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Ciertamente no era para presumir, pero los resultados de las últimas semanas devolvían la moral a los más despechados. En Avaris, ningún resistente había sido detenido. Quienes permanecían en la capital para obtener informaciones debían transmitirlas con infinita precaución, pero la red de comunicaciones puesta en marcha por el Bigotudo, más desconfiado que un felino, funcionaba bien. Eliminados los elementos sospechosos, las consignas y los códigos cambiaban con frecuencia.

En Menfis, las perspectivas mejoraban. Tras haber sido identificados varios delatores hicsos, las pequeñas células de resistencia resultaban, por fin, impenetrables. Carecían de armas, de estrategia y de jefe, pero hablaban de porvenir y se convencían de que la libertad no estaba del todo muerta.

El afgano seguía aplicando su método: privar al emperador del mayor número de ojos y oídos. En cuanto un informador hicso era descubierto, el resistente organizaba una emboscada con dos o tres camaradas y extirpaba el chancro. Prudente, se tomaba el tiempo necesario y no vacilaba en modificar una operación en caso de duda, aunque fuera mínima; meticuloso, no dejaba tras él huella alguna. Impaciente al principio, el Bigotudo había acabado reconociendo la eficacia de aquel trabajo de hormigas. Gracias a los progresos realizados, había sido posible que la cabeza de la organización se instalase en plena ciudad, junto al gran templo de Ptah. El afgano, el Bigotudo y sus lugartenientes vivían en una vieja casa de dos pisos, rodeada por talleres de carpinteros.

Cuando la policía de los hicsos inspeccionaba el barrio, los resistentes eran avisados enseguida por un centinela, instalado en la terraza de la casa, en la esquina de la calleja, o por un anciano, sentado enfrente, que levantaba su bastón. Como última medida de seguridad, había un perro que ladraba de un modo especial. A pesar de la vigilancia, la resistencia conseguía tejer su telaraña. Cada vez más oprimida, la población de Menfis odiaba a los hicsos. La mayoría tenía demasiado miedo como para rebelarse, pero cada cual estaba dispuesto a ayudar a quienes se habían decidido a reconquistar la libertad. Tanto entre los viejos como entre los jóvenes se manifestaba algún interés; pero ¿cuántos eran los realmente implicados?

—Un sacerdote de Ptah desea vernos —dijo el Bigotudo.

—¿Quién le recomienda?

—Un panadero del templo, un contacto muy seguro.

—¿Has hecho seguir al sacerdote?

—Por supuesto.

—Que el panadero le cite en la primera calleja al norte del templo. Yo iré a verle; tú te ocultarás con dos de nuestros hombres. Al menor incidente, mata al sacerdote. Si los hicsos son demasiado numerosos, lárgate.

—No voy a abandonarte.

—Si es una emboscada, tendrás que hacerlo.

Aunque no advirtió nada anormal, el afgano seguía ojo avizor. Regresó sobre sus pasos, hizo ademán de alejarse y luego volvió hacia el hombre que estaba sentado en un taburete, con los ojos cerrados.

—¿Eres tú el sacerdote?

—Tres son todos los dioses. ¿Conoces el desierto?

—Solo me gusta la tierra negra.

Las fórmulas de identificación se habían dicho correctamente. El afgano se sentó a la izquierda del egipcio, que le ofreció unas cebollas.

—¿Qué quieres proponernos, sacerdote?

—El levantamiento del barrio norte de Menfis y de la mayoría de los descargadores del puerto. Penetraremos en el arsenal, tomaremos gran cantidad de armas y nos apoderaremos, luego, de varios barcos hicsos.

—Es muy peligroso… Aun en caso de éxito, será un baño de sangre.

—Soy consciente de ello.

—¿Quién mandará?

—El sumo sacerdote de Ptah en persona. Necesita tu organización para eliminar a los centinelas hicsos que vigilan el arsenal y provocar disturbios en el barrio sur. La policía se desplazará en masa hacia allí mientras nosotros atacamos el puerto.

—Corremos el riesgo de ser exterminados.

—De todos modos, lo seremos un día u otro… Aunque solo tengamos una oportunidad sobre mil de recuperar Menfis, vale la pena intentarlo.

—Tienes razón, sacerdote. ¿Fecha de la operación?

—Dentro de tres días, al anochecer.

—Esta misma noche reuniré a los principales miembros de la organización. Volveremos a vernos aquí, mañana al amanecer, y te daré detalles de nuestro plan.

En la casa de los resistentes, la noche había sido larga y entusiasta. Pese a las advertencias del afgano y el Bigotudo, sus camaradas estaban impacientes por vérselas con los hicsos e infligirles una humillante derrota. La decisión del sumo sacerdote de Ptah era de capital importancia: los demás servidores de los dioses le imitarían y la revuelta se extendería, muy pronto, por todo el país.

Intentando mantener la cabeza fría, el Bigotudo había puesto a punto minuciosamente las maniobras de distracción y de eliminación de los centinelas. Había tenido que calmar a algunos exaltados, que ya se veían derribando al propio Apofis. Todos habían acabado aceptando las órdenes estrictas y se habían dispersado con la esperanza en el corazón.

—Vayamos a tomar el aire en la terraza —propuso el afgano. El Este se enrojecía; algunas nubes retrasaban el nuevo triunfo del sol resucitado.

—El centinela de la esquina no está en su puesto —advirtió el afgano.

El Bigotudo se asomó.

—Tampoco el viejo… Se han ido a dormir.

—¿Los dos juntos? ¡Va contra las consignas de seguridad! Unos ladridos turbaron el silencio.

Les sucedieron, de inmediato, los gemidos de dolor de un perro golpeado hasta morir.

—Han matado al perro y a los centinelas… Larguémonos de aquí, Bigotudo. ¡Nos han vendido! No, no por la calleja… Solo nos quedan los tejados.

El almirante Jannas había decidido atacar al alba, cuando los sacerdotes celebraban los primeros ritos invocando a un faraón al que no asimilaban con Apofis. Puesto que el clero se sumía en esa disidencia espiritual y proporcionaba ayuda material a los terroristas, la mejor solución consistía en quebrantarlo por completo.

Jannas consideraba que algunos arrestos y el cierre de los templos bastarían, pero Khamudi, portavoz del emperador, había exigido mucho más: la ejecución de los religiosos y la destrucción de los edificios sagrados de la vieja capital.

Sin comprender por qué, la orden había escandalizado al almirante. Sin embargo, él, un guerrero hicso, estaba acostumbrado a sembrar el terror y la desolación. Tal vez unas victorias demasiado fáciles y la acomodada vida egipcia lo habían ablandado. Tampoco debería haberse extrañado ante el comportamiento de Khamudi con las esclavas.

Meter en vereda a la orgullosa Menfis disiparía esas vacilaciones.

—Almirante, ¿cómo distinguir a los sumos sacerdotes de sus subordinados? —le preguntó un oficial.

—No se distinguen. Matad a todos los que encontréis en los templos y quemad sus cadáveres.

—¿Está autorizado el pillaje?

—Por supuesto. No quiero que quede en pie ninguno de los templos de Menfis.

—¿Y… las mujeres?

—Que los soldados las utilicen. Cuando se ponga el sol, que todos los oficiales informen.

Sudoroso, al Bigotudo le costaba recuperar el aliento. Descubiertos por unos policías hicsos, el afgano y el egipcio habían tenido que saltar de tejado en tejado, a riesgo de romperse la cabeza. Una flecha había rozado, incluso, la sien del Bigotudo, pero los dos resistentes se habían mostrado más ágiles que sus perseguidores y habían conseguido despistarlos.

—¡Allí, afgano, mira allí! ¡Unas llamas, unas llamas gigantescas!

—Es el gran templo de Ptah que arde. El egipcio sollozó.

—El gran templo de Ptah… ¡No es posible! ¡No se habrán atrevido!

—Muchos egipcios van a morir hoy, y Menfis quedará aniquilada. Tenemos que encontrar otra base después de recuperar a los que hayan podido escapar de la matanza.

—Faltaban tres días… ¿Cómo ha sabido ese demonio de Apofis que era preciso lanzar ese ataque preventivo?

—Precisamente, porque es un demonio.

—Entonces, es inútil proseguir.

—Incluso los demonios tienen sus debilidades, amigo. En mis montañas, estamos acostumbrados a combatirlos. Créeme, no siempre salen vencedores.