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Desde lo alto de la ciudadela, Apofis contemplaba el puerto de Avaris, hormigueante de embarcaciones que miles de marineros descargaban con ardor. Los almacenes rebosaban vinos, aceites, maderas preciosas, bronce y muchos otros productos que convertían la capital de los hicsos en una ciudad riquísima, donde todo podía venderse y comprarse. El negocio iba viento en popa y todos pensaban solo en enriquecerse, sin olvidarse de doblar el espinazo ante el nuevo dueño del país.

Basada en la redistribución y la solidaridad, la antigua economía de los faraones estaba aniquilada. Muy pronto circularían por todas las provincias de Egipto las jarras importadas de Chipre, reconocibles por su negro pulido adornado con incisiones blancas. Para asegurar la obligada propagación, por la que conseguía sustanciales beneficios, Apofis había hecho cerrar los talleres de alfarería tradicional y había entregado a los artesanos como esclavos para sus oficiales.

Khamudi se inclinó.

—Señor, se acerca la hora. He aquí los dos objetos que me habéis pedido.

Entregó a Apofis una daga y una cantimplora.

Fabricada por un artesano micénico, la daga tenía una empuñadura de oro, con flores de loto de plata incrustadas y una hoja de bronce triangular, de acerada punta.

En la panza de la cantimplora de cerámica azul, con dos pequeñas asas, había un mapa de Egipto. El miniaturista había llevado a cabo un trabajo excepcional, pues había conseguido indicar, incluso, el emplazamiento de la capital de cada provincia.

—Esta daga me hace invulnerable —dijo Apofis—. Tiene poderes que ningún adversario podría aniquilar. Recuérdalo, Khamudi, y haz que se sepa. Por lo que a la cantimplora se refiere…, ¿quieres saber de qué me sirve?

El interpelado tuvo miedo.

—Tal vez no sea necesario, señor…

—¿No eres acaso mi fiel servidor, el que nunca va a traicionarme? Mira, entonces…

Apofis tocó con el índice la palabra Avaris, que empezó a brillar con un inquietante fulgor rojizo.

Asustado, Khamudi retrocedió.

—No temas, buen amigo. Puedes ver que me basta con un dedo para controlar, a mi guisa, cada parte de este país que se creía protegido por los dioses. Ni una sola parcela de la tierra de los faraones podrá escapar de mí.

—¿Ni siquiera Tebas? Apofis sonrió.

—La locura de Tebas me distrae y me es útil…, de momento. Conozco todo lo que ocurre allí y ninguna de sus iniciativas, por lo demás irrisorias, puede tener éxito.

Khamudi comprendió que el emperador hicso no era un tirano como los demás. No solo disponía de un ejército numeroso y potente, sino también de poderes sobrenaturales contra los que el mejor de los guerreros estaba vencido de antemano.

—Hoy es un día tan importante como el de la invasión de Egipto —declaró Apofis, cuya voz ronca helaba la sangre—. Los egipcios van a comprender, por fin, que soy su rey y que deben someterse sin la menor esperanza de recobrar una libertad perdida para siempre. Y como cualquier otro pueblo de esclavos, acabarán idolatrándome. Comencemos recibiendo el homenaje de nuestros vasallos.

Vistiendo un largo manto rojo ceñido al talle por un cinturón adornado con motivos geométricos, Apofis entró lentamente en la sala de recepción de seis columnas, llena de embajadores procedentes de todos los territorios del Imperio hicso.

Cada uno de ellos era estrechamente vigilado por un esbirro de Khamudi, por lo que nadie podría esbozar un solo gesto amenazador sin ser abatido de inmediato.

Apofis se sentó en su trono, un modesto sitial de pino. Sencillez y austeridad: el emperador acreditaba así su reputación de administrador preocupado por el bien público.

Enseguida comenzó la procesión de los embajadores.

Uno tras otro, depositaron a los pies de Apofis riquezas características de sus países; se amontonaron piedras preciosas, botes de ungüentos, brazaletes de arqueros, escudos, puñales… Pero Apofis no manifestaba interés alguno, pues estaba impaciente por ver los regalos del embajador cretense. La gran isla había firmado un tratado de alianza con los hicsos, pero ¿cuánto valía su palabra? Solo la magnitud de sus presentes revelaría la realidad del compromiso. El diplomático avanzó, seguido por una decena de sus compatriotas, con el pelo negro y la nariz recta. Llevaban un taparrabos abierto, con un galón bordado y una decoración de rombos.

El embajador saludó.

—Que nuestro soberano reciba el homenaje de Creta. Ella lo reconoce como emperador del más vasto territorio que un monarca haya dominado nunca. Que Apofis pueda gobernarlo con grandeza.

Los cretenses ofrecieron lingotes y anillos de oro, espadas, copas y jarras de plata, algunas de las cuales tenían la forma de cabezas de león y de toro.

Admirados murmullos recorrieron la concurrencia. Era un tesoro fabuloso.

—Acepto este homenaje —declaró Apofis—. En adelante, Creta nada tendrá que temer del ejército hicso. Que se me entreguen regularmente tributos y seré el mejor defensor de mis vasallos cretenses.

Los faraones solo conservaban en la corte el diez por ciento de los tributos y reintroducían el resto en el circuito comercial. Apofis hacía exactamente lo contrario, para enriquecer a la casta dirigente y asegurarse su devoción. Naturalmente, ese secreto de Estado era uno de los mejor guardados, mientras que Khamudi no dejaba de alabar la generosidad de su dueño y su inquebrantable voluntad de poner a los más humildes al abrigo de las necesidades.

En aquel instante, Apofis no pensaba en las ganancias que le procuraba su posición, sino en el inmenso Imperio del que se convertía en poseedor.

Reinaba sobre Egipto, Nubia, Palestina, el Líbano, Siria, Chipre, las Cícladas, Creta, Anatolia y una parte de Asia. En todas estas regiones circulaban jarras ovoides de tipo cananeo, de un contenido medio de treinta litros, cuya presencia indicaba la supremacía comercial de los hicsos. Solo con verlas, se sabía que Apofis detentaba el poder y no toleraba insumisión alguna.

—Gobernaré sin Maat, la diosa de los vencidos —anunció—, e impondré en todas partes el poder de Set, que solo yo sé controlar. Los hicsos han derrotado a los egipcios, y yo, Apofis, soy el nuevo faraón, el fundador de un linaje que eclipsará a los precedentes. Mis nombres de coronación son «el amado por Set», «grande es el poder de Ra», «grande es su valor victorioso», pues incluso el sol responde a mis deseos. Me convierto así en rey del Alto y el Bajo Egipto, y cada vez que mi nombre sea escrito o pronunciado, será seguido de la triple invocación: «vida, florecimiento, coherencia[6]».

Cuidando de no levantar los ojos hacia su señor, Khamudi le presentó un amuleto ankh en forma de cruz egipcia, que Apofis colgó de la cadena de oro que llevaba al cuello.

—Este amuleto de lapislázuli me revela los secretos del cielo y de la tierra —afirmó el emperador—, y me confiere derecho de vida y muerte sobre mis súbditos.

La concurrencia estaba atónita.

¿Quién podría haber imaginado que Apofis iba a proclamarse faraón, adoptando nombres y títulos tradicionales e infligiendo, así, una última herida al alma egipcia?

Todos comprendieron que estaban en presencia de un implacable jefe de guerra, decidido a erradicar la antigua cultura tras haberla desvalijado. Evidentemente, más valía someterse que provocar su furor, tanto más cuanto que el ejército hicso no dejaba de reforzarse, tanto en hombres como en material.

Se iniciaba una era nueva durante la que prevalecería la fuerza, ya fuera militar o económica. Y como Apofis era el dueño absoluto, no había más opción que obedecerle.

Solo el viejo embajador nubio se atrevió a formular una reticencia.

—Para ser un auténtico faraón, majestad, no basta con elegir nombres de coronación. Es también necesario hacer que los dioses los reconozcan, inscribiéndolos en el árbol del conocimiento, en Heliópolis.

Khamudi le hubiera cortado, de buena gana, la lengua al insolente, pero los nubios se mostraban sombríos y a Apofis le interesaba, por algún tiempo aún, tratarlos con deferencia.

El emperador hicso mantuvo la calma.

—Tienes razón, amigo mío. Ésa es, en efecto, la costumbre.

—Pero entonces, majestad…, ¿pensáis seguirla?

—Mi reino se iniciará con brillo y eclipsará a los que le precedieron, porque los dioses me protegen. Mañana mismo iré a Heliópolis, donde mi nombre será inmortalizado.