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La estatua calcárea representaba al primero de los Sesostris sentado en su trono, con la mirada levantada hacia el cielo.

—¡Ahora! —ordenó el emperador con su voz ronca.

De un mazazo dado con la máxima potencia, Khamudi decapitó la obra maestra que exasperaba a su jefe.

Era la décima estatua antigua que destruía en el atrio del templo de Set, ante los dignatarios hicsos, encantados al ver cómo desaparecían aquellos testimonios de una cultura ancestral.

Apofis se acercó a una esfinge cuyo rostro era el del tercero de los Amenemhat.

—Que un escultor sustituya por el mío el nombre de este monarca depuesto —decidió—. Y así será con los escasos monumentos que yo acepte conservar y que, en adelante, proclamarán mi gloria.

Muy pocos servidores de Apofis tendrían derecho a una tosca estatua, con la piel pintada de amarillo, modelada por un escultor ignorante de los antiguos ritos.

—¿Por qué esa desdeñosa sonrisa? —preguntó el emperador a su hermana menor, Ventosa.

—Porque dos altos funcionarios, por lo menos, de los que acaban de prosternarse ante ti son hipócritas redomados. En público, te adulan. Según sus confidencias en el lecho, te detestan.

—Trabajas muy bien, hermanita. Da sus nombres a Khamudi.

—No, a él no. Me disgusta demasiado.

—A mí, entonces.

—A ti no puedo negarte nada.

Sin vacilar, Ventosa mandó al suplicio a los dos hombres a los que ella había seducido para conocer sus más secretos pensamientos.

—Al parecer te has enamorado de Minos, mi pintor cretense.

—Es un amante inventivo y lleno de ardor.

—¿Formula críticas contra mí?

—Solo piensa en su arte… y en mi cuerpo.

—Que esta noche se presente ante mí.

—Espero que no pienses privarme de mi juguete preferido.

—Todavía, no; tranquilízate.

Al emperador no le disgustaba la nueva decoración de su palacio. Nada de egipcio tenía ya y reproducía fielmente los principales temas de la residencia real de Cnosos, en Creta. Uno de ellos le complacía especialmente: el salto que efectuaba un acróbata para evitar la carga de un toro de combate. El hombre saltaba por encima de la cabeza del animal, se apoyaba en su cuello, con los brazos y las piernas tendidos, y caía detrás de la cola… si el peligroso salto tenía éxito.

Un detalle le intrigaba. La estilización del pintor no le permitía identificarlo con certeza y era por lo que había convocado al cretense.

Minos temblaba de miedo.

—¿Estás satisfecho de tu estancia entre nosotros?

—¡Por supuesto, majestad!

—¿Tus compañeros también?

—Ya nadie desea regresar a Creta.

—Mejor así, pues ese es mi propósito. Vuestro trabajo aquí está muy lejos de haber terminado y, luego, decoraréis mis palacios en las principales ciudades del Delta.

Minos se inclinó.

—Es demasiado honor, majestad.

—Naturalmente, no debéis decepcionarme. Dime, ¿cuál es la función de ese extraño jardín, bajo el toro?

—Es el laberinto, majestad. Solo existe una entrada y una salida. El lugar servía de cubil a un monstruo con cabeza de toro. En su interior hay tantos meandros que el visitante imprudente se extravía hasta el punto de perder la razón, a menos que sucumba por los golpes de la bestia. Solo el héroe que lleva el hilo de Ariadna tiene una posibilidad de salir vivo.

—Curioso… Quiero un dibujo más detallado.

—Como os guste, majestad.

Seqen abrazó a Ahotep con una fuerza tan desmesurada que ella creyó asfixiarse.

—¡Estás fuera de peligro, amor mío! Pero no podrás volver a tener hijos.

—Quería dos hijos, y los tengo. ¿Qué te parece el segundo? El padre dirigió una maravillada mirada al bebé mofletudo que dormía en su cuna.

—¡Es magnífico!

—Se llamará Amosis, «el que nació del dios luna», puesto que vio la luz cuando la luna llena llegaba a su apogeo. Como su padre y su hermano mayor, no tendrá más objetivo que la libertad y la soberanía de Egipto.

La joven madre se abandonó en brazos de Seqen.

—Creí que perecía al darle a luz y no dejé de pensar en ti… Habrías seguido combatiendo, ¿no es cierto?

—Sin ti, ¿qué posibilidades habríamos tenido de vencer? Mando a unos soldados valerosos y dispuestos a morir por su país, porque tú eres su alma y su magia.

—Vuelve al refugio, Seqen. ¡Hay tanto que hacer aún!

—Solo con una condición: que descanses lo que sea necesario. —Mi madre velará por mí.

—¡Es incapaz de imponerte su voluntad! Exijo tu palabra, reina de Egipto. De lo contrario, no saldré de esta habitación.

—La tienes… ¡Pero es solo la palabra de un rehén!

Los tebanos se alegraban ante la feliz noticia: la madre y el hijo estaban bien. Una abuela cuidadosa, una reina cuyos partos no habían alterado su belleza, dos soberbios muchachos y un padre siempre tan enamorado de su esposa: esa era la apacible imagen que la familia real ofrecía a la pequeña ciudad de Tebas.

Sin embargo, la estampa no tranquilizaba al mercader Chomu, pues el comportamiento de Seqen no dejaba de intrigarle. Uno podía aficionarse a la caza y la pesca, pero ¡salir, de todos modos, al día siguiente del difícil nacimiento de su hijo, muy pronto por la mañana, para atravesar el Nilo, perderse en las soledades de la orilla oeste y correr tantos riesgos para regresar con una infeliz liebre…!

Esa vez, Chomu estaba seguro: Seqen tenía inconfesables actividades.

Era preciso que el seguimiento fuera eficaz, y por fin le revelara la verdad.

Tras haber descubierto al primo de Chomu, utilizado como señuelo, Seqen había fingido aventurarse por un ued. Luego, había vuelto sobre sus pasos y había tomado la dirección de la base secreta.

Muy bien pagado por el mercader, el cananeo que seguía a Seqen sabía hacerse casi invisible. El marido de Ahotep tomaba múltiples precauciones: se detenía a menudo, se volvía, miraba en todas direcciones, borraba la huella de sus pasos… Pero el que lo seguía no caía en la trampa, pues lograba agacharse o echarse al suelo en el momento adecuado, de modo que el seguimiento proseguía.

Boca abajo en la cima de un montículo, el cananeo descubrió el objetivo del viaje de Seqen: ¡un campamento poblado por militares ejercitándose! Y no era una instalación improvisada, puesto que había un fortín, un cuartel, casas e incluso un pequeño palacio.

Así pues, Ahotep y Seqen estaban construyendo una base secreta, donde preparaban un ejército que antes o después cometería la locura de atacar a los hicsos. ¡Tenía que avisar enseguida a Chomu!

Cuando se levantaba, el cananeo tuvo la impresión de tener un peso en la nuca, un peso que de pronto se hizo opresivo y le hundió el rostro en la arena, ahogando así sus gritos de espanto.

Tras haber pegado al suelo, con su pata, al espía, Risueño le clavó los colmillos en la nuca. Las consignas de seguridad eran las consignas de seguridad, y el perro las aplicaba con rigor y competencia.