Una diadema mediocre, un vestido de mendiga, una túnica de descreído… Las reliquias de la difunta Tebas no merecen ser conservadas —afirmó el emperador.
—El informe del gobernador Emheb es muy satisfactorio —añadió Khamudi—. Los soldados incendiaron una ciudad de cobardes que ni siquiera se atrevieron a combatir. Todo ardió, incluidos los cadáveres. En el emplazamiento de la ciudad de Amón, Emheb propone construir un cuartel.
—Excelente iniciativa. Envía, de todos modos, un observador para que nos confirme el informe. Y que regrese acompañado por el tal Emheb. Deseo conocerlo y felicitarle.
—Necesitaremos algo de paciencia, majestad. La crecida es particularmente fuerte este año y la navegación será inviable por algún tiempo.
—Tengo un nuevo candidato para el laberinto —susurró Apofis con una sonrisa glauca.
La consulta a su cantimplora de loza azul había tranquilizado al emperador: la lamentable Tebas había sido, en efecto, víctima de un incendio.
Ante los atónitos ojos de los tebanos, el palacio real y varias casas ardían.
—¿Por qué esta decisión? —se extrañó Seqen.
—Porque un adversario tan temible como Apofis dispone de percepciones más intensas que las del común de los mortales —respondió Ahotep—. Necesitaba una prueba, aun a distancia, de que nuestra ciudad ha sido destruida.
Aquella misma mañana, Teti la Pequeña, Kamosis y Amosis habían partido hacia la base secreta, donde, en adelante, residirían. Ahotep y Seqen acudieron al templo de Karnak, donde los recibió el sumo sacerdote.
—He contemplado de nuevo los ángulos del cielo. Tres de los cuatro orientes están abiertos y son favorables. Pero el Norte permanece obstinadamente cerrado, y ninguna letanía consigue abrirlo.
—¿No existe en este templo una capilla inaccesible? —preguntó la reina.
—Sí, la capilla central de Amón. Pero bien sabéis que solo se abrirá el día en que Egipto haya recuperado la libertad.
—Amón es el dios del viento vivificante, del viento del Norte. Él es quien exige que rompamos ese tabú.
—¡No actuéis así, majestad! Sería ofender al destino.
—Estoy convencida de lo contrario. Permaneciendo pasivos, mantenemos Egipto en la esclavitud. Solo Amón puede abrirme la ruta del Norte.
—¡El amo de Karnak nos fulminará!
—No soy su enemiga.
Ahotep se recogió ante la puerta cerrada.
Luego, corrió el cerrojo de madera dorada, mientras imploraba a Amón, el Oculto y el Estable, sobre quien reposaba la creación, que acudiera en su ayuda.
Entreabierta la puerta, la reina se deslizó hacia el interior de la pequeña capilla, donde solo penetró un rayo de luz, suficiente para permitir que divisara la estatua del dios, sentado en su trono.
En la mano derecha, Amón tenía una espada curva, de bronce y cubierta de plata, con incrustaciones de ámbar. En su extremo superior, había un loto de oro.
—Necesitamos tu espada, señor. Ella nos dará la capacidad de vencer al emperador de las tinieblas.
Ahotep posó su mano en la mano de piedra, a riesgo de no poder ya retirarla.
El granito no estaba frío, energía.
Cuando el dios aceptó entregar el arma a la reina, la espada produjo un intenso fulgor, que iluminó la capilla.
Ahotep se retiró andando de espaldas y con la cabeza gacha. Cuando blandió la espada de luz, tan deslumbrante como el sol de mediodía, Seqen y los sacerdotes se cubrieron el rostro.
—La puerta de la capilla de Amón permanecerá cerrada hasta la victoria total —anunció Ahotep—. Tu brazo está ahora armado, faraón, y la ruta del Norte abierta.
Ante el pequeño palacio de la base secreta se había dispuesto un jardín que comenzaba a resultar seductor. En torno al cenador, crecían tamariscos y palmeras.
Al abrigo de los árboles, olvidando la agitación que reinaba en el entorno, Ahotep y Seqen compartían un momento de felicidad, tanto más intensa cuanto que pronto iban a separarse.
Uno y otro eran conscientes, a la vez, del envite y de los riesgos que implicaba. Pero un faraón debía llevar sus tropas al combate, y la reina, gobernar Tebas en su ausencia.
—Tengo tantas ganas de vivir —reconoció él, acariciando su cuerpo espléndido—; tengo tantas ganas de amarte hasta que la edad se nos lleve hacia la otra orilla, tan unidos que ni siquiera la muerte conseguirá separarnos.
—Ninguna muerte nos separará —le prometió ella—. Si desapareces luchando contra las tinieblas, mi brazo tomará tu espada y tu fuerza me habitará. Serás el único hombre de mi vida, Seqen. Te lo juro en nombre del faraón.
Abrazados, contemplaron el inmenso cielo en el que se perdían sus miradas. ¿Por qué los dioses les habían elegido a ellos para llevar a cabo una tarea sobrehumana?
En el campamento discutían. Los jefezuelos intentaban imponerse.
—Creo que me necesitan —advirtió Seqen.
—¿Puedo presentaros a mi hijo menor, majestad? —preguntó el capitán Baba, a quien el rey había puesto a la cabeza de las tropas llegadas de Elkab, mientras el gobernador Emheb mandaba las de Edfú.
—Me llamo Ahmosis, hijo de Abana —declaró altivamente el muchacho— y mataré muchos hicsos.
—¿No eres demasiado joven?
—Sé manejar todas las armas, majestad, y no tengo miedo de combatir en primera línea.
—Egipto necesita hombres como tú, Ahmosis, hijo de Abana. Seqen se tomó el tiempo necesario para decir unas palabras a cada soldado. Los rostros eran graves, a menudo angustiados. Nadie ignoraba el valor de los hicsos, que, además, tenían la ventaja del número. Quien reflexionara un poco llegaría a la conclusión de que el pequeño ejército egipcio sería exterminado. Pero la presencia de la reina había disipado muchos temores y había evitado cualquier deserción.
Una pequeña mano se introdujo en la del faraón.
—También yo quiero ir a la guerra.
—¡Amosis!
Seqen levantó del suelo a su hijo de cuatro años.
—Tiene razón —corroboró Kamosis con la seguridad de sus catorce años—. Desde que llegamos aquí, nos entrenamos cada día con los soldados.
El rey dejó al chiquillo y abrazó a sus dos hijos.
—Dos cocodrilos me comunicaron así su poder… Yo os doy el mío. Si no regresara del frente, tendríais que proseguir la lucha bajo la autoridad de la reina. ¿Lo juráis?
Kamosis y Amosis prestaron juramento con solemnidad.
—Pero volverás pronto, ¿verdad? —preguntó el más joven.
Khamudi fue arrancado de una noche deliciosa por el propio Jannas. El almirante había forzado la puerta de la villa donde el gran tesorero y su mujer enseñaban algunos juegos perversos a unas adolescentes aterrorizadas.
Asqueado, Jannas prefirió no ver nada, puesto que no toleraba esas innobles prácticas.
Chorreando sudor, Khamudi ordenó que a una sirvienta le secara.
—¿Qué es eso tan urgente, almirante?
—Nuestros navíos de comercio han sido atacados por piratas, cuya base se halla en el archipiélago de Thera.
—¿En la parte meridional de las Cícladas?
—Eso es.
—¡Hace ya mucho tiempo que deberíamos haber limpiado la zona!
—He pensado que sería inoportuno despertar al emperador a horas tan avanzadas, pero he considerado un deber advertiros sin demora.
—Habéis hecho bien. Creía que esos malditos piratas se habían tranquilizado, ¡pero el afán de lucro ha sido más fuerte! No sobrevivirán a este error. Y si los cretenses los han ayudado de un modo u otro, lo pagarán muy caro. Antes de ir a palacio a primera hora, ¿no deseáis degustar una de esas beldades?
—De ningún modo, Khamudi.
Y sin embargo, están suculentas… ¡No sabéis lo que os perdéis, Jannas!
La fría cólera del emperador heló la sangre del almirante.
Éste recibió la orden de abandonar inmediatamente Avaris con varios navíos de guerra y exterminar, hasta el último, a los piratas.
Por lo que a Khamudi se refería, le encargó enviar tropas a Siro—Palestina y a Asia, para demostrar que nadie podía atacar el orden de los hicsos.