Tienes razón, Ahotep —afirmó Teti la Pequeña—. El mal de ojo ha caído sobre nosotros y, especialmente, sobre nuestro nuevo rey.
—¿Cómo librarle de él?
—Es preciso que ambos poseáis el heka, ese poder mágico que desvía los efectos perniciosos de los acontecimientos. Sin él, ningún éxito es posible. El mal de ojo os impide el acceso… Afortunadamente, el modo en que se ha manifestado revela su origen. El sauce es el árbol sagrado del templo de Dendera. Sin duda, ha sufrido graves daños, de los que los dioses hacen responsable al faraón.
—Reparémoslos —decidió la reina.
—¡Dendera está en zona ocupada, Ahotep!
—Una pareja de campesinos y su asno no despertarán la desconfianza de los hicsos.
¡La pareja real, sin defensa, por los caminos controlados por el ocupante! Era una locura a la que Teti la Pequeña no tenía poder para oponerse.
Al acercarse a la aduana de Coptos, Viento del Norte no redujo su paso. Aquello significaba que los aduaneros no crearían dificultad alguna a los viajeros.
De hecho, apáticos bajo el sol de mediodía, se limitaron a inspeccionar con rapidez los sacos que llevaba el asno y tomar dos pares de sandalias nuevas como pago del peaje.
Construido en tiempos de las pirámides y perdido en una alejada campiña, el templo de Dendera estaba dedicado a la diosa Hathor. El abandono de los jardines que precedían el edificio demostraba que no había ya sacerdotes ni empleados suficientes para cuidarlo correctamente.
Viento del Norte se quedó inmóvil y olisqueó largo rato la atmósfera. Apaciguado, se puso de nuevo en marcha.
—No hay hicsos por los alrededores —concluyó Ahotep. Una mujer de edad salió al atrio.
—Soy la gran sacerdotisa de este templo —declaró—. Hoy es demasiado pobre para acoger y nutrir a los viajeros. Os ruego, pues, que prosigáis vuestro camino.
—No pedimos nada —respondió Ahotep—. Venimos a ver el sauce.
—Nuestro árbol sagrado está muriéndose, como el país entero. Ni vosotros ni yo podemos remediarlo.
—No opino así, gran sacerdotisa.
—Pero ¿quién sois vos?
—Ahotep, soberana de las Dos Tierras.
—¿Ha muerto, acaso, Teti la Pequeña?
—Mi madre está viva, pero me legó el poder.
—El poder, majestad… ¿Qué poder?
—Tal vez el de regenerar el sauce de Dendera.
—¡Es imposible, ay! Ni siquiera podréis acercaros.
—Insisto, gran sacerdotisa.
Con paso cansado, la anciana condujo a los dos visitantes hasta la parte trasera del templo.
En medio de un estanque, un gran sauce de hojas marchitas estaba tan inclinado que no tardaría ya en derrumbarse. Cuando Ahotep pasaba por encima del murete para ver de más cerca el árbol, el agua comenzó a hervir y las fauces de un cocodrilo amenazaron a la intrusa, que se batió en retirada.
—Nuestro genio protector se ha vuelto contra nosotros —reveló la gran sacerdotisa—. Cuando el sauce caiga, el mal de, ojo habrá triunfado.
—Lo enderezaré —dijo Seqen, movido por una imperiosa fuerza.
—No arriesguéis vuestra vida —recomendó la gran sacerdotisa.
—¿Conocéis aún las fórmulas de la erección del sauce? —le preguntó Ahotep.
—Sí; pero se trata de un rito real, que no se ha practicado desde hace mucho tiempo.
—Recitadlas. Yo magnetizo a Seqen.
Ahotep adoptó la postura de las diosas, cuyas manos emitían ondas vivificantes para sus protegidos, mientras la gran sacerdotisa hacía vibrar los sones de los antiguos textos. Celebraban el momento en que, por efecto del sol en su cenit, el árbol sagrado se erigía hacia el cielo en toda su altura.
Rechazando el miedo, Seqen penetró en el estanque. Si el cocodrilo lo atacaba, Ahotep acudiría en su ayuda. Pero el reptil[7] retrocedió. Furiosa, su cola azotó el agua; luego, los sobresaltos se calmaron y Seqen llegó al pie del árbol. Se inclinó, hundió una mano y sacó del estanque un pequeño cocodrilo de madera.
—¡He aquí el monstruo dominado!
—¡Mirad el árbol! —exclamó la gran sacerdotisa.
El sauce se levantó lentamente y las hojas se volvieron para ofrecer a la luz las caras interiores, de un hermoso color plateado.
—El mal de ojo ha sido vencido —advirtió Ahotep.
—¿Cómo es posible? —se extrañó la gran sacerdotisa—. ¡Solo un faraón legítimo puede llevar a cabo esta hazaña!
Silenciosos y recogidos, Ahotep y Seqen la contemplaron.
—Vos, la reina de Egipto… Y vos, su esposo, el rey… Es cierto, ¿verdad? ¡Pero no lleváis escolta ni servidores, y parecéis dos campesinos!
—De lo contrario sería imposible desplazarnos por zona ocupada —dijo Ahotep—. Puesto que el maleficio se ha roto, dadnos el heka.
—Debéis dirigiros a Heliópolis para obtener el más poderoso.
—Esa ciudad santa está muy cerca de la capital de los hicsos —objetó Ahotep—. Seríamos detenidos antes de llegar. —Entonces, majestad, el heka de la diosa Hathor tendrá que bastaros. Debido al mal de ojo y a la debilidad del sauce, esa energía ni siquiera llega ya al templo. Esperemos que el enderezamiento del árbol haya restablecido la armonía.
La pareja siguió a la gran sacerdotisa hacia el interior del santuario, hasta la capilla del oriente, que albergaba una naos de granito rosa. En cuanto abrió las puertas, una suave luz brotó de la estatua de oro de la vaca Hathor.
—Dejad que el heka os bañe —aconsejó la gran sacerdotisa—. Es el poder de la luz que el Principio creó cuando puso en orden el universo. Gracias a esta fuerza, llevaréis a cabo acciones útiles y detendréis los ataques del destino.
Dándose la mano, Ahotep y Seqen olvidaron el tiempo y vivieron el amor de la diosa.
El afgano, el Bigotudo y una decena de resistentes comían pescado seco y pan duro en su madriguera campesina, al sur de Menfis. No había sido detectado ningún movimiento del ejército hicso desde la devastadora expedición del almirante Jannas.
—Un centinela anuncia la llegada de un amigo —dijo el Bigotudo.
Todos tomaron las armas.
—Es el hijo del posadero. El mozo estaba algo alegre.
—Hay un individuo extraño que bebe cerveza en casa —declaró—. Afirma ser correo y estar al cargo de un despacho especial.
—Nos encargaremos de él, muchacho.
Los resistentes aguardaron a que el correo saliera de la posada y se alejara lo bastante como para averiguar si gozaba de una protección a distancia.
El mensajero parecía estar solo.
Cuando tomaba un camino que conducía a la aldea próxima, el Bigotudo se lanzó sobré él y lo dejó sin sentido de un solo puñetazo.
Le registraron con rapidez.
—¡Una carta, sellada, de Avaris!
El egipcio rompió el sello y desenrolló el papiro.
—Apasionante —afirmó el Bigotudo—, un mensaje de Khamudi para el comandante de la fortaleza de Gebelein. Dice que Tebas sigue libre y que está congregando a los rebeldes. ¡Fabuloso! Ahora sabemos lo que tenemos que hacer. Reunamos a los resistentes y vayamos a la ciudad de Amón. ¡Juntos seremos más fuertes!
—No nos moveremos de aquí —decretó el afgano.
—Pero… ¿no me has oído?
—Muy al contrario, y con la mayor atención.
—¿Por qué vacilar, pues?
—Porque es una trampa. ¿No te sorprende que un correo hicso viaje solo, llame la atención en una taberna y no goce de protección militar alguna?
—Visto de ese modo…
—No tenemos noticia alguna de Tebas, que, probablemente, ha sufrido la misma suerte que Menfis. El emperador quiere atraernos allí para eliminar a los últimos resistentes, que caerán en una emboscada en el camino que lleva a la ciudad de Amón. Rabioso, el Bigotudo desgarró el papiro en mil pedazos.