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El informe de la pequeña organización de resistentes de Avaris, cuya función se reducía a comunicar algunas noticias a riesgo de su vida, nada tenía de satisfactorio. El poder del emperador era absoluto. En todo el territorio reinaba el orden hicso y la menor tentativa de sedición era reprimida con la mayor ferocidad. La capital parecía un gigantesco cuartel; el Egipto de los dioses y de los faraones agonizaba.

Gracias al censo, Khamudi había conseguido que hasta el más pobre de los campesinos pagara impuestos, mientras la casta de los dirigentes seguía enriqueciéndose, sin olvidarse de aumentar el número de sus esclavos egipcios.

—Ya solo nos queda atacar la guarnición de Heracleópolis y morir con dignidad tras haber matado al máximo de hicsos —consideró el Bigotudo.

—Lee, al menos, el mensaje hasta el fin —recomendó el afgano—. Habla de Tebas.

—Tebas ya no existe.

—Claro que sí, puesto que la reina Ahotep ha sucedido a su madre, con el acuerdo de los hicsos y bajo su control.

—¿Qué importancia tiene eso? ¡Es solo una dinastía de pacotilla! Voy a hablar con nuestros hombres.

De pronto, una loca idea atravesó el espíritu del Bigotudo.

—¿Has dicho… Ahotep?

—Ése es el nombre, en efecto —confirmó el afgano.

—Ahotep… significa «la luna está en plenitud», y la luna es el signo de reconocimiento que intentamos comprender desde hace tanto tiempo.

—¿Supones que la tal Ahotep está a la cabeza de una organización de resistentes tebanos? Solo es una mujer, amigo mío. ¿Cómo puede siquiera pretender luchar contra el poder militar hicso?

—Tal vez Tebas no esté muerta. Tal vez Ahotep haya reunido a su alrededor a algunos partidarios tan decididos como nosotros. Olvidemos el ataque suicida y vayamos al Sur.

—¿Atravesar las líneas de los hicsos?… Imposible.

—Para el conjunto de nuestros hombres, sí. Para nosotros dos, no. Y si no me he equivocado, estableceremos contacto con nuestros aliados tebanos.

A una mala crecida, muy insuficiente, se añadía la incuria de la Administración de los hicsos, que no se preocupaba del mantenimiento de los estanques de reserva ni de llenar los silos de auxilio para alimentar a los habitantes del Alto Egipto.

Gracias a las medidas adoptadas por Ahotep, los tebanos conseguían escapar por los pelos del hambre; pero si el destino se encarnizaba con ellos y hacía que la próxima crecida fuera igualmente escasa, muchos morirían de inanición.

A mediados de julio, numerosos trigales se habían visto afectados por la pestilencia y estropeados por una anormal humedad. Solo las plantaciones efectuadas a finales de noviembre habían sido respetadas por la nueva desgracia. Por orden de la reina, los soldados y los artesanos de la base secreta eran los mejor alimentados, para que pudieran seguir entrenándose y trabajando casi con normalidad.

Recuperado de su depresión, el mercader Chomu se presentó en palacio, donde fue recibido por Heray, el superior de los graneros.

—¡Has vuelto a exigir que te entregue una vaca lechera! Pronto estaré arruinado.

—No soy responsable de ello, Chomu. Ésas son las exigencias del gobernador Emheb, que toma de cada uno de nosotros los impuestos hicsos. Todos vamos en el mismo barco, incluida la familia real.

—¡El emperador no desea nuestra perdición, sino nuestra prosperidad!

—Sin duda, pero la ley es la ley. Tebas no puede sustraerse a ella.

—¡Hay que escribir a Apofis y explicarle nuestra situación!

—La reina se encarga de eso; tranquilízate. Lo esencial es obedecer las órdenes de nuestro soberano.

¿Cómo no aprobar las palabras de Heray? Desarmado, Chomi no conseguía comprender por qué el emperador sumía en la miseria a sus fieles súbditos tebanos.

—Espero que la reina no esté propagando palabras insolentes…

—¡Muy al contrario, Chomu; muy al contrario! Hace ya mucho tiempo que nuestra soberana renunció a ese tipo de actitud, tan vana como pueril. Estamos viviendo malos tiempos, sin duda porque somos una provincia apartada, demasiado alejada de Avaris y del centro del Imperio. Pero estoy convencido de que nuestra sumisión acabará viéndose recompensada.

—También yo, Heray; también yo… No se ve mucho a Seqen estos últimos tiempos.

—El marido de Ahotep pasa el día cazando y corriendo por la campiña. Es un sanguíneo, que no puede estarse quieto. En palacio, nadie se queja de ello porque nos trae alguna presa. ¿Y lo de tu vaca?

—Me satisface pagar mis impuestos al emperador y contribuir a la grandeza de los hicsos —declaró Chomu con orgullo—. Es un sacrificio, pero resulta necesario.

Heray posó su mano en el hombro del cananeo.

—Eres un ejemplo para los tebanos.

El comerciante se ruborizó.

Al alejarse, siguió pensando en el comportamiento de Seqen. Ciertamente, las explicaciones de Heray eran plausibles, pero de todos modos… Si se presentaba la ocasión, haría que siguieran al revoltoso personaje para asegurarse de que no fomentaba una irrisoria conspiración con algunos campesinos.

—Tengo la sensación de que Chomu vuelve a ser peligroso —le dijo Heray a la reina Ahotep.

—¿Por algo en concreto?

—No, pero parece curado y decidido de nuevo a dañaros.

—Haz que le vigilen día y noche.

—La vigilancia no ha cesado nunca, majestad. Todos los partidarios de la colaboración con el enemigo han sido identificados. Llegado el momento, serán detenidos en pocos minutos.

—¿Seguimos sin noticia alguna del Norte? —preguntó Ahotep a Qaris.

—Ninguna, majestad. Probablemente, no queda la menor organización de resistentes.

—Puesto que estamos solos, combatiremos solos. El encarnizado trabajo del faraón Seqen comienza a dar fruto: disponemos ahora de un pequeño ejército, cuyos soldados son capaces de vencer a cualquier adversario.

—¿Y los barcos? —preguntó el intendente.

—El primero acaba de salir de los astilleros y comienza la construcción del segundo. El equipo de los carpinteros se hace más experto también y trabajará más deprisa.

—Según el último mensaje del gobernador Emheb, majestad, los resistentes reunidos en Edfú y en Elkab forman una tropa nada desdeñable. Nada hay que temer ya por parte de los nubios, que se limitan a los territorios concedidos por el emperador y no tienen deseo alguno de ver cómo llegan los regimientos del almirante Jannas. Y Emheb sigue siendo considerado como el perfecto colaboracionista, que llena las cajas del ocupante desangrando a fondo la región.

Teti la Pequeña irrumpió en la sala de la maqueta donde se celebraba el consejo secreto.

—¡Ven pronto, Ahotep! Kamosis está herido.

De hecho, el chiquillo se había cortado profundamente la mano derecha con el filo de una navaja, que había tomado del cuarto de aseo de su padre.

Sus gritos debían de oírse por toda la ciudad, pero había algo más serio.

—Esta herida es anormal —dijo Ahotep, intentando calmar a su hijo.

—¡El mal de ojo! —concluyó Teti la Pequeña—. Existe un medio de conjurarlo: el alumbre.

—Siempre que quede en la farmacia de palacio…

Mientras la reina madre fue a buscar el valioso producto, Ahotep se dirigió con dulzura y firmeza a Kamosis.

—Sufres mucho y expresas tu dolor; eso es normal. Pero debes también luchar contra él, con la intención de retorcerle el cuello. De lo contrario, nunca serás un hombre.

Kamosis se tragó las lágrimas y se atrevió a mirar su mano.

—Tú y yo —prosiguió la reina— detestamos al genio malvado que te ha hecho daño. Vamos a dejarle sin voz. Gracias al remedio que nos traerá tu abuela, lo haremos salir de tu carne; la sangre dejará de manar y tu mano será más fuerte que antes.

Desde la plenitud de sus nueve años, Kamosis trazó su porvenir: el de un ser orgulloso, decidido a combatir y a vencer. El alumbre que Teti la Pequeña aplicó en la herida fue de notable eficacia: rechazó el mal de ojo y provocó la rápida cicatrización de la primera herida del hijo del faraón.