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El faraón Seqen estaba hundido.

Los impuestos que exigían los hicsos eran mayores aún que el año anterior. El emperador no se quedaría satisfecho con una nueva estela a su gloria, y sus controladores fiscales verificarían cada saco de grano con el placer sádico de condenar a los tebanos al hambre. Quienes pensaban en celebrar el nuevo año tendrían que renunciar a los festejos.

Ciertamente, gracias a la reorganización de la agricultura tebana, a la que dedicaba todo su tiempo, Seqen lograba responder a las exigencias del ocupante. Pero esos considerables esfuerzos solo podían conducir al desastre, pues la población del último enclave libre comenzaba a perder la esperanza.

Hacía más de dos años que la reina Ahotep estaba muriéndose lentamente de una enfermedad que los médicos tebanos eran incapaces de curar. La muchacha dormía unas quince horas, intentaba levantarse, vacilaba y se veía obligada a acostarse de nuevo. Sus ideas se nublaban al cabo de unos minutos y caía en una letargia de la que salía cada vez más agotada.

Solo la deslumbrante alegría del pequeño Kamosis ofrecía aún cierto júbilo a un palacio que se hundía en la desesperación. Ahotep había tenido razón eligiéndole ese nombre, que significaba «el que ha nacido del poder vital». El chiquillo, sin duda alguna, se fortalecía a ojos vista.

Seqen pensaba a veces que la salud de su esposa había pasado al cuerpo de su hijo, pero ¿cómo reprochárselo? ¡Les había dado tanta felicidad aquel nacimiento, sinónimo de porvenir! En compañía de Qaris, Seqen contemplaba la maqueta. Casi todo Egipto se había vuelto hicso, y la existencia de pequeños grupos de resistentes en el Norte seguía siendo una ilusión.

—Probablemente, mi hijo no celebrará su próximo aniversario en este palacio… Pero ¿adónde iremos? Al Norte no, ni tampoco al Sur. Según las informaciones proporcionadas por el gobernador Emheb, los nubios torturan y ejecutan a los egipcios que se niegan a colaborar. Se han hecho dueños de nuestras antiguas fortalezas y su rey, Nedjeh, está pensando ya en extender su territorio.

—¡Apofis se lo impedirá!

—Hoy comprendo por qué no arrasa nuestra ciudad: es la trampa que le tiende a Nedjeh. Si el nubio ataca Tebas, el ejército hicso le aniquilará.

Teti la Pequeña interrumpió a los dos hombres.

—Ven enseguida, Seqen. Ahotep te llama. Pálido, el faraón corrió a la alcoba de su esposa. Ahotep expiraba.

Él le apretó con tanta fuerza la mano que algo de luz regresó a sus ojos.

—Es ese demonio que me roba la vida… Apofis, el emperador de las tinieblas.

—¡Atacaré Avaris y lo mataré!

—Llévame a Karnak… Mañana es el nuevo año, ¿no es cierto?

—Sí, pero…

—Dibújame el signo de la luna sobre el corazón y confiame a quien puede salvarme.

El Nilo hervía; la crecida ascendía a una velocidad inquietante y la violencia del sol de julio obligaba a bestias y hombres a protegerse. A mediodía, llevando a su esposa en los brazos, Seqen trepó lentamente la escalera que llevaba a lo alto del templo de Osiris, señor de la muerte y de la resurrección. Puso en las losas el cuerpo desnudo de la reina de Egipto, exponiéndolo así a los rayos de Ra, el único capaz de vencer las tinieblas.

Ahotep había dado tanto de sí misma que los canales de su organismo se habían vaciado de energía. Como los objetos rituales que los sacerdotes recargaban en el año nuevo, tras doce meses de utilización, la reina esperaba ser regenerada. Ella, hija de la luna, imploraba al sol que llevara a cabo la imposible boda, de la que surgiera una nueva vida.

¿No era insensato entregar a su esposa a la violencia de una irradiación tan intensa? Rey sin corona, Seqen sería incapaz de proseguir la lucha sin Ahotep. El alma del combate era ella.

Completamente habitado por la presencia del sol, el cuerpo de la reina se hizo luz.

Temiendo que sus ojos quedaran abrasados, Seqen se volvió. Indignado por su propia cobardía, corrió hacia ella para que aquel suplicio cesara.

La piel de Ahotep estaba ardiendo.

—No debes quedarte aquí —le dijo.

—Ten confianza, Seqen.

Implacable, el sol siguió brillando, hasta que los canales de la muchacha estuvieron llenos de su savia.

Por fin, Ahotep se levantó.

—El emperador de las tinieblas no me ha matado. Es la primera herida que le inflijo.

Apofis lanzó un pequeño grito de dolor.

Su barbero acababa de cortarle mientras lo afeitaba. Aterrorizado, se arrodilló.

—Mil perdones, majestad… ¡No es grave! ¡Os lo aseguro!

—Trabajar en palacio exige la excelencia.

—¡Este incidente no se repetirá nunca más! ¡Os lo juro!

—Los juramentos solo son mentiras —afirmó el emperador—. Un perro que ha mordido seguirá mordiendo; un inútil seguirá siendo un inútil. Mis minas de cobre son grandes consumidoras de personal… Acabarás allí tus días.

Dos guardias se apoderaron del barbero, cuyos lloriqueos exasperaban a Apofis. El ayudante del infeliz limpió la leve herida con lino y la cubrió con una compresa de miel.

—La cicatrización será rápida, majestad.

—Encuéntrame pronto un nuevo barbero.

El día empezaba mal. Irritado, el emperador esperaba noticias del cuerpo expedicionario que había mandado a Siria para incendiar una aldea que había tenido la imprudencia de protestar contra sus excesivos impuestos. En cuanto a su Marina de Guerra, perseguía a los piratas chipriotas, lo bastante locos como para atacar embarcaciones mercantes de los hicsos.

Un alegre Khamudi pidió audiencia.

—¡Triunfo total, majestad! Los sirios rebeldes y los piratas chipasotas han sido exterminados. Una vez más, el almirante Jannas ha demostrado su eficacia. He ordenado que los cadáveres de los sirios sean expuestos en las aldeas vecinas para evitar otros desórdenes.

El emperador estaba satisfecho de su mano derecha. Rico, depravado y odiado, Khamudi veneraba a su omnipotente amo y le obedecía sin rechistar. Mientras se mantuviera en su lugar, Apofis cubriría sus peores fechorías.

El Imperio seguía extendiéndose, lo que exigía la más extremada vigilancia. Allí o allá, algunos insensatos iniciaban movimientos de revuelta, que Khamudi reprimía con la mayor crueldad. En todos los territorios controlados por Apofis se elevaban piras compuestas por cuerpos de hombres, mujeres, niños y animales. Incluso cuando una provincia parecía pacificada, Khamudi organizaba una expedición preventiva. Ver cómo torturaban a los notables locales y cómo desaparecía un pueblo entre las llamas calmaba el ardor de eventuales disidentes.

—No olvidemos vigilar a los cretenses, majestad. No tengo pruebas, pero tal vez ellos encargaron la agresión contra nuestros barcos. Todos mis informadores están alerta.

—Que la flota de Jannas esté dispuesta para zarpar.

Goloso, Khamudi imaginaba ya la destrucción de la gran isla.

—¿Has recibido un informe del Tuerto?

—Según nuestro embajador en Nubia, majestad, el reyezuelo negro parece mantenerse tranquilo. Pero sigo convencido de que acabará lanzándose sobre Tebas. La presa es en exceso tentadora.

—Tendrá que eliminar, primero, a los policías que controlan Edfú.

—Ésa es la razón por la que no les mando refuerzos —precisó Khamudi—. Edfú es el último cerrojo antes de Tebas. Si lo hace saltar, Nedjeh se creerá más fuerte que los hicsos, a los que, de ese modo, habrá declarado la guerra. Le aniquilaremos en la batalla de Tebas, que será barrida del mapa, y colonizaremos Nubia a nuestro antojo.