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Tany lanzó su espejo contra una pared con la esperanza de romperlo, pero el magnífico disco de cobre resistió el golpe y la esposa del emperador de los hicsos se empeñó en pisotearlo.

Nacida en el Delta, cerca de Avaris, Tany había tenido la suerte de gustar al emperador, cuya fealdad la fascinaba; no obstante, no soportaba que se hablara de su propia fealdad, o que se burlaran de ella por los corredores de palacio. Baja y gorda, lo había probado todo: remedios adelgazantes, productos de belleza, aplicaciones de barro…, una sucesión de fracasos, a cuál más doloroso.

Puesto que solo le gustaba la cocina grasa, los platos con salsa y los pasteles, Tany se negaba a renunciar a ellos y trataba de charlatanes a los médicos de palacio.

Demasiado ocupado por el gobierno, su poderoso esposo no se preocupaba en absoluto de las mujeres. La gélida sangre que corría por sus venas no le incitaba a los juegos del amor, y si de vez en cuando violaba a alguna noble joven egipcia reducida a la esclavitud, lo hacía solo para demostrar que ejercía un poder absoluto sobre sus súbditos.

De linaje modesto, Tany se complacía mucho martirizando a las grandes damas que estaban a su servicio y de las que habría sido, sin la invasión de los hicsos, una humilde sirvienta. No perdía ocasión de humillarlas y rebajarlas al máximo. Nadie podía desobedecerla y menos aún rebelarse, pues, tras una simple palabra de la esposa del emperador, la insolente era, primero, azotada y, luego, decapitada. No transcurría ni una sola semana sin que Tany se complaciera con el espectáculo de este tipo de ejecuciones.

La única sombra en el horizonte era la llegada a palacio de la esposa de Khamudi, una rubia opulenta que no dejaba de hacer arrumacos y mover la cabeza como una oca, sobre todo en presencia del emperador. Pero la maldita Yima sabía que su marido no soportaría la menor cana al aire. ¿No había estrangulado Khamudi, con sus propias manos, a su anterior esposa, a la que había hallado en brazos de un amante? Tany, a la que Apofis negaba los títulos de emperatriz y reina de Egipto, apreciaba a Khamudi. Era violento, ambicioso, implacable, calculador y mentiroso. En resumen, las cualidades indispensables para convertirse en un dignatario hicso. Ciertamente, nunca le llegaría al tobillo a su amo Apofis y le interesaba permanecer en segundo plano. De lo contrario, la propia Tany se encargaría de poner fin a su brillante carrera.

—Maquíllame correctamente —ordenó con sequedad a una de sus sirvientas, cuya familia había sido una de las más ricas de la ciudad de Sais.

Pese a la habilidad de la maquilladora, el resultado fue desastroso.

Deseando atenuar los desabridos rasgos y las características viriles del rostro, la infeliz solo había conseguido acentuarlos.

—¡Te estás burlando de mí! —gritó Tany, golpeándola con el espejo.

Herida, la sirvienta se derrumbó.

—Libradme de esto —exigió a las demás, mudas de horror— y lavadme la cara. Debo ver al emperador.

—¡Sé rápida y concisa, Tany! El gran consejo me aguarda.

—No me mezclo en política, pero tengo una información interesante.

—Muy bien, deja de murmurar y habla.

—Una de mis sirvientas lo ha confesado bajo tortura: los egipcios siguen haciéndose regalos sin declararlos al fisco. He hecho una lista de los culpables.

—Buen trabajo, Tany.

El emperador abandonó su despacho para sentarse en la silla de manos que le llevó al templo de Set, bajo la estrecha vigilancia de su guardia personal. Protegido por el dios de la tormenta, anunciaría a los altos funcionarios hicsos las directrices económicas que deberían aplicarse sin señal de debilidad.

Gracias a su esposa, comprobaba que las reglas de la vieja economía egipcia seguían vivas y que aún sería necesario algún tiempo para aniquilarlas. «Cuanto más rico se es, más se ofrece», afirmaban los faraones, aplicándose a sí mismos la ley. La generosidad era una obligación social, y el beneficio no podía ser un objetivo. Un grande desprovisto de generosidad destruía su reputación, abandonaba el dominio de Maat y se convertía fatalmente en un mediocre, condenado a perder lo que creía haber adquirido.

La calidad de un producto era considerada más importante que su valor mercantil, y verificarla correspondía a los templos, al mismo tiempo que aseguraban la buena circulación de las ofrendas para que se cumpliera uno de los primeros deberes del Estado faraónico: la coherencia social vinculada al bienestar de cada individuo.

Cada cual era libre de fabricar por sí mismo aquello que necesitaba, en función de sus aptitudes manuales, y se procuraba el excedente gracias al trueque que se extendía a los servicios. Por ejemplo, el escriba deseoso de que le construyeran una casa redactaba la correspondencia del albañil a cambio de las horas de trabajo del artesano.

Así, en la comunidad egipcia de las Dos Tierras, todo individuo era, a la vez, deudor y acreedor de varios otros actores de la economía. El faraón velaba por la reciprocidad de los dones y la buena circulación de la generosidad. El que recibía tenía que dar, aun en menor cantidad, aun con retraso. Y el rey, que tanto había recibido de los dioses, tenía que dar a su pueblo la prosperidad espiritual y material.

Apofis execraba esa ley de Maat, esa solidaridad que unía a los seres allí y en el más allá. Los hicsos habían comprendido que era un obstáculo para el pleno ejercicio del poder y el enriquecimiento de la casta dirigente.

En el atrio del templo de Set, Khamudi aguardaba a su amo.

—Señor, se han tomado todas las medidas de seguridad.

Un pesado silencio reinaba en el interior del edificio. Ni un general, ni un gobernador de provincia, ni un jefe de servicio administrativo faltaba. Encogidos y ansiosos, temían la suerte que el emperador les reservaba.

Éste se tomó el tiempo de saborear el temor que inspiraba antes de revelar sus decisiones.

—La ley de Maat queda definitivamente abolida —declaró—. Por consiguiente, no necesitamos ya visir ni magistrados. Yo mismo impartiré justicia, con mis ministros, y el más importante llevará el título de gran tesorero del Bajo Egipto. Confio esta función principal a mi fiel Khamudi, que será también mi portavoz. Él hará que mis decretos se redacten sobre papiro y los difundirá por todo el Imperio, para que nadie los ignore.

Khamudi sonrió de satisfacción. Se convertía oficialmente en el segundo personaje del Estado e imaginaba ya los fabulosos beneficios que obtendría controlando la industria del papiro. ¿No era difundir por escrito las directrices de su dueño una exaltante tarea? En un futuro próximo, todos los súbditos del Imperio pensarían del modo adecuado, y los contestatarios no tendrían ya derecho a hablar.

—Nos hemos mostrado demasiado tolerantes con los vencidos —prosiguió el emperador—, y esta actitud condescendiente debe cesar. La nueva ley es simple: o colaboran, o serán condenados a la esclavitud y a trabajos forzados en las minas. Por lo que se refiere a los ricos terratenientes, a los artesanos y a los mercaderes, tendrán que declarar al gran tesorero todo lo que poseen, y he dicho todo, incluido el más modesto objeto o el menor jirón de tela. Entonces, les impondremos tasas sobre su fortuna y quienes hayan mentido serán severamente castigados. Las brigadas de Khamudi procederán a frecuentes y profundas comprobaciones. Naturalmente, los miembros del clan dirigente no tendrán que pagar este impuesto.

Cada uno de los dignatarios contuvo un suspiro de alivio.

—No quiero que la palabra libertad vuelva a pronunciarse en mi Imperio —decretó Apofis—. Se promulgarán leyes para regir cualquier comportamiento social e individual y cada cual tendrá que adaptarse a ese nuevo código, cuyos garantes seréis vosotros. Exijo informes detallados sobre cualquiera que ejerza una responsabilidad, para estar informado de inmediato de si alguien carece de lealtad hacia mí. Mientras me obedezcáis ciegamente, vosotros, los altos funcionarios del Imperio hicso, seréis ricos y poderosos.

Un cananeo pidió la palabra.

—Majestad, ¿podemos aumentar los impuestos en todas las provincias?

—Es indispensable, en efecto. Los fijo a un veinte por ciento de todas las ganancias.

—Perdonadme, majestad…, ¿no es eso desmesurado?

—Llegaremos mucho más lejos, créeme. Y el pueblo pagará, so pena de represalia. Sabed también que todo navío deberá a palacio el diez por ciento de su carga: ese es el precio del derecho a circular por el Nilo y por nuestros canales.

A Khamudi se le hacía la boca agua.

—¿Alguna pregunta más?

—Sí, majestad —intervino un general sirio—. ¿Qué queda de la resistencia?

—Está casi aniquilada. Aún subsisten, ciertamente, algunos insensatos, pero ya se han tomado las medidas oportunas.

—¿Por qué no arrasamos Tebas?

—Tebas está bajo control —afirmó Apofis—. Me sirvo de ella como una trampa para atraer a los últimos resistentes y dejar un falso brillo de esperanza a los egipcios. El esclavo desesperado es menos productivo que el que cree en un porvenir, por lejano que esté. Añadiré que la inmigración masiva y las bodas forzosas modificarán profundamente la población. Dentro de unos decenios, la antigua civilización se habrá extinguido y Egipto será definitivamente hicso.