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Hastiado, el ministro de Agricultura iba de un lado a otro ante la puerta de la sala de audiencias de la reina. Teti la Pequeña iba a pagarle muy cara la nueva afrenta. No solo le devolvería sus bienes, sino que, además, la obligaría a entregarle algunas tierras cultivables a guisa de indemnización. Que su hija se hubiera vuelto loca no era cosa suya; la soberana oficial de Tebas tenía que encargarse mejor de su progenie.

—Su majestad os aguarda —anunció el intendente Qaris, muy tranquilo.

—¡Ya era hora!

El ministro advirtió que la pequeña sala había sido pintada de nuevo.

Sentada en un trono de madera dorada, cuyos pies imitaban unas pezuñas de toro, se encontraba la princesa Ahotep vestida con una túnica blanca. En sus muñecas, lucía brazaletes de oro.

—¡No quiero veros a vos, sino a la reina!

—Estás viéndola.

—¿Qué significa eso?

—Inclínate ante la soberana de las Dos Tierras.

—La soberana…

—¡Inclínate, o te haré detener por injuria a la función real!

El tono de la joven era tan imperioso que el ministro tuvo miedo.

—Lo ignoraba, majestad. Yo…

—Ahora lo sabes. He aquí mis primeras decisiones: suprimo varios puestos que se han vuelto inútiles en tiempos de guerra. Heray, el superior de los graneros, se encargará de la agricultura.

—¿Queréis decir… que ya no soy ministro?

—Me has entendido muy bien.

—El tal Heray no es nadie, majestad; es un simple panadero, incapaz de administrar las riquezas de nuestra provincia.

—Heray es un hombre honesto. Para sostener el esfuerzo de guerra, tus tierras y tus bienes quedan requisados. Te dejo una sola villa, la más modesta, donde criarás aves para nuestros soldados. E intenta poner interés en tu tarea si no quieres bajar más aún.

—Majestad…

—La audiencia ha terminado.

El ex ministro había reunido a sus amigos para preparar una vigorosa respuesta, pero ninguno deseaba acompañarlo.

—¿Por qué ese pánico? —se encolerizó el alto dignatario—. ¡Ahotep está sola y es inofensiva!

—No tanto —objetó su secretario particular—. Ahotep tiene el apoyo incondicional de Teti la Pequeña, a la que todos los tebanos veneran, y está revitalizando el cuartel, en el que acaban de enrolarse numerosos campesinos que ayer trabajaban por cuenta vuestra. Solo es un ejército de miserables, ciertamente, pero están mejor pagados que en vuestras tierras y la obedecen.

—Siento abandonaros tan pronto —lamentó el ministro de Economía—, pero me han citado en palacio a última hora de la mañana, y a Ahotep no le gusta esperar.

Los demás funcionarios lo imitaron, alegando todos ellos una tarea urgente.

—¡Qué pandilla de cobardes! Por fortuna, tú, mi secretario particular, sigues siéndome fiel. Juntos pondremos en marcha una contraofensiva.

—Lo lamento, pero soy escriba y no tengo afición alguna por la cría de aves. Heray me ha ofrecido un puesto más acorde con mi competencia.

—¡Fuera de aquí, canalla!

Al borde del ataque de nervios, el ministro vació la mitad de una pequeña jarra de licor de dátiles.

¿Cómo había conseguido aquella chiquilla destruir su feudo tan deprisa e inclinar a su favor a hombres de experiencia cuya carrera él había forjado?

Recuperando el ánimo, llegó a una conclusión inquietante: la joven reina era realmente peligrosa y, por lo tanto, capaz de otras hazañas.

Por eso, tenía que informar enseguida a sus amigos hicsos, a quienes les comunicaba desde hacía mucho tiempo todo lo que ocurría en Tebas.

Tebas no era ya su patria y vería su destrucción con el mayor placer.

Con evidente alivio, el ministro de Economía recibió la noticia de la supresión de su puesto. El anciano solo aspiraba a un apacible retiro y agradeció a la reina que se lo concediera.

En menos de una semana, Ahotep había conseguido desmantelar un gobierno fantoche para concentrar todos los poderes en el estrecho círculo compuesto por su madre, su esposo, el intendente Qaris y el superior de los graneros Heray. No había elegido por azar a este último: protestaba desde siempre contra la ocupación de los hicsos, y Qaris lo había distinguido como segundo.

Quedaba por resolver el problema planteado por el general en jefe del ejército tebano, tan fantasmagórico como las capas otoñales de bruma matinal, pronto disipadas por el sol.

Aunque era el de más edad de todos los dignatarios, el oficial superior aún tenía buen aspecto.

—Estoy a vuestras órdenes, majestad. —¿De cuántos hombres disponemos?

—En teoría, de quinientos; en realidad, de no más de cuarenta soldados de verdad. ¿Por qué iba a reclutar otros si Tebas no piensa resistirse a los hicsos?

—Ya no es así —rectificó Ahotep.

—¡Mucho mejor, majestad! ¿Puedo daros un consejo?

—Te escucho.

—Dejad a la vista una pandilla de inútiles que se muestren como el ejército oficial. Esa añagaza seguirá haciendo sonreír a los hicsos. Cread una unidad secreta donde se formen verdaderos guerreros, aptos para manejar todo tipo de armas. Será un proceso largo, pero eficaz. Y no veo otro medio de instruir un verdadero ejército de liberación.

—¿Quieres encargarte de esa tarea?

—No tengo fuerzas para ello, majestad. La enfermedad me corroe y me resistía a ella con la loca esperanza de que alguien devolviera a Tebas el orgullo perdido. Puesto que estáis ya aquí, puedo morir tranquilo.

Aquella misma noche, el viejo general entregó su alma y Seqen fue nombrado jefe del ejército.

Tras vacilar largo tiempo, el ex ministro de Agricultura había tomado la única decisión que se imponía: acudir personalmente a Avaris para informar al emperador. La irrisoria revolución tebana no iría muy lejos, claro estaba, pero Apofis le agradecería su plena y total fidelidad.

Desde su destitución, el ex ministro había sido abandonado por todos y no tenía ya confianza en nadie. Entregar un mensaje a un correo, incluso muy bien pagado, habría sido en exceso peligroso. Abandonar Tebas, sus tierras y sus bienes, lo exasperaba, pero pronto regresaría con el ejército hicso e iba a vengarse con una crueldad que la orgullosa Ahotep ni siquiera imaginaba.

—Puesto de control a la vista —anunció uno de los porteadores.

—Deteneos —ordenó el ex ministro, bajando de su silla y dirigiéndose hacia los soldados.

Estando tan cerca de Ciptos, debía de tratarse de elementos prohicsos; en caso contrario, el fugitivo daría media vuelta y pasaría por otro camino.

—Milicia del emperador —declaró un fortachón armado con una jabalina.

—Soy el ministro tebano de Agricultura y debo dirigirme sin tregua a Avaris para entrevistarme con nuestro soberano.

—¿Tú, un tebano, reconoces la autoridad de Apofis?

—¡Trabajo para él desde hace mucho tiempo! Soy sus ojos y sus oídos en Tebas. Si me escoltáis hasta la capital, recibiréis una hermosa recompensa.

—De modo que Ahotep tenía razón —dijo la grave voz de Seqen, que apareció detrás del ex ministro—: eres, en efecto, un traidor.