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El afgano y su mano derecha, el Bigotudo, echaron los racimos de uva en la cuba, y luego penetraron en ella para pisotearlos. El jugo comenzó a brotar por una abertura lateral, y un vendimiador, miembro de la organización, lo recogió en una jarra de terracota.

Los integrantes del pequeño grupo de resistencia habían abandonado Avaris, donde los controles de la policía eran tan intensos que no les permitían ya reunirse sin correr el peligro de ser denunciados y detenidos. El afgano había dejado, sin embargo, en cada barrio, algunos indicadores, con quienes se pondría en contacto a intervalos irregulares para no llamar la atención de la policía de los hicsos.

En la capital, controlada con mano de hierro por los esbirros de Khamudi, casi todos los egipcios, sometidos a la esclavitud, habían perdido la esperanza. Pero aún quedaban algunos, decididos a combatir hasta el fin.

En las campiñas del Delta, la crueldad de la ocupación no era menor, pero los campesinos resultaban más difíciles de organizar que los ciudadanos. Al afgano le había sorprendido su rechazo de la tiranía y su inquebrantable voluntad de librarse de ella. Por desgracia, no eran soldados y solo podrían formar un irrisorio ejército ante los regimientos hicsos.

Como repetía a menudo a los miembros de su organización, la única estrategia razonable era la paciencia, acompañada por una vigilancia sin cuartel. Era preciso convencer, poco a poco, a los alcaldes de los pueblos, a los pequeños patrones de las explotaciones agrícolas, sondear cada candidato a la resistencia para saber si tenía las disposiciones requeridas y si no era un espía hicso que intentaba infiltrarse.

Seguido por sus hombres, el afgano prefería un grupo pequeño, unido y seguro, a un gran número de partidarios incontrolables y fáciles de descubrir. Era esencial, prioritario, eliminar el máximo de informadores hicsos, para que el emperador fuera volviéndose, progresivamente, sordo y ciego.

—Será un buen vino —predijo el Bigotudo—. Lamentablemente, casi toda la producción se destina al ocupante y a la exportación. Los egipcios están condenados a trabajos forzados, obligados a producir cada día más, mientras revientan de hambre.

—No te lamentes, amigo.

—Apofis acaba de hacerse coronar faraón y nunca ha sido tan poderoso. Su imperio no deja de crecer, y su ejército, de reforzarse.

—Es cierto.

—¿Cómo puedes permanecer sólido como una roca?

—Si quiero recuperar mi fortuna y restablecer un comercio normal entre mi país y Egipto, la única solución es derrotar a los hicsos. Y soy más tozudo que un asno reticente.

—En el fondo de ti mismo, sabes que no tenemos la menor oportunidad.

—Es una pregunta que no me hago, y deberías imitarme. ¿Ha llegado nuestro hombre?

—Acaba de traer las sacas.

—Buen recluta en perspectiva, ¿no?

—¡Puedes estar seguro! Tiene tres barcos, doscientas vacas, un palmeral y da trabajo a más de ciento cincuenta campesinos, que le obedecen como un solo hombre. Nos ofrece un albergue seguro y una forja donde podemos fabricar armas.

El afgano y el Bigotudo salieron de la prensa. El egipcio no resistió el placer de beber zumo de uva mientras su compañero se lavaba.

Cerca, una cuba se destinaba a recoger el líquido que brotara de las sacas, en las que se prensaba el mosto según una técnica ancestral.

El futuro resistente era un sexagenario de pelo blanco y rostro autoritario.

—¿Tú eres el afgano?

—En efecto, soy yo.

—¡Y tú, un extranjero, se ha puesto a la cabeza de una organización de resistencia egipcia!

—¿Te disgusta eso?

—Lamento que ninguno de nosotros tenga ese valor… ¿Sabes a qué te arriesgas?

—Nada hay peor que la pobreza y el deshonor. En mi país, era un hombre rico y considerado, pero por culpa de los hicsos, lo he perdido todo. Me lo pagarán muy caro.

—¿No será un hueso demasiado difícil de roer?

—¡Bien se ve que no conoces a los afganos! Nadie los ha vencido nunca y nadie los vencerá. Pero dime…

—Deberíamos seguir trabajando. El lugar parece tranquilo, pero desconfio.

El Bigotudo miró una saca llena de mosto en los extremos de dos pértigas.

—¿Cómo se hace? —preguntó el afgano.

—Se disponen las pértigas en cruz y se hacen girar por encima de la cuba.

—Y hay que mantener entre ellas la separación adecuada —precisó el sexagenario—. Hace mucho tiempo que ya no me divierto con este tipo de ejercicio. ¡Así pareceremos tres perfectos vendimiadores!

Con agilidad, trepó a las pértigas que sujetaban ambos resistentes, las separó apoyando bien sus pies y mantuvo el equilibrio agarrándose a una de ellas.

—¡Hazlas girar ahora! La saca comenzará a prensarse y servirá de filtro para que brote el mosto.

Torpe al principio, el afgano imitó a su compañero.

—¿Y tú? —le preguntó al egipcio—, ¿eres consciente de los riesgos que corres? Eres un notable, el ocupante te tolera y, sin embargo, pretendes lanzarte a una aventura en la que tienes más posibilidades de perderlo todo que de triunfar.

—Hasta ahora, he andado con rodeos. Ya basta. He comprendido que la ocupación lleva a Egipto a la ruina y que tanto yo como los demás acabaremos aplastados bajo los pies de los hicsos. ¡Cuidado, no giréis demasiado deprisa! He estado a punto de perder el equilibrio…

—¿Estás realmente seguro de tus campesinos?

—Sus familias sirven a la mía desde hace varias generaciones, y todos odian a los hicsos. Los egipcios no son guerreros, lo admito, pero demasiados sufrimientos les darán la fuerza que les falta aún.

—Tu forja… ¿está a nuestra disposición?

—Habrá que andar con artimañas. La milicia de los hicsos que inspecciona mis tierras la utiliza para reparar sus armas pero, de todos modos, lograremos fabricar las nuestras.

—¿Tienes el metal necesario?

—Una pequeña provisión.

—¿Cómo la has obtenido? El egipcio vaciló.

—Si no nos lo decimos todo y no tenemos total confianza el uno en el otro —precisó el afgano—, no vale la pena que sigamos. Yo estoy dispuesto a cederte el mando de la organización, pero demuestra que eres capaz de asumirlo.

Ahora, las pértigas giraban con una hermosa regularidad y el mosto brotaba del mismo modo.

—Tenía un contacto en Avaris —reconoció el egipcio—, un primo que trabajaba en la gran forja de la capital y que había conseguido apoderarse de un poco de cobre. A consecuencia de un inesperado control, fue detenido.

—¿Cómo nos procuraremos la materia prima? —preguntó el Bigotudo.

—Ya encontraremos una solución —prometió su compatriota—; por ejemplo, falsificando los albaranes de entrega de los hicsos. El afgano se mostró incisivo.

—¿No habrás recibido la reciente visita de un dignatario?

—Sí… Pero ¿cómo lo sabes?

—Cuando nos disponemos a reclutar a un nuevo resistente, lo vigilamos. Cuestión de seguridad…

—Claro, comprendo…

—Yo comprendo menos tu entrevista con Khamudi —insistió el afgano—, el testaferro de Apofis.

—Es muy sencillo —protestó el egipcio—. Khamudi ha visitado todas las forjas de la región para controlar estrictamente la producción de armas.

—¡Falso! Solo visitó la tuya y habló largo rato contigo.

El afgano soltó de pronto la pértiga y el terrateniente cayó pesadamente al suelo.

—Mi nuca… —gimió—. Me he hecho daño, mucho daño… ¿Por qué…?

—Porque eres un traidor.

—Te equivocas… ¡Te juro que te equivocas!

—Claro que no —repuso el afgano, tomando de nuevo la pértiga para poner uno de sus extremos en la garganta del herido—. Te guardabas muy bien de mencionar tu amistad con Khamudi… Ahora bien, él te dio la orden de infiltrarte en mi organización, pues eres uno de los más fieles colaboradores del ocupante. Demasiado visible, canalla… ¡Tu patrón nos cree ingenuos y se equivoca!

—Te juro…

—¿Qué valor se debe conceder a la palabra de un traidor? Fue el Bigotudo quien, con todas sus fuerzas, hundió la pértiga en la garganta del espía hicso.

Con la laringe destrozada, murió en pocos instantes.

—La candidatura de ese tipo era demasiado hermosa para ser cierta —comentó el afgano—. Al menos, nuestro sistema de seguridad ha funcionado. No dejemos de reforzarlo.