12

Por encima del templo de Set, en Avaris, el cielo era oscuro. Procedentes del Norte, las nubes se habían reunido en prietas hileras para amenazar a la capital de los hicsos.

Su santuario principal se encontraba muy lejos del esplendor de los edificios egipcios. Construido con ladrillos en lugar de piedras, estaba dedicado al dios del rayo y a Hadad, divinidad siria de la tempestad. Ante el templo, había un altar rectangular, rodeado de encinas y fosos llenos de huesos calcinados de animales sacrificados.

Allí se habían dado cita una decena de conjurados. El más eminente era un asiático, jefe de la guardia personal de Apofis. Tras largas y prudentes discusiones, había conseguido reunir a un general cananeo, algunos oficiales originarios de Anatolia y a Dama Abena, hija de un chipriota y una griega, a la que el tirano había encargado reducir a esclavitud a las egipcias acomodadas.

Todos ocupaban un puesto importante y se habían enriquecido sirviendo al nuevo dueño de Egipto, sin discutir nunca la menor de sus órdenes. Pero desde hacía unos meses, la situación estaba cambiando a consecuencia del ascenso de Khamudi, que se había convertido en el único confidente de Apofis. Los dignatarios de la corte perdían su influencia y la nueva mano derecha del déspota multiplicaba las iniciativas para reforzar su poder.

Ciertamente, Khamudi se había mostrado especialmente eficaz al destruir el último foco de resistencia; pero ¿no se murmuraba que lo había aprovechado para terminar con fieles partidarios de Apofis, considerados demasiado ambiciosos?

Así pues, el jefe de la guardia se había hecho una angustiosa pregunta: «¿Quién será el siguiente?». Y su interrogación había acabado despertando el interés de algunos: ¿no estarían preparando, Apofis y Khamudi, una operación de limpieza que los liberara de aliados molestos? ¿Los sustituirían por arribistas dispuestos a ejecutar las peores tareas?

El oficial anatolio encargado del entrenamiento de los arqueros comprobó que el lugar fuera seguro. Por la noche, los servidores del culto de Set se alojaban en cabañas alejadas del templo y vigiladas por un cuerpo de policía controlado por uno de los conspiradores. Realmente, no había mejor lugar para elaborar, con toda seguridad, un plan de acción.

—¿Y si entráramos en el templo? —propuso el general cananeo.

—Evitemos la mirada de Set —recomendó el asiático—. Sentémonos más bien junto al altar, al abrigo de los árboles.

Los conjurados formaron un círculo.

—Dispongo ahora de informaciones seguras —declaró el general cananeo—. Por orden de Apofis, Khamudi hizo asesinar a los agentes que se habían infiltrado en una organización de resistentes.

—¿Por qué razón? —se extrañó Dama Aberia, de impresionante estatura y manos más anchas que las de un hombre.

—Lo ignoro… Pero sé también que varios dignatarios han muerto de pronto en las últimas semanas y han sido reemplazados por algunos fieles a Khamudi, libios y piratas chipriotas y anatolios; dicho de otro modo, matones sin escrúpulos. E insisto: son hechos, no rumores.

Un consternado silencio recibió esa declaración.

—¿Seremos sus próximos blancos? —se preocupó Dama Aberia, visiblemente alarmada.

—Creo que sí —respondió el general cananeo—. Ninguno de nosotros es íntimo del controlador general y esta falta es imperdonable.

—¿Por qué no lo suprimimos? —sugirió un oficial.

—Tocar a Khamudi es cuestionar a Apofis.

—¡Acabemos con los dos, entonces!

—¡Ni lo sueñes! —objetó uno de sus colegas—. Informemos a nuestro jefe supremo de las maniobras de Khamudi, eso bastará.

—¿Olvidas que ejecuta las órdenes de Apofis? ¡La verdad es que estamos todos condenados a desaparecer!

—Apofis está fuera de alcance.

—¿Debo recordaros que soy el jefe de su guardia personal? —intervino el asiático—. Khamudi no me aprecia, pero Apofis aún confia en mí.

—¿Qué propones? —preguntó el general.

—Yo me encargaré de Apofis; tú, de Khamudi; los demás, de la policía, que, como de costumbre, se doblegará ante la voluntad del más fuerte. Es preciso actuar pronto y juntos. Nuestra coordinación debe ser perfecta y no dejar lugar alguno al azar.

—Si fracasamos… —dijo un oficial con voz estrangulada.

—Si no intentamos nada, seremos masacrados. Es necesario tomar la iniciativa.

—¿Quién sucederá a Apofis? —preguntó Dama Aberia.

La pregunta sembró la turbación. El asiático y el general cananeo intercambiaron unas suspicaces miradas.

—Ya veremos; hay tiempo —preconizó otro oficial.

—¡Ni hablar! —interrumpió el general—. Cualquier improvisación sería fatal. Por consiguiente, elijamos ahora mismo a nuestro jefe, que sucederá al tirano Apofis.

—Cuantos más riesgos se corran —dijo el asiático—, más hermosa debe ser la recompensa. Pues bien, como jefe de la guardia personal de Apofis, ¿no seré yo el que correré mayor peligro al intentar suprimirlo?

—Nadie negará tu hazaña —estimó el general—, pero gobernar el Imperio de los hicsos exige mayores cualidades, comenzando por el control del ejército.

Varios oficiales asintieron con movimientos de cabeza.

—Solo los soldados cananeos te obedecerán —objetó el asiático—, y son una minoría. ¿No podrá federarnos mejor el que haya suprimido a Apofis?

—¿Por qué elegir entre vosotros dos? —protestó un oficial anatolio—. Los guerreros de nuestras montañas no tienen igual, cualquiera de ellos obtendrá la confianza de nuestras tropas.

—¿Por qué no un pirata? —exclamó el general, furioso—. Si perdemos la cabeza antes incluso de haber comenzado la delicada operación, el fracaso está asegurado. Que cada cual haga lo que sepa hacer, y tendremos éxito.

—Tenéis razón —reconoció el asiático— y, sobre todo, no debemos dividirnos.

Un oficial anatolio se sobresaltó.

—He oído un ruido…

Los conjurados se quedaron inmóviles.

—Ve a ver —ordenó el general, desenvainando el puñal.

La ausencia del soldado pareció interminable. Incluso al general cananeo se le hacía difícil respirar.

Por fin, regresó el explorador.

—Sin novedad.

El alivio de todos fue evidente.

—Si no conseguimos ponernos de acuerdo —prosiguió el general—, abandonemos.

—Ni hablar —consideró el asiático—. Hemos ido demasiado lejos. No sigamos discutiendo, pues. Yo mataré a Apofis, los oficiales anatolios se encargarán de Khamudi y el general se pondrá a la cabeza del ejército hicso. Luego, los altos dignatarios nos reuniremos y elegiremos a nuestro jefe.

—De acuerdo —aprobó el cananeo, imitado por los demás conjurados.

Iluminada por la luz de la luna que acababa de aparecer entre dos nubes, Dama Aberia se levantó y se acercó al general.

—Felicidades —le dijo—. Nos habéis convencido de que intentemos esa loca aventura y habéis conseguido terminar con nuestras disensiones. Por eso, merecéis una recompensa.

Dama Aberia posó sus manos en los hombros del cananeo, que pensó que aquella escultórica mujer iba a besarle. Cuál no sería su sorpresa cuando los poderosos dedos de Dama Aberia se hundieron en la carne de su cuello.

—¡Muere, perro sarnoso!

El general intentó escapar de aquella furia, pero se debatió en vano.

Lo estaba estrangulando.

Empuñando la espada, el asiático se lanzó sobre Dama Aberia. Pero una nube de flechas se clavó en la espalda del jefe de la guardia personal de Apofis, mientras una veintena de piratas chipriotas salían de las tinieblas para arrojarse sobre los conjurados y matarlos a puñaladas. A pesar de su valor, los oficiales anatolios sucumbieron aplastados por el número.

Cuando el general cananeo agonizaba, apareció Khamudi.

—Buen trabajo —dijo con alegre aspecto—. Hemos ahogado la conspiración desde su inicio.

Dama Aberia escupió sobre el cadáver; luego, se frotó las manos.

—Nuestro gran rey Apofis estará satisfecho… y, para mí, ha sido un placer.