Como su compañero, el afgano recogía sílex; unas veces claro y otras oscuro, su dureza superaba la del metal. Sin refunfuñar por la tarea, las jornadas les parecían algo largas.
—Nos han condenado a trabajos forzados —afirmó.
—No lo creas —objetó el Bigotudo—. Muy al contrario, nos conceden la máxima confianza.
Con las manos en las caderas, el afgano contempló a su camarada con circunspección.
—¿Puedes explicarme eso?
—Aquí utilizamos el sílex para las navajas y los instrumentos de cirugía… ¡Y también para las armas! Puntas de flecha y de lanza, puñales, hachas… Es arcaico, pero barato y eficaz. Todos deben pensar que estamos recogiendo guijarros cuando, en realidad, preparamos la fuerza del futuro ejército tebano.
—¿Por qué no nos lo ha dicho la reina Ahotep?
—Porque desea saber si somos lo bastante inteligentes como para comprenderlo.
Chomu bebió una copa de leche de cabra. La encontró agria y, la escupió. Desde hacía algún tiempo, sufría del estómago, dormía mal y se hacía sin cesar la misma pregunta: ¿por qué el emperador olvidaba a sus fieles súbditos tebanos? Sin embargo, cumplían sus deberes con puntualidad y el gobernador Emheb nada tenía que reprocharles.
La reina Ahotep parecía inofensiva. En cambio, Seqen le intrigaba. Por esa razón, Chomu había ordenado a uno de sus primos, partidario como él de una total colaboración con los hicsos, que siguiera al marido de la reina.
—¿Y qué? —le preguntó, irritado.
—Segen caza y pesca —reveló el primo—. Para evitar que me descubra, no lo sigo a todas partes. Y los dioses son testigos de que su energía parece inagotable.
—Dicho de otro modo, te despista…
—No hay que exagerar…, pero conoce bien el desierto. «¡Qué imbécil! —pensó Chomu—. Es incapaz de cumplir correctamente una misión».
—Debes seguir, primo. Quiero saber más.
—Es muy cansado…
—Te lo pagaré mejor.
—En tales condiciones…
El primo seguía solo un señuelo muy visible. Otro espía, más hábil, tomaría el relevo cuando Seqen se creyera seguro.
—¿No os habéis cansado de recoger sílex? —preguntó Seqen.
—Recogeremos el que haga falta —respondió el Bigotudo—. Y por tanto tiempo como sea necesario. ¿No es la preparación de las armas una tarea esencial?
El afgano asintió con la cabeza.
El faraón evaluaba a ambos hombres: el Bigotudo, entusiasta, voluntario, capaz de llegar al final; el afgano, frío, decidido, salvaje. Formaban un temible dúo, manifiestamente dotado de una larga experiencia de varios años, y se advertía que su complicidad les hacía inigualables en la acción.
—¿Sois buenos cazadores?
—Cuando se tiene la intención de sobrevivir en territorio ocupado, es preferible así —respondió el afgano.
—Entonces, venid conmigo.
A buena distancia del trío que se adentró en el desierto del este, una decena de arqueros estaban dispuestos a intervenir si el afgano y el Bigotudo la emprendían con Seqen.
Desde hacía algún tiempo, no dejaban de hacerle preguntas al marido de Ahotep, como si sospecharan que era algo más que un descerebrado, preocupado solo por pescar grandes peces y llevar caza a palacio.
Seqen les llevó hasta una cabaña de cañas levantada en el lindero del desierto.
—Entrad y mirad.
Desconfiados, los dos hombres vacilaron.
—¿Qué hay aquí dentro? —preguntó el Bigotudo.
—La respuesta a vuestras preguntas.
—Detestamos las sorpresas —declaró el afgano—. Por regla general, no reservan nada bueno a gente como nosotros.
—Sin embargo, vuestra curiosidad merece ser satisfecha.
Con mirada suspicaz, el Bigotudo penetró en la cabaña dispuesto a defenderse contra un eventual agresor. En cuanto al afgano, no vacilaría en lanzarse sobre Seqen, aunque este fuera, a la vez, más alto y más fuerte.
Tripas.
—Decenas de tripas de tamaño y dimensiones variados.
—He aquí el principal producto de la caza —dijo Segen—. Supongo que comprendéis por qué.
Las miradas del faraón y del afgano se desafiaron.
—¿Para qué sirven las tripas? —preguntó el extranjero—. Para convertirse en cuerdas para instrumentos de música o… para los arcos. Sílex, tripas… Tebas vuelve a armarse, ¿no es cierto? Y vos sois el general en jefe.
El afgano estaba frente a Seqen; el Bigotudo se mantenía a sus espaldas. Si le atacaban al mismo tiempo, el rey tendría que mostrarse muy rápido para salir indemne del asalto. Había repetido cien veces aquel ejercicio.
El Bigotudo puso una rodilla en tierra. El afgano le imitó.
—Estamos a vuestras órdenes.
Seqen no prestaba atención alguna al esplendor de las estrellas que brillaban en un cielo de lapislázuli. Loco de preocupación, recorría el pasillo de palacio que llevaba a la alcoba donde Ahotep intentaba dar a luz a su segundo hijo.
El médico no había ocultado su pesimismo. Y las tres comadronas, experimentadas sin embargo, se mostraban nerviosas. «Será la madre o el hijo», había predicho una de ellas.
Ante la idea de perder a Ahotep, la desesperación apretaba la garganta del rey. Sin ella, sería incapaz de proseguir la lucha. La reina era el alma del combate, pues encarnaba la alianza de la magia y la voluntad. Con ella, nada era imposible.
Su amor era el fuego que le animaba, el aire que le daba aliento, el agua que le permitía sobrevivir, la tierra sobre la que construía.
Y si el niño moría, ella quedaría rota.
Qaris se abismaba en la contemplación de su maqueta; Heray bebía cerveza sin tener sed; Teti la Pequeña velaba el sueño del pequeño Kamosis. Cada uno de ellos sabía que la suerte del país se decidía en aquella alcoba, donde el dios del destino hacía juegos malabares con la vida y la muerte.
Seqen no solo estaba cada vez más enamorado de Ahotep, sino que cada día la admiraba más. En ella había sobrevivido el orgullo de la reina de la edad de oro, como si la grandeza de Egipto, ocupado y pisoteado, se negara a extinguirse.
Ahotep tenía la fuerza de acabar con la desgracia, la desgracia que, como un dragón, había advertido el peligro e intentaba ahogar a su adversario. Y Seqen no podía prestar ayuda alguna a la esposa que amaba y veneraba.
El joven tenía deseos de aullar, de gritar su indignación contra aquella injusticia, de apelar a los dioses para que no abandonaran a aquella que percibía sus voces e intentaba, a riesgo de su existencia, transmitir sus palabras.
Frágil, inquieta, Teti la Pequeña se acercó a su dueño.
—Suceda lo que suceda —le prometió—, atacaré. Tebas morirá, por lo menos, dignamente.
La puerta de la alcoba se abrió.
Apareció una de las comadronas, con el rostro marcado por la fatiga.
Seqen la tomó de los hombros.
—¡No me ocultes nada! —exigió.
—Tenéis un segundo hijo. La reina está viva, pero muy débil.