Vuestra hija está viva, majestad —reveló el médico de palacio—. La voz del corazón es profunda y regular. No distingo signo alguno de enfermedad grave.
—¿Por qué sigue, pues, inanimada? —se extrañó Teti la Pequeña.
—Soy incapaz de explicarlo.
—Por fuerza debe existir un remedio para despertarla.
—Consultaré los antiguos tratados.
—¡Apresúrate!
Ahotep estaba tendida en su cama, con los ojos abiertos y fijos. Un ritualista de Karnak la había descubierto yaciendo en el umbral de la capilla de Mut y los sacerdotes habían llevado su cuerpo hasta el puesto de guardia de la residencia real.
El sorprendente diagnóstico del médico no tranquilizó a Teti la Pequeña; si Ahotep no salía de aquella horrible letargia, ¿podría afirmarse que vivía?
Un ruido sordo la hizo sobresaltarse; luego, otro, y otro más, como golpes de ariete contra la puerta de la habitación.
La soberana abrió y solo tuvo tiempo de apartarse para dejar que entrara Risueño, que se agachó a los pies del lecho, gruñendo.
En adelante, ya nadie podría acercarse a la princesa.
En la explanada que precedía a la avenida que llevaba al templo de Set se habían dispuesto, en apretadas filas, varios centenares de soldados. Sus corazas y sus lanzas brillaban al sol. Orgullosos de simbolizar la potencia de los hicsos, contenían a la multitud, ávida del espectáculo prometido por los heraldos. Buena parte de la población de Avaris se había reunido allí para asistir a la ejecución de la última organización de resistentes.
Cuando apareció Apofis, vistiendo una túnica granate y seguido por su fiel Khamudi, brotaron las aclamaciones. De carácter taciturno y poco aficionado a los festejos, el dueño del Imperio no detestaba, de vez en cuando, ser objeto del fervor popular.
Dados sus grandes proyectos, aquella ceremonia le venía al pelo: ningún egipcio ignoraría ya que el poder supremo se ejercía con el más extremado rigor.
—¿A cuántos cananeos has detenido, Khamudi?
—A cuatro. Son buenos agentes de información, que nos han permitido identificar a un centenar de rebeldes.
—¿Y no soltarán algunos ladridos antes de morir?
—No hay peligro alguno, señor: les he hecho cortar la lengua. Apofis apreció la eficacia de su mano derecha, que sabía tomar iniciativas sin menoscabar el poder absoluto de su dueño.
—¿Ha hablado el Jorobado?
—Con media hora de tortura ha bastado.
—¿Alguna revelación interesante?
—Nada que no supiéramos ya… Solo confirmaciones.
—¿Ha sido erradicada la resistencia?
—Ya no existe ninguna red organizada, ni en Avaris ni en el Delta. Tal vez algunos individuos aislados intenten agruparse, pero las disposiciones que he tomado y la delación nos permitirán destruirlos.
Tanto Apofis como Khamudi detestaban el sol y el calor, que hacían que las piernas del primero se hincharan y palpitara el corazón del segundo, de modo que el discurso del dueño del Imperio fue muy breve.
—Pueblo de Avaris, unos infames criminales han intentado poner en peligro el orden de los hicsos. Van a ser ejecutados ante vuestros ojos, y la misma suerte se reservará a quienes sigan su funesto ejemplo. Obedecedme y no tendréis nada que temer.
A una señal de los oficiales, la muchedumbre aclamó de nuevo a Apofis, que se retiraba mientras una cohorte de verdugos acababa de afilar sus hachas.
Gritando el nombre de Tebas, el jorobado fue el primero en ser decapitado.
Los verdugos recogían cabezas y cadáveres para arrojarlos a los buitres. Ningún egipcio tenía derecho a una momificación, ni siquiera sumaria.
—Ya lo has visto —dijo el Bigotudo al borde de las lágrimas—. Los hicsos son más feroces que los monstruos del desierto. Nadie conseguirá vencerlos.
—No te dejes dominar por la desesperación —recomendó el afgano, que, con su pequeño grupo, había asistido a la matanza—. De momento, son los más fuertes; pero, sin duda, tienen puntos débiles.
—Sin embargo, ya has visto…
—Contemplar este horror era necesario. Debemos endurecernos y ser plenamente conscientes del peligro que nos acecha a cada instante.
—¡Yo no soy un guerrero, afgano!
—Yo sí. Y tú acabarás siéndolo. Yo quiero volver a ser rico; tú quieres vengar a los tuyos y expulsar a los invasores. Nuestros intereses convergen; es lo esencial.
Sin escrúpulos, los empleados del templo de Set lavaban con mucha agua el ensangrentado atrio.
La cara desazonada del médico bastó a Teti la Pequeña para comprender que no había encontrado remedio alguno.
—Lo siento, majestad, pero el caso de la princesa no es mi especialidad.
—¿Has consultado con los sacerdotes de Karnak?
—Son tajantes: vuestra hija fue muy imprudente.
—¿No existe fórmula alguna contra la maldición lanzada por la diosa Mut?
—No, que yo sepa.
—¡Si Ahotep no se alimenta, morirá!
—La constitución de la princesa es de excepcional robustez.
—¡Un hechicero podría romper esta letargia!
—No caigáis en manos de los charlatanes, majestad. Tenéis que rendiros a la evidencia: nuestra ciencia es incapaz de curar a la princesa.
—¡Fuera de aquí!
Ofendido, el terapeuta se inclinó con rigidez antes de desaparecer.
Risueño montaba guardia y rechazaba cualquier alimento; ni siquiera la reina podía acercarse a Ahotep.
—Vuestra habitación está dispuesta para que paséis la noche, majestad —anunció el intendente Qaris.
—Me quedo aquí.
—Majestad, debéis descansar.
—Ahotep puede necesitarme.
—¿Debo traeros un lecho?
—Bastará con un sillón.
—Majestad…
El intendente parecía trastornado.
—¿Qué pasa, Qaris?
—Según los rumores propagados por unos marineros, acaban de producirse en Avaris atroces acontecimientos. Pero tal vez no deseéis conocerlos…
—Habla.