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Eliminados los elementos dudosos, ahora era el propio Khamudi quien mandaba la impresionante guardia personal del faraón Apofis. Al abrigo, en su carro cubierto por un dosel, el soberano no podía ser alcanzado por una flecha ni por una piedra lanzada con honda.

A la entrada de la vieja ciudad santa de Heliópolis, el ejército hicso había reunido a centenares de campesinos egipcios, obligados a aclamar a su rey. Quienes no gritaran con bastante fuerza serían deportados a las minas de cobre del Sinaí.

Allí, en la ciudad del sol creador, se había elaborado la espiritualidad egipcia. Allí unos sabios habían redactado los textos grabados en el interior de las pirámides de Saqqara para asegurar la resurrección y las incesantes mutaciones del alma real.

Apofis no había hecho destruir la biblioteca de Heliópolis, pues pensaba sacar provecho del saber de los vencidos para mejor dominarlos y extender, cada día más, sus conquistas. Demasiado comprometidos en su búsqueda de la sabiduría y de la armonía social, los egipcios habían olvidado lo esencial: solo la fuerza da la victoria.

En el atrio del templo principal de Heliópolis, solo bajo el sol, se encontraba el sumo sacerdote. Con el cráneo afeitado, vistiendo una piel de pantera adornada con decenas de estrellas de oro, tenía en la mano derecha un cetro de consagración.

Apofis bajó del carro.

—¿Qué sabemos de este insolente? —le preguntó a Khamudi.

—Es un erudito vinculado a las antiguas creencias y considerado por sus pares como el custodio de la tradición.

—Que se incline ante mí.

Khamudi transmitió la orden, pero el viejo sacerdote permaneció erguido como una estatua del Imperio Antiguo. Dominando a duras penas su furor, Apofis avanzó.

—¿Ignoras el castigo al que te expones?

—Solo me inclino ante un faraón —respondió el sumo sacerdote.

—¡Pues bien, yo lo soy! Y vengo a inscribir, precisamente, mis nombres de reinado en el árbol del conocimiento.

—Si sois el que afirmáis ser, ese es, en efecto, vuestro deber. Seguidme.

—Mis hombres y yo os acompañamos —intervino Khamudi.

—Ni hablar —se negó el sumo sacerdote—. Solo el faraón puede acercarse al árbol sagrado.

—¿Cómo te atreves…?

—¡Déjalo, Khamudi! Yo, Apofis, me adecuaré a los usos.

—¡Es demasiado peligroso, señor!

—Si se perpetrara un atentado contra mi persona, el sumo sacerdote de Heliópolis sabe que todos los templos serían arrasados, y los ritualistas, ejecutados.

El anciano inclinó la cabeza.

—Te sigo, sumo sacerdote.

Apofis no sintió emoción alguna al penetrar en el grandioso santuario que había acogido en su seno a todos los emperadores del Imperio Antiguo y del Medio.

Por unos momentos, la atmósfera de recogimiento de aquel lugar donde se veneraba aún a Maat, diosa de la rectitud, le provocó una leve turbación; para disiparla, el emperador hicso evitó contemplar los bajorrelieves y las columnas de jeroglíficos, que, incluso al margen de la presencia humana, afirmaban la permanencia de los poderes creadores y celebraban el ritual.

El sumo sacerdote entró en un vasto patio al aire libre, en cuyo centro se levantaba una persea gigantesca de hojas lanceoladas.

—Este árbol fue plantado a comienzos del reinado del faraón Zóser, el creador de la pirámide escalonada —explicó el sumo sacerdote—, y su longevidad desafia el tiempo. En las hojas de una de sus ramas maestras están inscritos los nombres de los faraones cuyo reinado ha sido aprobado por las divinidades.

—¡Basta de discursos! Dame algo para inscribir el mío.

—Se trata de un rito con exigencias precisas: debéis llevar el antiguo tocado, poner en vuestra frente un uraeus de oro, vestir un taparrabos corto, prosternaros y…

—¡Deja de divagar, viejo! El emperador hicso no se somete a vetustos ritos. Dame algo para escribir en las hojas; eso bastará.

—Para que el tallo de los millones de años siga creciendo, tenéis que utilizar el pincel del dios Thot. ¿Lo aceptáis?

Apofis se encogió de hombros.

El anciano sacerdote se alejó lentamente.

—¿Adónde vas?

—A tomar el pincel del tesoro del templo.

—No me hagas una jugarreta, o de lo contrario…

Apofis lamentó haberse privado de protección. En el lugar del sumo sacerdote, él habría improvisado una emboscada; pero los adeptos de los antiguos cultos desaprobaban el crimen. Se pudrían en su mundo irreal, donde la ilusión de Maat seguía haciéndoles soñar.

El anciano regresó llevando un cofre de acacia.

En su interior, se encontraba el material del escriba: una paleta con agujeros para las tintas roja y negra, unos cubiletes llenos de agua y un pincel.

—Diluid la pequeña pastilla de tinta negra con un poco de agua, mojad vuestro pincel y escribid.

—¡Lleva a cabo tú mismo esas mediocres tareas!

—Yo puedo preparar el pincel, pero vos debéis manejarlo. Apofis lo tomó e intentó escribir su primer nombre, «el amado por Set», en una hoja ancha y larga. Pero no se inscribió sino alguno.

—¡Tu tinta es de mala calidad!

—Os garantizo que no.

—Diluye la roja.

El sumo sacerdote lo hizo, pero el resultado fue idéntico.

—¡Te estás burlando de mí, anciano!

—Tenéis que rendiros a la evidencia: el árbol del conocimiento rechaza vuestros nombres, pues los dioses no os admiten en el linaje de los faraones.

—Ve a buscarme, inmediatamente, unas pastillas de tinta nuevas.

—Como queráis…

Apofis no esperó mucho tiempo. Comprobó que la nueva pastilla de tinta negra no había sido utilizada antes.

—¡No vuelvas a intentar engañarme con productos defectuosos, viejo! En este día de gloria para los hicsos, te perdono tu malevolencia, pero no cuentes más con que sea clemente contigo.

La nueva tentativa de inscripción en la hoja del árbol terminó en un reiterado fracaso.

—La tinta no es responsable —observó el sumo sacerdote—. No sois faraón y nunca lo seréis.

Apofis miró al egipcio con un odio glacial.

—Me estás echando un maleficio con tu cetro… ¡Eso es, eso es! El hicso lo arrancó de las manos del anciano y lo partió en dos. —¡Mira lo que hago con tu pobre magia! Ahora, el árbol me aceptará.

Pero el pincel se deslizó por la hoja sin dejar rastro alguno. Apofis lo aplastó con el talón.

—¿Quién está autorizado a entrar en este patio y leer los nombres de los faraones?

—Solo el sumo sacerdote de Heliópolis.

—¿Aceptas que figure mi nombre en los anales de este templo?

—Imposible.

—¿Acaso no aprecias la vida, viejo?

—Más vale morir rectamente que vivir en el perjurio.

—Tú eres el único testigo del rechazo del árbol… Debes desaparecer, pues.

Apofis desenvainó la daga y la clavó en el corazón del sumo sacerdote, que no esbozó ni un solo gesto de defensa.

—Comenzaba a preocuparme, señor… ¿Todo ha ido bien?

—De maravilla, Khamudi. Mi nombre está preservado para toda la eternidad en el árbol del conocimiento, y en letras mucho mayores que las de mis predecesores. Las divinidades se han prosternado ante mí, no tenemos nada que temer de los sortilegios egipcios. Que se organicen festejos para que el pueblo pueda aclamar a su nuevo faraón.

—Me encargaré de inmediato. ¿Nada más, señor?

—Haz desaparecer a todos los sacerdotes de este templo, cierra sus puertas y que nadie vuelva a entrar en él. Así, mis nombres de coronación estarán fuera del alcance de las miradas humanas.