Dos resistentes tebanos en mi ciudad… ¡Qué interesante! —dijo Titi, el alcalde de Coptos.
Barbudo y de redondeada panza, con la voz cargada de agresividad, se pasaba el tiempo maldiciendo a los soldados, policías y criados en el antiguo palacio real, convertido en cuartel.
Con las manos cruzadas a la espalda, dio vueltas alrededor de Ahotep y Seqen, a quienes los milicianos habían puesto unas esposas de madera.
—¿Quiénes sois…, en realidad?
—Campesinos —respondió Seqen.
—¡Tú, tal vez, pero ella de ningún modo! Con un rostro y unas manos tan cuidadas, es una hija de buena familia…, de muy buena familia.
—Aceptaré hablar —dijo Ahotep—, pero sola, y a condición de que no hagan daño alguno a mi compañero.
—Interesante… Una resistente que pone condiciones; muy interesante. Me diviertes, pequeña. Salid todos de aquí y arrojad a ese mocetón a un calabozo.
La sala de interrogatorio era siniestra: decrépitas paredes, camas de madera con manchas de sangre seca, látigos colgados de los muros… Pero Ahotep conseguía dominar su miedo. No se había enfrentado con la diosa Mut para acabar torturada en semejante lugar y ya estaba harta de ser prisionera en su propio país.
—¡Libérame inmediatamente!
El alcalde de Coptos se acarició la barbilla.
—¿Por qué razón voy a obedecerte, muchacha?
—Porque soy la princesa Ahotep, hija de la reina Teti la Pequeña, tu soberana.
Atónito, Titi observó largo rato a la magnífica muchacha.
—Si eres la que dices ser, debes ser capaz de describirme el palacio de Tebas y escribir el comienzo del Cuento de Sinuhé, que tu preceptor, sin duda, te hizo leer.
—Libérame y te satisfaré.
—Primero tengo que registrarte.
—¡Si te atreves a tocarme, te arrepentirás!
Subyugado por el aplomo de Ahotep, Titi se tomó en serio la advertencia.
—Descríbeme el palacio, entonces. La princesa lo hizo.
—¿Cómo se llama el intendente?
—Qaris.
El alcalde le quitó las esposas y, luego, le ofreció un pedazo de papiro y un pincel.
Con caligrafía fina, rápida y precisa, Ahotep dibujó los jeroglíficos que formaban el comienzo del célebre Sinuhé. La novela de aventuras contaba la huida de un dignatario que temía ser acusado, en falso, de participar en una conspiración contra su rey.
—Vayamos a un lugar más agradable —propuso Titi.
—Haz que liberen de inmediato a mi compañero.
—Mis policías le sacarán de la celda y le darán de comer.
El antiguo palacio real de Coptos estaba destartalado. Hacía mucho tiempo que un faraón no había permanecido en la ciudad y la mayor parte de los aposentos, desocupados, no había sido objeto de reparación alguna.
El alcalde se conformaba con una pequeña sala de audiencias de dos columnas, un despacho y una alcoba cuyas ventanas daban al patio donde acampaba su guardia personal. El mobiliario, que databa de la feliz y próspera dinastía XII, era admirable: sillas y sillones de sobrias formas, elegantes mesas bajas, soportes para lámparas de rara finura…
—Me conmueve conocer a nuestra última princesa —declaró Titi, sirviendo cerveza fresca en dos copas—. A decir verdad, había oído pronunciar vuestro nombre, pero me preguntaba si existíais realmente. Perdonadme por la deplorable calidad de este brebaje, pero los mejores cerveceros de la ciudad han sido requisados por el emperador.
—¿Está Coptos ocupada por los hicsos?
—Se limitan a algunas giras de inspección, pues he conseguido hacerles creer que yo era un aliado seguro. Pero no son tontos hasta el punto de concederme una total confianza. Por eso, organizan ellos mismos las expediciones al desierto, sin darme derecho alguno sobre los minerales recogidos. Temo que Coptos, como la mayoría de las ciudades importantes del país, se convierta muy pronto en un centro de guarnición. Los mercados agonizan y los habitantes apenas sacian su hambre. Gracias a mis buenas relaciones con el Imperio, puedo obtener aún una cantidad suficiente de cereales, pero no sé por cuánto tiempo.
—¿Tienes una organización de resistentes?
—Imposible, princesa. Hay delatores por todas partes, incluso en este palacio. El mes pasado, diez campesinos sospechosos de ser protebanos fueron decapitados. Esa barbarie sembró el espanto y ya nadie tiene ganas de jugar al héroe. Todo lo que puedo hacer es fingir amistad con el ocupante para evitar a la población mayores desgracias. El año pasado aún conseguí celebrar la gran fiesta de Min, pero en secreto, en el interior del templo y con algunos sacerdotes capaces de guardar silencio. Esas cortas horas nos devolvieron la esperanza de florecer de nuevo nuestras tradiciones, aún en un lejano porvenir, pero pronto se disipó. La ocupación se vuelve cada vez más dura.
—Por eso no debemos permanecer pasivos —decretó Ahotep.
—¿Qué proponéis, princesa?
—Tebas se alzará y las demás ciudades la seguirán.
—Tebas… Pero ¿de qué medios militares dispone?
—Parecen irrisorios porque nuestras tropas no están animadas por ningún espíritu de grupo. Pero la situación cambiará, ¡te lo garantizo! Estoy convencida de que no faltan hombres valerosos y de que es preciso, sencillamente, insuflarles el deseo de combatir.
—¿Ésa es la intención de la reina?
—Yo sabré convencerla.
—Es un proyecto audaz, princesa… Diría incluso que insensato. Las escasas fuerzas tebanas pronto serán aplastadas por el ejército hicso.
—¡No pienso en un choque frontal! Primero hay que hacer circular la información: Tebas no renuncia a luchar y la resistencia va a ampliarse. ¿Estás dispuesto a ayudarme, Titi?
—Os lo repito: es insensato. Pero ¿a quién no seduciría vuestro entusiasmo? Al escucharos, tengo la impresión de volver a ser joven.
¿No habría vencido la reticencia de los más escépticos una sonrisa de Ahotep?
—Sigue haciendo creer a los hicsos que eres su aliado —recomendó— y rodéate de patriotas dispuestos a dar su vida para liberar Egipto.
—No será fácil…
—Hasta que caiga el tirano, nada será fácil, pero hay que avanzar a toda costa. ¿Podrías unir a nuestra causa los pueblos que rodean Coptos?
—¡Es arriesgado, muy arriesgado!
—Cuando vuelva, reuniremos a nuestros partidarios en el templo y prepararemos un avance hacia el Norte.
—¡Qué los dioses os escuchen, princesa! Titi pareció contrariado.
—Si vuestro servidor y vos salís libres de este palacio —prosiguió—, no faltará un delator hicso que avise a sus superiores. Estoy obligado, pues, a haceros expulsar de la ciudad por mis soldados, como mercaderes indeseables. Sobre todo, princesa…, ¡no tardéis en volver!
Eran cuatro.
Cuatro mocetones mal afeitados, armados con cortas espadas, rodeaban a Ahotep y Seqen, seguidos por Viento del Norte. A su paso, los habitantes de Coptos cerraban las puertas. Aterrorizados, una mujer y su hijo pusieron pies en polvorosa.
—¿Adónde nos lleváis? —preguntó Seqen.
—A la salida sur de la ciudad. Allí estamos seguros de que no habrá centinelas hicsos. Os pondremos en el camino de Tebas y volveréis tranquilamente a casa…, siempre que no tengáis un mal encuentro.
Sus tres acólitos soltaron una carcajada.
—Afortunadamente, vais acompañados, pues realmente el lugar no es seguro. Con todos esos cobardes egipcios que solo piensan en desvalijar a los viajeros…
Seqen se rebeló.
—¿Qué acabas de decir?
—¿No me has oído bien, amigo?
—¿De dónde eres tú, soldado?
El interpelado soltó una sonrisa irónica.
Bueno…, como mis camaradas, de un cuartel de Avaris, donde nos enseñaron que los egipcios buenos son los egipcios muertos.
Agachando la cabeza, Viento del Norte golpeó al miliciano hicso y le quebró la espalda. Luego, de una coz bien calculada, hundió el pecho de su vecino. Sorprendidos, los otros dos se volvieron hacia el asno, dando a Seqen tiempo para tomar un puñal y degollar al charlatán.
El último miliciano intentó huir, pero Seqen se arrojó sobre él. Pese a la diferencia de peso, consiguió derribarlo boca abajo y clavarle la hoja en la nuca.