Seqen se levantó, muy tranquilo. Ahotep le saltó al cuello.
—¡Has estado heroico!
—Sin la intervención de Viento del Norte habríamos sucumbido. La princesa se apartó y miró al muchacho con otros ojos.
—Es tu primera victoria, Seqen.
—No he tenido tiempo de sentir miedo, pues estaba loco de rabia contra ese canalla de Titi. Él nos ha vendido a los milicianos hicsos. Volvamos a Coptos y acabemos con él.
—¿Y si no fuera culpable?
—¡No neguéis lo evidente, princesa!
—Me ha parecido sincero y decidido a poner en marcha el plan que hemos concebido. ¿No habrá sido traicionado por sus propios hombres, a los que creía fieles? Los hicsos se han infiltrado en todas partes y el propio Titi me ha revelado que Coptos estaba lleno de delatores.
Seqen dudó.
—¿De modo que no ha sido él quien ha organizado esta emboscada?
—Tal vez no…
—¡De todos modos, os queda la duda!
—No tengo derecho a ser ingenua, Seqen.
Con gravedad, la princesa contempló los cuatro cadáveres.
—La primera batalla ganada al enemigo, ¿no es un momento extraordinario? Esos hicsos nos consideraban presas fáciles, condenadas al matadero, y ellos son los que yacen ahí, sin vida. ¡Qué su maldito emperador cometa el mismo error!
—Nuestro ejército solo está compuesto, aún, por una princesa, un asno y un guerrero novato —recordó Seqen.
Ahotep puso dulcemente sus manos en los hombros del muchacho.
—¿No comprendes que la magia acaba de cambiar de bando? ¡Ya no soportamos, sino que luchamos y ganamos!
Una extraña turbación invadió a Seqen.
—Princesa, yo…
—¡Pero si estás temblando! La reacción después del combate… Pasará.
—Princesa, quería deciros que…
—No dejemos a la vista estos cuerpos, arrastrémoslos hasta las cañas, a orillas del Nilo. Buitres, cocodrilos y roedores se encargarán de hacer que desaparezcan.
Precedida por Viento del Norte, la pareja pasó por el este de Tebas, en el lindero del desierto y los cultivos. Luego, el trío se dirigió hacia el río, con la esperanza de tomar una barca que los llevara a Gebelein, unos treinta kilómetros al sur.
A Ahotep le extrañó ver tan pocos campesinos trabajando. La mayoría de los campos parecían abandonados y no se oía a ninguno de los flautistas que, antaño, acompasaban los trabajos agrícolas. Era evidente que los agricultores ya no ponían ardor en el trabajo y se limitaban al mínimo esfuerzo.
Los viajeros no encontraron militares ni policías. La región tebana estaba abandonada a sí misma, sin protección alguna. Cuando los hicsos decidieran atacar la ciudad del dios Amón, no encontrarían la menor resistencia.
Consternada y furiosa, Ahotep tomaba conciencia de la gravedad de la situación. La última provincia libre de Egipto había doblado el espinazo, vencida de antemano, aguardando la llegada de los invasores.
Viento del Norte salió de un sendero demasiado despejado para abrirse camino a través de los bosquecillos de papiros. Se detuvo a un paso largo del río, bien oculto por una cortina vegetal.
Ahotep y Seqen comprendieron muy pronto las razones de esa prudencia: por el centro del Nilo navegaba un navío de guerra hicso. A proa y a popa, varios vigías observaban las orillas.
Así pues, la Marina del ocupante circulaba sin oposición alguna hacia el gran sur y Nubla, y pasaba, burlona, ante una impotente Tebas.
—Tomemos una pista del desierto —propuso Segen—. En el río, nos descubrirían muy pronto.
De unos diez metros de alto, el algarrobo de denso follaje ofreció a ambos tebanos y al asno un abrigo ideal para observar la fortaleza de los hicsos de Gebelein.
Tendidos uno junto al otro, Ahotep y Seqen estaban pasmados. ¿Cómo imaginar semejante monstruosidad tan cerca de Tebas? Espesos muros, un camino de ronda, torres cuadradas, fosos… Ése era el aspecto del impresionante edificio de ladrillos ante el que unos asiáticos se ejercitaban en el manejo de la lanza.
—Nunca Egipto había conocido tan macizas fortificaciones.
—Y solo es Gebelein —murmuró Seqen—. ¿Podéis imaginar Avaris, princesa?
—Al menos, sabemos con qué nos enfrentamos.
—Esta fortaleza es inexpugnable… ¿Y cuántas habrá por todo el país?
—Las destruiremos una a una.
Dos asiáticos dejaron de entrenarse y miraron hacia el algarrobo.
—¡Nos han descubierto!
—El follaje nos oculta perfectamente —objetó Ahotep—; sobre todo, no nos movamos.
Los dos hicsos se dirigieron hacia el árbol.
—Si intentamos huir —murmuró Seqen—, nos golpearán por la espalda. Y si nos quedamos aquí, nos atravesarán.
—Encárgate del mayor; yo me encargo del otro.
—El combate atraerá a sus compañeros. No tenemos posibilidad alguna. Pero os defenderé hasta el final, como he prometido, porque…, porque os amo.
Una mariposa de un amarillo anaranjado, con la cabeza negra sembrada de manchas blancas, se posó en la frente de Ahotep. Los asiáticos estaban solo a unos pasos.
Ahotep tomó tiernamente la mano de Seqen, que de pronto se vio transportado a un sueño. Olvidó el peligro, tan cercano sin embargo, y cerró los ojos para mejor degustar aquel inesperado instante.
Tras intercambiar algunas palabras, los dos hicsos dieron media vuelta.
—Esta mariposa se llama monarca —dijo Ahotep—. Los pájaros no la atacan ni se la comen. Al posarse sobre mí, me ha hecho indetectable.
Puesto que acababan de escapar de un gran peligro, los dos muchachos siguieron la costumbre y se besaron cuatro veces el dorso de la mano. Permanecieron uno junto al otro hasta que se puso el sol, cuando los soldados hicsos regresaron a la fortaleza.
—¿Eres consciente de lo que has dicho, Seqen?
Dando pruebas de un valor del que no se habría creído capaz, el joven tomó de nuevo la mano de la princesa.
—Lo que siento por vos se parece a todos los soles, un sentimiento exaltante como el del alba que devuelve la vida y, a la vez, ardiente como el sol de mediodía y dulce como el del amanecer. En cuanto tuve la suerte de veros, os amé.
—Amar… ¿Es posible amar aún cuando Egipto sufre mil muertes?
—¿Tendríamos, sin amor, la fuerza de luchar hasta la muerte? Combatiré por mi país, pero también por vos.
—Marchémonos de aquí —decidió la princesa.
Viento del Norte posó tan delicadamente sus cascos en el suelo que no hicieron ruido alguno. Aguzando todos los sentidos, Ahotep y Seqen temían topar con una patrulla de hicsos o con algunos campesinos egipcios, que, creyéndose amenazados, los atacaran sin preocuparse por su identidad. Y tenían que desconfiar, también, de las serpientes peligrosas.
Varias veces, el asno se detuvo para ventear el aire con los ollares.
Con los nervios de punta, Seqen se sentía capaz de derribar gigantes para salvar la vida de la princesa. Y se prometió que, si regresaba indemne a Tebas, se entrenaría con tanta intensidad y rigor que se convertiría en el mejor soldado de Egipto.
Finalmente, avistaron los arrabales de la ciudad de Amón.
A pesar del miedo, Seqen lamentaba que el viaje no durara siempre. Había vivido con ella, junto a ella, y la princesa no volvería a concederle semejante privilegio. ¡Qué insensato había sido él, un hombre del pueblo, al revelar así sus sentimientos a una princesa! Escandalizada por Su imprudencia, ella le expulsaría de palacio.
Bañada por la luz de la luna, Ahotep era de una belleza divina. Los guardias de la residencia real la saludaron.
—Alimenta a Viento del Norte y ve a descansar —le dijo a Seqen—. Yo necesito pensar.