Bribón y su equipo de palomas mensajeras partieron hacia el Norte, con instrucciones destinadas a los resistentes, con quienes el ejército de Seqen deseaba establecer una conexión. A bordo de las embarcaciones, los soldados vieron cómo tomaban la dirección del Bajo Egipto, esa tierra tan cercana y tan lejana al mismo tiempo que solo el sacrificio de numerosas vidas permitiría reconquistar.
En las profundidades de palacio, Ahotep había hecho tocar a Seqen el cetro con el que esperaba, algún día, medir su país; pero fue en el navío almirante, en presencia de todos sus oficiales, donde le había coronado con una diadema que servía de soporte a un uraeus de oro. La cobra hembra escupiría el fuego que iluminaría el camino del faraón, abrasando a sus enemigos.
Solo era, ciertamente, un mediocre sustituto en comparación con las coronas tradicionales, la roja del Bajo Egipto y la blanca del Alto Egipto, que el emperador había hurtado y, posiblemente, destruido.
Qaris y Heray colocaron la maqueta en la cabina del rey, con la esperanza de que se extendiera, día tras día, los límites del territorio liberado.
Y fue el instante del último beso y del último abrazo. Ahotep habría querido ser solo una esposa enamorada, la madre de dos soberbios muchachos y una simple tebana, pero el imperio de las tinieblas había decidido otra cosa.
—Ve hacia el Norte, faraón; derriba la barrera de Coptos y avanza tanto como puedas. Con el anuncio de tus victorias, la esperanza renacerá en todo el país.
—Embarcaciones —le dijo el aduanero hicso a su colega, que dormía la siesta a la sombra de una palmera.
—Debe de ser una flota mercante procedente del Norte… No nos han avisado.
—No, vienen del Sur.
—Has bebido demasiado licor de dátiles.
—Levántate y mira… ¡Hay varias!
El aduanero salió de su sopor y quedó boquiabierto ante el increíble espectáculo.
—¡Pronto, a las barcas!
Los aduaneros de Coptos establecieron a toda prisa una barrera flotante, cuya mera presencia tenía que disuadir a los contraventores, probablemente nubios, de seguir avanzando. Pues solo podía tratarse de comerciantes del gran sur que intentaban escapar de las tasas.
—¡Alto en nombre del emperador Apofis! —vociferó el jefe aduanero.
Fueron sus últimas palabras, justo antes de que la flecha de Seqen le atravesara la garganta. El faraón quería suprimir personalmente al primero de los hicsos que intentara cerrarle el paso.
En pocos minutos, los arqueros egipcios exterminaron a sus adversarios; luego, atravesaron fácilmente la frágil barrera.
—¿No nos detenemos en Coptos? —preguntó el gobernador Emheb.
—Nuestra confianza en Titi, el alcalde de la ciudad, es limitada, pero se pondrá de lado del más fuerte.
En Dendera, la flota del faraón topó con dos navíos de guerra hicsos. Cogidos desprevenidos por ese ataque sorpresa, sus tripulaciones no tuvieron tiempo de organizarse y opusieron una débil resistencia.
—¡Nuestra segunda victoria, majestad! —afirmó el capitán Baba. A la altura de Abydos, había cinco embarcaciones de los hicsos.
Una de ellas se sacrificó para retrasar la vanguardia egipcia, mientras las demás se colocaban de través.
Esa vez, la escaramuza puso a prueba al ejército de liberación. En exceso seguros de su superioridad, los hicsos cometieron el error de disparar sus flechas al descubierto, mientras los egipcios se protegían con escudos.
El navío de Emheb golpeó el flanco de una embarcación enemiga, y los soldados de Edfú se lanzaron al abordaje, mientras que los de Elkab se apoderaban del capitán hicso. Esa captura desmoralizó a sus marineros, privados repentinamente de órdenes claras.
—¡Sin cuartel! —gritó Baba, atravesando con su lanza a un oficial asiático que intentaba animar a sus subordinados.
Desde entonces, el final del enfrentamiento estaba decidido. Los soldados formados por Seqen aplastaron al adversario.
—Cuatro barcos más para nuestra flota y una buena cantidad de armas —advirtió el afgano, limpiándose el brazo cubierto de sangre enemiga—. Nos estamos convirtiendo en un ejército de verdad.
Bribón se posó en el hombro del intendente Qans.
—¡Un mensaje del faraón Seqen, majestad!
—Léelo primero —exigió Ahotep—. Y comunícame solo las buenas noticias.
Con un nudo en la garganta, Qaris descifró el texto cifrado por el propio Seqen.
—¡Nuestro ejército ha dejado atrás Abydos! Es la tercera victoria, después de Coptos y Dendera. La batalla ha sido dura, pero nuestros soldados se han portado admirablemente.
—¿Bajas? —se preocupó Ahotep.
—Mínimas. Un barco está repatriando a los heridos.
—Que todo esté dispuesto para cuidarlos.
—Podéis contar conmigo, majestad.
Ahotep mandaba personalmente a los soldados que permanecían en la base secreta. Tras sentirse rabiosos por no haber partido con sus camaradas, ya no lamentaban su suerte. ¿No era un noble deber obedecer a la reina y asegurar la protección de la familia real?
Sin perder un ápice de su gracia y de su feminidad, Ahotep demostraba su talento manejando la espada y disparando el arco. Numerosos fortachones, convencidos de que la vencerían fácilmente en la lucha, habían mordido el polvo sin comprender lo que les había sucedido; tan hábil se revelaba Ahotep en el arte de esquivar y en el de hacer unas inesperadas presas.
Convertido en un muchacho, Kamosis participaba en los ejercicios con tal ardor que ya se había herido varias veces. Se mostraba duro con el dolor, ante la mirada a veces asustada del pequeño Amosis, a quien su abuela desaconsejaba, en vano, aquel tipo de espectáculo.
—Eso no es una buena educación —le reprochaba a Ahotep.
—¿Tienes alguna mejor para tiempos de guerra? —le preguntaba su hija.
—Claro está que no; pero de todos modos no es una buena educación. Los hijos del rey deben conocer los grandes textos clásicos y tener una sólida cultura general. Pero Kamosis está retrasado con la lectura. Por consiguiente, deseo que trabaje conmigo, por lo menos una hora, cada tarde.
—Concedido, majestad.
Khamudi estaba enfermo.
Su piel se había cubierto de urticaria y sus intestinos le torturaban, pero no podía retrasar más el momento de revelar a Apofis el contenido de los mensajes que le había hecho llegar su nuevo informador tebano, el sustituto del ministro de Agricultura.
Primero, había creído que era una fabulación que nacía de un trivial incidente en la frontera de Coptos y del deseo del espía de que le tomaran en consideración. Pero, según éste, unas tripulaciones de hicsos habían sido exterminadas en Dendera y en Abydos.
¿Cómo anunciarle al emperador semejante noticia? Y sin embargo, había que tomar medidas urgentes para detener la rebelión.
Lamentablemente, el almirante Jannas perseguía a unos piratas por las Cícladas y las mejores tropas sembraban el terror en Siro—Palestina. Quedaban en Egipto, sin embargo, regimientos suficientes para aplastar a la purria que se atrevía a arañar el Imperio.
Un sol ardiente abrumaba la ciudadela y el calor agravaba los síntomas que sufría el gran tesorero. Pese a lo matinal de la hora, le parecía ya insoportable.
Subir los peldaños fue todo un suplicio.
Cuando el emperador le recibió, Khamudi tragó saliva varias veces.
—No hay nada más detestable que el verano —dijo Apofis—. Afortunadamente, esos gruesos muros preservan un poco de frescura. Tendrías que cuidarte, amigo mío. Por tu aspecto, diría que debes de pasar unas noches agitadas…
Khamudi se tiró al agua.
—Hemos sido atacados en el Alto Egipto.
El rostro del emperador se transformó en piedra.
—¿Dónde, exactamente?
—En Coptos, en Dendera y en Abydos.
—¿Quién es el agresor?
—Los tebanos.
—¿Quién los manda?
—Seqen, el esposo de la reina Ahotep. Afirma ser… faraón.
—¿Prosigue su avance hacia el Norte?
—Lo ignoro aún, pero es probable.
—Que aplasten esa rebelión y que me traigan al tal Seqen, vivo o muerto.