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Ahotep y Seqen habían tomado el sendero que flanqueaba los cultivos para dirigirse a Elkab.[9] Los escoltaban diez jóvenes soldados dispuestos a dar su vida para salvar la de la reina, que, cuando la fatiga la dominaba, aceptaba sentarse en una silla de manos de madera de sicomoro.

Durante el viaje, a marchas forzadas, el pequeño grupo no fue víctima de ninguna sorpresa desagradable. Solo se cruzó con algunos campesinos amedrentados, que se guardaban mucho de hacer la menor pregunta y se refugiaban en sus miserables cabañas de adobe.

Era evidente que la provincia había sido casi por completo abandonada y que los hicsos la desdeñaban hasta el punto de no dejar allí ninguna unidad de ocupación.

Los alrededores de la vieja ciudad de Elkab nada tenían de agradables: árboles derribados, pastos abandonados, cadáveres de vacas… Parecía que la felicidad se había olvidado definitivamente del lugar.

—Demos media vuelta —recomendó Seqen—. La ciudad debe de estar en ruinas.

—Asegurémonos —exigió Ahotep.

—Tal vez los bandoleros ocupen el lugar y somos poco numerosos.

—Quiero saber si Babay sigue vivo.

Seqen fue el primero que cruzó la gran puerta que se abría en la muralla. Los batientes habían sido arrancados; el puesto de guardia, devastado.

En plena calle principal, había un perro muerto.

—Dos exploradores —ordenó Seqen—: uno, por la izquierda, y el otro, por la derecha.

Allí y allá, se veían casas incendiadas y, por todas partes, restos de alfarería, fragmentos de muebles rotos a hachazos y jirones de ropa; pero ni un alma viviente.

El antiquísimo templo de la diosa Nekhbet, la madre del faraón, no había sido respetado. Estatuas rotas y columnas degradadas atestiguaban sus sufrimientos.

—¡Allí hay alguien! —gritó un explorador.

Sentado en el umbral del templo cubierto, un hombre muy anciano leía un papiro.

Cuando se acercaron los visitantes, ni siquiera levantó la cabeza, indiferente a la suerte que le aguardaba.

—¿Eres Babay, el sabio? —preguntó Ahotep.

El viejo no respondió.

—Alejaos —ordenó a los soldados.

Cuando estuvieron a buena distancia, la muchacha utilizó su argumento principal.

—El faraón Seqen y la reina Ahotep necesitan tu ayuda para salvar a Egipto.

Con una lentitud casi insoportable, el anciano comenzó a enrollar el papiro.

—La luz divina colocó al faraón en la tierra para instaurar la armonía en lugar del desorden, hacer que los dioses fueran favorables, cumplir la justicia y rechazar la injusticia —recordó Babay—. No está por encima de Maat, sino que debe ser su servidor y proteger a quienes la veneran. Así era antes de la invasión. Hoy, ya no hay faraón en la tierra de Egipto.

—Te equivocas —objetó Ahotep—. Seqen fue coronado en Karnak.

El anciano sabio dirigió una mirada dubitativa a la joven pareja.

—Los hicsos han destruido Karnak.

—¡Te aseguro que no, Babay! Mi madre, Teti la Pequeña, ha preservado la independencia de Tebas, cuyo templo está intacto. Los hicsos nos creen sumisos e inofensivos; mientras, actuamos en la sombra para preparar la reconquista.

—La reina Ahotep… El dios luna te proteja y te dé el sentido del combate. Sois, pues, la nueva pareja real, sin ejército ni país.

—Formaremos uno a uno a nuestros soldados —prometió Seqen. El anciano rompió el papiro.

—Ayudadme a levantarme.

Pese a su avanzada edad, Babay era robusto y pesado.

—El faraón Seqen y la reina Ahotep… ¡Antes de desaparecer habré visto cumplido el más hermoso de los sueños!

—¿Qué ha ocurrido en Elkab? —preguntó Ahotep.

—Tres barcos de guerra hicsos atracaron hace dos meses. Los invasores asolaron la campiña y la ciudad, mataron a los escasos resistentes y se llevaron la población hacia el Norte, donde será reducida a la esclavitud. Me respetaron para que escribiera el relato del castigo infligido a quien intente levantarse contra el emperador. Acabo de destruir ese relato. Vayamos a mi casa.

Babay condujo a la pareja real hasta su morada, un pequeño edificio de dos plantas situado cerca del templo.

Antes de entrar, el anciano contempló la devastada ciudad.

—Si sois realmente un rey y una reina, no negociéis nunca con los bárbaros que destruyeron esta ciudad y martirizaron a sus habitantes.

Los desvalijadores solo habían dejado una estera y una paleta de escriba usada.

Babay se sentó.

—Estoy cansado…, demasiado cansado para tomar las armas.

—Qans, nuestro intendente, está convencido de que podéis ayudarnos —dijo Ahotep—. Según él, disponéis de excelentes mensajeros.

Babay sonrió.

—Excelentes y eficaces, es cierto… Pero probablemente fueron abatidos.

—¿No estáis seguro?

—No he recurrido a ellos desde hace mucho tiempo. Subamos a la terraza; llamaré a su jefe.

El anciano silbó una rítmica melodía, con unos graves y unos agudos muy marcados.

Pronto apareció un magnífico pichón blanco y pardo, que se posó a los pies de Babay.

—¡Todavía estás vivo, Bribón! Tráeme a los demás.

El ave tomó de nuevo el camino del cielo. Poco tiempo después, regresó con otras seis palomas mensajeras.

—¡Indemnes todos! —exclamó Babay, conmovido—. Los dioses no nos han abandonado, pues. Tardé más de un año en adiestrarlos y tengo que enseñaros a darles directrices concretas. Cuando vuestro espíritu se comunique con el suyo, irán a donde les digáis y volverán a su punto de partida.

Ya tras las primeras experiencias, Ahotep advirtió que la inteligencia de aquellas aves era excepcional. Comprendieron muy pronto que la reina reemplazaba a Babay y que, en adelante, tendrían que ejecutar sus órdenes.

—Concededme una semana, majestad, y estos pichones se habrán convertido en fieles mensajeros que nunca os traicionarán. Capaces de recorrer mil doscientos kilómetros de un tirón, los alumnos de Babay se desplazaban a una velocidad de ochenta kilómetros por hora sin perder el norte gracias a su innata capacidad de orientación, en función del magnetismo terrestre. Su escaso número era solo una dificultad pasajera, pues una hembra ponía dos huevos diez días después de la cópula, y solo se necesitaba un mes después de salir del cascarón para que el aprendiz de paloma comenzara a trabajar.

—¡Qué formidables reclutas! —se entusiasmó Seqen—. Gracias a ellos, el bloqueo de los hicsos será inútil.

—No debéis permanecer aquí —le dijo Ahotep al anciano—. Os llevaremos a Tebas.

—Ni hablar, majestad. Nací aquí y aquí he pasado toda mi existencia. Para mí no hay lugar más hermoso. Algún día, si respetáis la ley de Maat y sois lo bastante fuerte como para superar los obstáculos, las derrotas y las traiciones, regresaréis a Elkab y le devolveréis su pasado esplendor.

—No podemos abandonaros —insistió Seqen.

—Dadme un poco de vino, majestad.

El anciano bebió directamente del ánfora, la dejó y apoyó la cabeza en unos almohadones.

Sereno, Babay acababa de entregar su alma.