base fortificada se habían reunido tras la joven reina, que tendría que explicar a sus dos hijos por qué no volverían a ver a su padre.
—Perdonad el inmisericorde carácter de esta pregunta, majestad —dijo Emheb con un nudo en la garganta—, pero miles de hombres aguardan vuestra respuesta: ¿debemos comunicar nuestra rendición al emperador, o decidís proseguir la lucha, poniéndoos a la cabeza de nuestro ejército?
Ahotep subió a bordo del navío y contempló, largo rato, el cadáver martirizado del hombre al que tanto había amado y al que amaría más allá de la muerte.
Lo besó en la frente y, luego, se dirigió a la proa de la embarcación, hacia la que convergieron todas las miradas.
—Dame la espada de Amón y la diadema del rey —ordenó a Emheb.
Ahotep se puso la diadema manchada de sangre y dirigió la espada hacia el Norte.
—En cuanto sea posible, Kamosis sucederá a su padre y se convertirá en nuestro nuevo faraón. De momento, yo asumiré la regencia y proseguiremos el combate contra el imperio de las tinieblas. Que el alma de Seqen brille entre las estrellas y que nos guíe por el camino de la luz.