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Un barco hicso, gobernador.

—¿Solo uno? —se extrañó Emheb.

—Sí, y no muy grande. Un oficial y una docena de hombres han desembarcado. Se dirigen hacia nosotros. ¿Cuándo los matamos?

—No los tocaremos antes de saber qué quieren. Si se le informa de la falta de un barco, Jannas reaccionará de modo violento. El gobernador Emheb estaba perplejo.

Era evidente que los hicsos habían sido advertidos de las intenciones de los nubios. ¿Por qué enviaban solo tan modestos refuerzos?

Probablemente, se trataba de una simple vanguardia.

Emheb tal vez lograría engañar a los recién llegados, garantizándoles que Edfú estaba bajo control y que serviría de base a los hicsos para cerrarles el paso a los nubios; pero solo sería un aplazamiento. Los emisarios anunciaban, sin duda, la llegada de Jannas.

—El oficial aguarda, gobernador.

—Traédmelo.

Más de veinte navíos de guerra cargados de hicsos habían pasado ante Tebas subiendo por el Nilo.

Las calles de la ciudad estaban desiertas.

En palacio, nadie podía ocultar su angustia.

Teti la Pequeña jugaba todavía con Kamosis, aunque sin su ardor habitual. Incluso Risueño estaba nervioso.

—El emperador lleva siempre un movimiento de adelanto —comprobó Qans—. Los nubios han hecho mal desafiándolo.

—¡Y Tebas pagará su atrevimiento! —protestó Ahotep.

—Poneos al abrigo, majestad —suplicó el intendente—. Reuníos con el rey en la orilla oeste.

—En cuanto Seqen y sus hombres puedan cruzar el Nilo, vendrán a defendernos.

Un Heray jadeante irrumpió en la sala de audiencias.

—Los hicsos desembarcan… ¡Pronto estarán aquí!

—Yo los recibiré —anunció Teti la Pequeña, que llevaba a Kamosis en sus brazos—. No se atreverán a tocar a una abuela y a su nieto.

—No, madre. Yo me enfrentaré con ellos.

La joven reina salió de palacio para acercarse al destacamento hicso.

Le preguntaría a su jefe si respetarían Tebas. ¿Qué podía ofrecer a cambio, salvo a ella misma? Sin duda, al emperador le encantaría reducirla a la esclavitud. Cuando estuviera en su presencia, ella encontraría las palabras justas para decirle qué monstruo y qué cobarde era.

Sería su último combate.

Los soldados avanzaban inexorablemente. Inmóvil bajo el sol, Ahotep combatía su miedo. De pronto, se preguntó si sus ojos no la engañaban. ¡No, era él!

—¡Gobernador Emheb!

—No tenéis nada que temer, majestad —murmuró él—. Ni los nubios ni los hicsos van a atacar. El emperador ha decretado un censo general que se extiende a Nubia, y Jannas en persona ha sido encargado de llevarlo a cabo, a la cabeza de sus tropas. A Nedjeh le es imposible desobedecer. Permanece clavado en su capital y tendrá que comportarse como fiel súbdito del emperador. No puede ya apoderarse de Edfú y de Tebas; sus veleidades de conquista han sido aplastadas de entrada. Apofis conocerá el número exacto de guerreros negros e impondrá a su rey las consiguientes tasas. Por lo que a Tebas se refiere, población desprovista de importancia, yo, un perfecto colaborador, me encargaré de ello con la mayor severidad.

Ahotep se hubiera lanzado de buena gana al cuello de Emheb, pero decenas de ojos debían de observar la escena.

—¡Mi ciudad es independiente! —clamó—. ¿Cómo vos, un egipcio, podéis traicionar así a vuestro país, convirtiéndoos en un secuaz del emperador?

—Apofis es nuestro faraón, majestad, y todos le debemos obediencia —repuso el gobernador Emheb con voz fuerte—. Solo estoy aquí con algunos soldados, que procederán al censo de los habitantes de Tebas. Si no queréis cooperar, un regimiento realizará la tarea tras haber detenido y deportado a los elementos subversivos. Ahotep volvió la espalda al gobernador.

—La familia real comprende cuatro personas —declaró con desdén—: la reina madre Teti la Pequeña, mi marido Seqen, mi hijo Kamosis y yo misma. Para el personal de palacio, ved al intendente Qaris. Y para el resto de la población, arregláoslas.

Oculto tras una contraventana entornada, Chomu no se había perdido el altercado. En cuanto la reina hubo desaparecido, corrió hacia el gobernador.

—¡Bienvenidos, gloriosos hicsos! Mi nombre es Chomu; soy comerciante y represento a los numerosos tebanos que veneran al emperador. Estamos dispuestos a facilitar la tarea a vuestros soldados.

Dominando su asco, Emheb esbozó una sonrisa.

—Te nombro censador local. Te instalarás en un despacho con dos escribas hicsos; reunirás las declaraciones y las clasificarás. No dejes de señalarme a los que mientan.

—¡Sabréis el número exacto de habitantes, gobernador!

Con los labios brillando de excitación, Chomu se atrevió a hacer la pregunta decisiva.

—¿Me autorizáis a firmar el informe definitivo, insistiendo en mi fidelidad al emperador?

—Si estoy satisfecho de tu trabajo, ¿por qué no?

Nunca Chomu había gozado un momento de éxtasis semejante. ¡Era censador oficial por cuenta del emperador! Por fin había superado el primer peldaño de la escalera que llevaba a la alcaldía de Tebas, de donde expulsaría a la familia real para convertirla en una verdadera ciudad de los hicsos.

Los campesinos del Delta no reconocían ya su región. Por todas partes habían florecido acantonamientos militares que sustituían a las cabañas de los pastores, y proliferaba un animal desconocido hasta entonces: la oveja de lana. Los hicsos la consumían en grandes cantidades, rechazando la carne de cerdo tan apreciada por los egipcios y, al contrario que ellos, preferían los vestidos de lana a los de lino.

Día tras día, según advertía el Bigotudo, iba abriéndose una profunda sima entre el ocupante y el ocupado. Aunque el número de colaboracionistas aumentase, pocos de ellos eran sinceros y creían realmente en las virtudes del orden hicso. La mayoría intentaba salvar su vida fingiendo venerar a un tirano al que ninguna fuerza del mundo podría ya alcanzar.

En un clima de desesperación, no era fácil reclutar nuevos resistentes. En cambio, quienes deseaban combatir a Apofis estaban dispuestos a sacrificarse y no retrocederían ante el peligro.

Ese día, el Bigotudo había fracasado.

Tras haber trabajado durante un mes con unos criadores de cerdos sin pedirles más salario que un poco de alimento, se había descubierto con la esperanza de enrolar al menos a uno. Pero los cinco hombres, aun manifestándole su simpatía, no se sentían capaces de lanzarse a una aventura tan loca.

Cuando pasaba junto al reducto abandonado donde se ocultaba el afgano, que esperaba los resultados de la gestión de su amigo, uno de los porquerizos se detuvo en seco.

—¡Hicsos aquí!

De hecho, una decena de infantes con negras corazas salía de la granja donde vivían los criadores y sus familias.

El Bigotudo no podía huir ni avisar al afgano. Los soldados habían descubierto a los campesinos y se dirigían hacia ellos. Solo podía esperar que los porquerizos no lo vendieran.

—Operación de censo —aNunció el oficial, un robusto anatolio—. Vuestros nombres y el número exacto de vuestros animales. ¡Ah!, os advierto que el precio de venta de vuestros cerdos ha bajado a la mitad, y las tasas han aumentado otro tanto.

—¡Nos arruinaréis!

—Ése no es mi problema, amigo. Basta con que hagas como nosotros y no comas cerdo. Dime, ¿no habrás escondido alguno en aquel reducto, allí?

—No, está abandonado.

—De todos modos iremos a ver, solo para asegurarnos de que no mientes. En caso contrario, amigo, tendrás problemas graves.

—¡Defendeos, quieren mataros! —gritó el Bigotudo, rompiendo el cuello a uno de los soldados, al que le arrancó la espada para clavarla en el pecho de su compañero más cercano.

Rabioso, el anatolio clavó su lanza en el vientre de uno de los porquerizos que intentaba apaciguarle. Al disponer solo de sus puños, los campesinos fueron unos irrisorios adversarios para los hicsos. Pero les retrasaron lo bastante como para dar tiempo a que saliera del reducto una verdadera fiera con una horca.

El afgano la clavó en los riñones del anatolio.

Petrificados de estupor, sus soldados no pudieron reaccionar. Acostumbrados al combate cuerpo a cuerpo, los dos resistentes no les dejaron opción alguna.

Manchadas de sangre, las manos del Bigotudo temblaban. El afgano recuperaba el aliento.

Ni uno solo de los porquerizos había sobrevivido. El afgano remató a los hicsos heridos. Furioso, el Bigotudo pisoteó los cadáveres, hasta que ningún rostro fue reconocible.