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Tengo miedo —reconoció Cara de Ratón.

—También yo —confesó Nariz de Través—, pero no hay peligro alguno. Sabes muy bien que, en las alturas, nos cubren. La reina Teti envejece, su hija se está muriendo y Tebas agoniza. Nosotros nos enriquecemos y nos largamos. Realmente, no hay nada que temer.

—De acuerdo, pero de todos modos… Desvalijar una tumba… ¡Tengo miedo!

—¡Te digo que no corremos riesgo alguno! Aquí, en la orilla oeste de Tebas, ya solo quedan algunos campesinos que revientan de hambre y tumbas bien ocultas que contienen tesoros. ¿Imaginas lo que podremos permitirnos?

—¿Y si nos detienen?

—¡Imposible! Ven; no perdamos tiempo.

El indicador les aguardaba al pie de una colina.

—La mejor tumba está por ahí —indicó con brazo vacilante—. ¿Tenéis lo necesario?

—No te preocupes y enséñanosla.

Los primeros peldaños de la escalera que llevaba a la sepultura de un noble estaban a la vista.

—Yo los he desenterrado —explicó el indicador—. Mi padre conocía su emplazamiento y había prometido al difunto no revelárselo a nadie. Pero los tiempos son tan duros…

—Los tiempos son como son. Vamos allá.

Con palanquetas de cobre, Cara de Ratón y Nariz de Través demolieron un murete protector, se metieron en un corredor y encendieron una antorcha. La puerta de la tumba no resistió mucho tiempo y penetraron en la cámara funeraria.

Junto al sarcófago, sitiales y cofres contenían joyas, vestidos, sandalias y utensilios de aseo, que Nariz de Través metió en unos sacos.

—Marchémonos enseguida —recomendó Cara de Ratón—. Estoy seguro de que el alma del muerto nos observa.

—Queda lo más importante: ¡el sarcófago!

—¡No, eso no!

—Por fuerza tiene que haber ahí un collar de oro y hermosos amuletos… ¡Seremos ricos!

Nariz de Través rompió la tapa del sarcófago.

La momia se hallaba en perfecto estado de conservación. Sobre su pecho había un collar de flores secas.

Nariz de Través la emprendió con las vendas.

Horrorizado, su cómplice volvió al pasillo para no asistir a aquella profanación. Cuando escuchó las alegres exclamaciones, sus remordimientos se esfumaron.

—¡Amuletos de oro, un gran escarabeo de lapislázuli y anillos! Ayúdame a llenar los sacos.

Sin atreverse a mirar a la martirizada momia, Cara de Ratón echó de todos modos una mano.

Al salir de la tumba, tuvo un sobresalto.

—¡Por fin, estáis aquí! ¿Buen botín? —preguntó el indicador.

—¡Fabuloso! ¿Lo repartimos enseguida?

—Claro.

Mientras Nariz de Través exhibía un amuleto en forma de pierna, el indicador le clavó un puñal en el vientre e intentó hacer lo mismo con su compañero. Pero Cara de Ratón tuvo un reflejo que le salvó y solo quedó herido en la cadera.

Aunque perdía mucha sangre, consiguió huir, esperando que su agresor no le alcanzara.

—El hombre ha muerto —dijo el intendente Qaris—. Se llamaba Cara de Ratón y, a pesar de la gravedad de su herida, consiguió atravesar el Nilo y llegar a palacio para contárnoslo todo.

—¡Desvalijadores de tumbas! —se extrañó Ahotep—. ¿Cómo se puede ser tan vil? ¿Ignoran esos criminales que el alma del muerto los castigará?

—El afán de lucro es tan fuerte que nada los detiene. Y no es eso todo…

—La reina está débil aún —recordó Segen—. Evitémosle una nueva impresión.

—No me ocultéis nada —ordenó la muchacha.

—Entonces, exponértelo es cosa mía: Cara de Ratón ha revelado la identidad del hombre que les garantizó la impunidad. El criminal no es otro que el responsable del cuartel, en quien tenía entera confianza.

La información dejó consternada a la reina.

—Más grave aún —añadió Qans—: el partido de los colaboracionistas no cesa. La certidumbre de vuestra muerte lo ha fortalecido todavía más.

—Dicho de otro modo —concluyó Seqen—, todos mis esfuerzos para crear un verdadero ejército tebano se ven reducidos a la nada. Nunca podremos luchar contra el emperador.

—¡Claro que sí! —protestó Ahotep—. Solo tenemos que cambiar de estrategia. El anciano general, hoy desaparecido, nos dio la solución: crear una base secreta.

—En el enclave tebano, sin duda, habrá unos ojos que lo descubran.

—Puesto que la energía circula de nuevo por mis venas —declaró Ahotep—, yo me ocuparé ostensiblemente del bienestar de los tebanos. El cuartel seguirá siendo lo que es y solo albergará a policías que aseguren el orden. Los partidarios de la colaboración quedarán así convencidos de que nuestras ambiciones, muy limitadas, no los amenazan. Y tú, Seqen, tendrás las manos libres para reclutar a nuestros futuros soldados y formarlos.

—Pero… ¿dónde?

—¡En la orilla oeste, claro está! Haremos saber a la población que unos ladrones han intentado desvalijar las tumbas de nuestros antepasados. Por consiguiente, desplegaremos fuerzas de seguridad alrededor de la necrópolis y prohibiremos cualquier presencia. Solo las almas de los muertos, mágicamente protegidas, tendrán derecho a estar allí.

La reina se inclinó sobre la maqueta de Qaris.

—Por prudencia, estableceremos nuestra base secreta aquí, en el desierto, al norte de Tebas.[10] En caso de que algunos curiosos consiguieran aventurarse por esos parajes, nuestros centinelas los eliminarían.

—Majestad —objetó Qaris—, va a ser una empresa ardua y que requerirá un gran esfuerzo.

—Requerirá varios años, soy consciente de ello; pero si lo conseguimos, combatir ya no será imposible.

Media jornada más tarde, la caravana procedente del oasis de Bahanya saldría del desierto y llegaría a las verdeantes tierras del oasis del Fayum, un pequeño paraíso donde hombres y animales descansarían antes de retomar el camino hacia Avaris.

El jefe de los caravaneros, Adafi el Ladrón, había estado siempre a sueldo de los hicsos. Enemigo jurado de los egipcios, que habían humillado a su pueblo desde la noche de los tiempos, se alegraba cada día más de los beneficios de la ocupación. Poco a poco, la tierra de los faraones iba perdiendo su sangre para convertirse en una de las provincias del emperador.

Adafi el Ladrón admiraba a Apofis. Como él, solo creía en el uso de la fuerza. ¿Acaso no había asesinado a otros tres caravaneros para hacerse con sus asnos y aparecer, así, como uno de los comerciantes más ricos de Libia?

Como un placer suplementario, recientemente había capturado a un egipcio procedente del Sur, al que le había cortado personalmente las orejas y la lengua. Como un noble, le hacía llevar sus sandalias y su abanico, que el esclavo debía agitar sin cesar para ofrecer aire fresco su dueño.

Adafi entregaba en Avaris jarras de buen vino, sal y dátiles de una excepcional calidad. Todo estaba destinado al gran tesorero Khamudi, que no pagaba nada pero autorizaba al libio a tomar para sí parte de la producción de los oasis.

Pese a lo matinal de la hora, el calor se hacía ya abrumador.

—¡Más aire, perezoso!

El esclavo egipcio se acercó al asno en el que viajaba su dueño para abanicarle mejor. Estaba sumido en la pesadumbre, con la esperanza de que su corazón cediera enseguida y la muerte pusiera fin a su suplicio.

De pronto, la caravana se detuvo.

Adafi el Ladrón puso pie en tierra. Su segundo no tardó en reunirse con él.

—El asno que va en cabeza se ha detenido —explicó—. Hay un cadáver atravesado en el camino.

—¿Qué importa eso? ¡Qué lo pisoteen y sigan!

—Sobre el cadáver hay un collar y algunos brazaletes. Además, el taparrabos y las sandalias parecen de buena calidad.

—Me encargaré de eso.

Seguido por el portador del abanico, el libio remontó la columna. Con el botín no se bromeaba: el jefe se servía primero. Tendido de espaldas, el muerto parecía joven. Lucía un espléndido bigote y, sobre todo, hermosas joyas.

Haciéndosele la boca agua, Adafi el Ladrón se inclinó para arrancar el collar.

Brutalmente resucitado, el Bigotudo tomó un puñal oculto en la arena y degolló al ladrón de cadáveres.

—¡Al ataque! —gritó levantándose.