El sumo sacerdote de Karnak no conseguía dormir, de modo que decidió levantarse, salir de su casita construida a orillas del lago sagrado y pasear por los dominios del dios Amón.
¡Cómo le habría gustado que se hubieran iniciado unas grandes obras! ¡Cómo hubiera deseado ver que el templo crecía y se embellecía! Pero Tebas estaba exangüe, y no había ya faraón. Karnak se sumía en un sueño mortal.
La noche era espléndida.
El decimocuarto día de luna creciente, el ojo izquierdo de Horus, concluía; de nuevo, Set había intentado en vano hacerlo pedazos. Thot, el dios del conocimiento, había pescado el ojo con su red en el océano de energía para que brillara de nuevo e hiciese florecer los minerales y las plantas. ¿No era la luna reconstituida la imagen del vigor vivificante y el símbolo del Egipto feliz, dotado de la totalidad de sus provincias?
El sumo sacerdote se frotó los ojos.
Lo que estaba viendo solo podía ser un espejismo. Sin embargo, estaba completamente despierto y no sufría ningún trastorno ocular.
Para estar seguro de que no se engañaba, contempló aquella luna llena durante largos minutos.
Seguro ya, se dirigió hacia palacio tan rápidamente como se lo permitían sus viejas piernas.
—Perdonad que os arranque del sueño, intendente, pero es demasiado importante.
—No estaba durmiendo, sumo sacerdote.
—Hay que avisar a su majestad.
—Está muy fatigada —indicó Qans— y necesita reposo.
—¡Mirad la luna! ¡Miradla bien!
Desde una de las ventanas de palacio, Qaris descubrió el increíble espectáculo.
Trastornado, corrió hasta la alcoba de la reina y la despertó con cuidado.
—¿Qué ocurre, Qans?
—Un acontecimiento extraordinario, majestad. El sumo sacerdote y yo somos testigos de ello, pero solo vos decidiréis si nuestros ojos no nos engañan. Os bastará con observar la luna llena. A su vez, Teti la Pequeña contempló el mensaje del cielo.
—¡Ahotep! —murmuró estupefacta—. ¡Es el rostro de Ahotep! La reina y el intendente se reunieron con el sumo sacerdote.
—El oráculo se ha expresado, majestad; que la princesa lo vea también, y sabremos cómo interpretarlo.
—Risueño guarda sus aposentos —recordó Qaris—. No dejará entrar a nadie.
—Es demasiado importante… Correré el riesgo. Quedaos detrás de mí.
En cuanto el sumo sacerdote se acercó, el enorme perro abrió los ojos y levantó su pesada cabeza que reposaba en un confortable cojín.
—El cielo ha hablado; es preciso que tu dueña oiga su voz. Risueño emitió una especie de lamento, que la princesa reconoció de inmediato. Tras besar tiernamente a Seqen en la frente, vistió una túnica y abrió la puerta de la habitación.
—Sumo sacerdote…, ¿qué estáis haciendo aquí?
—Mirad la luna llena, princesa.
—Es espléndida. El ojo se ha llenado de nuevo, y el sol de la noche disipa las tinieblas.
—¿Nada más?
—¿No es eso un signo de esperanza que debe incitarnos a proseguir la lucha?
Aparecieron Teti la Pequeña y Qans.
—Mira bien —insistió la reina.
—Pero ¿qué debo ver?
—El oráculo se ha expresado —repitió el sacerdote— y ahora conocemos la voluntad del cielo. Vos debéis sacar las consecuencias.
—Me niego —declaró Ahotep—. Eres la reina legítima y debes seguir siéndolo.
—Somos tres los que hemos visto tu rostro en la luna llena —precisó Teti la Pequeña—, y tú no te has reconocido. El significado de una señal tan extraordinaria es indudable: tu papel consiste en encarnar en la tierra su poder regenerador. Ha llegado el momento de que me retire, Ahotep; me siento vieja y cansada. Solo una joven reina, dotada de la magia de esta función, puede devolver a Tebas el vigor que le falta.
—¡No tengo ganas de ocupar tu lugar, madre!
—No se trata en absoluto de eso. Lo invisible se ha manifestado; el sumo sacerdote ha autenticado el oráculo. ¿Acaso te rebelas contra la palabra del cielo, donde viven las almas de los faraones a los que veneras?
—Quiero consultarlo a la diosa Mut.
Ojo de la luz divina, portadora de la doble corona, esposa del Príncipe, alimentada por Maat, varón y hembra al mismo tiempo, Mut se apareció a Ahotep en el lugar del silencio.
Ahotep se atrevió a mirar la estatua, débilmente iluminada por un rayo de luz que pasaba por una pequeña abertura practicada en el techo de la capilla.
—Me permitiste tocar tu cetro y me has hecho probar tu poder. Gracias a ti, llevé a cabo mis primeros combates y me siento dispuesta a proseguir la lucha, sean cuales sean los peligros. Pero el sol nocturno exige todavía más: que me convierta en reina de Egipto. No deseo esa carga. Me parece demasiado pesada para mis hombros. Pero desafiar el oráculo y rechazar la voluntad de los dioses agravarían más aún el desamparo de Tebas, y los resistentes perderían toda esperanza. En este instante, estoy perdida y te necesito para trazar mi camino; de modo que responde a mi pregunta: ¿debo aceptar la decisión de la luna llena?
Los ojos de la estatua se enrojecieron; la sonrisa de la leona se acentuó.
Y la cabeza de granito se inclinó de arriba abajo, muy lentamente, por tres veces.
Desde la terraza de palacio, Teti la Pequeña y Ahotep contemplaban la orilla oeste de Tebas, donde el sol no tardaría ya en ponerse para afrontar la prueba de la muerte y preparar su resurrección. Levantada ya, la luna brillaba con insólito fulgor.
—¿Qué es una reina de Egipto, hija mía? La soberana de las Dos Tierras con su hermoso rostro, lleno de gracia, la del dulce amor que apacigua a la divinidad, la que posee el encanto, dispone de una voz amante cuando canta los ritos, la de las manos puras cuando maneja los sistros, la hechicera que llena el palacio con su perfume y su rocío, y no pronuncia palabras inútiles… Única capaz de ver a Horus y a Set apaciguados, conoce los secretos del eterno combate que libran en el cosmos los dos hermanos. Cada uno de ellos vive de oír a la reina, pues logra conciliar los contrarios y hacer que reinen Maat y Hathor, la rectitud y el amor.
—¡Son tareas imposibles, madre!
—Son, sin embargo, las que los sabios del tiempo de las pirámides confiaban a una reina de Egipto. Muchas de las que me precedieron consiguieron cumplirlas; yo he fracasado. Tú, que vas a sucederme, no las pierdas nunca de vista. Cuanto más se sube en la jerarquía, más grandes son los deberes; tú ocuparás la cima, y no tendrás ya reposo ni excusa.
Ahotep tuvo miedo, un miedo más intenso y profundo que todos los que había sentido hasta aquel instante. La princesa habría preferido encontrarse frente a varios soldados hicsos antes que frente a aquella frágil mujer, cuya grandeza acababa de advertir.
—La Casa de la Reina agoniza, hija mía. Tendrás que reconstruirla, rodearte de personas competentes y fieles, dirigir sin enfrentamientos, hacer próspero lo que toques. Lamento que el cielo sea tan implacable contigo, atribuyéndote una función tan pesada cuando nuestro país parece a punto de desaparecer. Eres nuestra última oportunidad, Ahotep.
De pronto, la espléndida morena tuvo ganas de volver a ser niña, de prolongar su adolescencia, de gozar de su belleza, de aprovechar los placeres de la existencia antes de que las mortíferas tinieblas cubrieran Tebas.
—Demasiado tarde —dijo la reina, que leía los pensamientos de su hija—. El oráculo ha hablado, has obtenido la conformidad de la diosa Mut y tu destino se ha grabado en la piedra de su estatua. Solo un acontecimiento podría impedir que se cumpliera.
—¿Cuál, madre?
—Que no sobrevivieras a tu iniciación.