Apofis podía estar orgulloso de Avaris[4], la capital del Imperio hicso. Desplegándose en más de doscientas cincuenta hectáreas, era la mayor ciudad de Egipto y del Oriente próximo. Dominada por una inexpugnable ciudadela, cuya sola visión habría aterrorizado a un eventual agresor, Avaris ocupaba una posición estratégica, que la convertía en la puerta nordeste del Delta. Edificada en la ribera oriental de las Aguas de Ra, el brazo pelusíaco del Nilo, se hallaba en el punto de unión de las rutas terrestres y marítimas que daban acceso al Mediterráneo oriental, a Siro—Palestina y el Bajo Egipto. Al norte, una abertura en el vasto sistema de drenaje, dispuesto por los antiguos en una sucesión de lagos, permitía llegar al Camino de Horus, que conducía al Sinaí.
Controlar Avaris era reinar sobre el Nilo.
En cuanto llegaron los hicsos, la colonia extranjera que residía en la población había colaborado con entusiasmo. Y los nuevos dueños del país habían ofrecido los monumentos y el barrio egipcio como pasto a los «merodeadores de las arenas», enemigos jurados del poder faraónico.
El nuevo templo principal estaba dedicado a Set, divinidad del rayo, expresión de la potencia absoluta a la que nadie podía vencer. Comprendiendo que la violencia era la mejor de las políticas, los hicsos habían aniquilado una civilización milenaria. Apofis obtenía del desenfreno setiano la capacidad de destrozar a cualquier enemigo.
Desde lo alto de la ciudadela, contemplaba las calles en ángulo recto. La rígida cuadrícula facilitaba la vigilancia de las manzanas de casas; de éstas, las menos feas estaban reservadas a los militares de alto rango.
El puerto fluvial de Avaris, el más importante de Egipto, albergaba navíos de guerra y barcos mercantes, cuyos incesantes movimientos habían consagrado a la rumorosa ciudad como centro comercial del Imperio.
Para Apofis, nada era más hermoso que la formidable ciudadela, cuyos muros con contrafuertes medían, en su base, nueve metros de ancho. Le gustaba subir a lo alto de la torre de vigía que custodiaba el acceso norte de esa fortaleza construida en una plataforma y, desde arriba, extender la mirada por sus dominios. Él, el hijo de nadie, el asiático sin linaje y sin fortuna, se había convertido en dueño de Egipto y no dejaba de ampliar su zona de influencia.
Una pequeña sonrisa alegró su feo rostro de prominente nariz cuando sus ojos se clavaron en el jardín lleno de árboles dispuesto en el patio interior, al abrigo de las fortificaciones. Se trataba de un capricho de su esposa, una egipcia del Delta, colaboradora emérita que detestaba a sus compatriotas.
Muy pronto, Apofis recibiría a los embajadores extranjeros, procedentes de las cuatro esquinas del Imperio. Se prosternarían ante él, admitiendo así su supremacía y su fulgurante éxito. El feliz acontecimiento estaría acompañado por una espectacular decisión que llevaría al señor de los invasores hasta la cima de la fama.
Afortunadamente, la noche era oscura. Unas nubes ocultaban la luna naciente y había que conocer muy bien la zona de los silos para grano, cercana al puerto de Avaris, para no perderse en ella.
El jorobado había nacido allí, y recordaba los menores rincones del barrio donde se intercambiaban, de buena gana, mercancías a espaldas de los agentes del fisco. La Administración faraónica no era muy divertida, pero la de los hicsos resultaba francamente siniestra. Sangrando a los trabajadores por todas sus venas, los reducía a una miseria larvada.
Excelente negociante, el Jorobado había montado una red de trueque cuya existencia ignoraba el ocupante. Ignoraba también que tejidos, sandalias y ungüentos, en cantidad demasiado escasa, ciertamente, estaban destinados a la última ciudad libre: Tebas. Aunque su madre fuera siria, el Jorobado rendía culto a Egipto y odiaba a los invasores, una soldadesca que empobrecía al pueblo, cada día más, y solo pensaba en reforzar la dictadura militar. Vivir en Avaris se había vuelto una pesadilla; de modo que, cuando un habitante de Edfú[5], fiel a la causa tebana, se había puesto en contacto con el jorobado con el fin de entregar cereales a la resistencia, este se había entusiasmado.
Y aquella noche iba a salir el primer cargamento en un viejo barco que, según los papiros contables, transportaba alfarería. La tripulación era segura, a excepción de un remero cananeo que sería eliminado durante la travesía.
Hacía muchos años que el jorobado no pasaba horas tan emocionantes. ¡Por fin, algunos egipcios levantaban la cabeza! Se trataba de una minoría irrisoria, en efecto, pero cuyos primeros éxitos suscitarían, sin duda, vocaciones.
Primera hazaña a la vista: abrir las puertas de varios silos anexos, tomar parte de las reservas de grano y mandarla a Tebas, que carecía de todo. Luego, la operación debería repetirse tan a menudo como fuera posible.
Graznó una lechuza.
O, más exactamente, alguien imitó el sonido del ave nocturna. El jorobado respondió del mismo modo, exagerando los agudos.
El otro respondió acentuando los graves.
El jorobado y su contacto se dirigieron el uno hacia el otro.
—¿Tienes las llaves adecuadas? —le preguntó el habitante de Edfú.
—Sí, y los papeles en regla para el transporte. El barco cruzará sin problemas las barreras militares y la gran aduana de Hermópolis.
—La tripulación está lista para embarcar los cereales. No perdamos ni un instante.
Ambos hombres tomaron una calleja que llevaba al muelle.
—No comprendo —se extrañó el resistente—. El barco está allí, pero ¿dónde estarán los marineros?
—Tal vez se hayan quedado a bordo —sugirió el jorobado.
—¡Sin embargo, mis instrucciones eran muy precisas! Un hombre apareció en la pasarela y bajó a paso lento. El remero cananeo.
—¡Salud, amigos! Es muy tarde para merodear por aquí, ¿no? ¿Y dime, jorobado, para qué sirve este manojo de llaves? Petrificado, el interpelado permaneció mudo.
—¿No será, por casualidad, para abrir unos silos? Esto es un delito, ya sabes… Y tú, su cómplice, ¿no serás ese habitante de Edfú que intenta que unos pobres locos se unan a la causa tebana? ¡Ah, sí! ¡Os estaréis preguntando por los marineros de este cascarón! Todos han sido detenidos y serán ejecutados al amanecer, delante de la ciudadela.
El Jorobado y su aliado intentaron huir, pero unos cincuenta soldados hicsos les cerraron el paso.
Un oficial les puso las esposas de madera y, luego, escupió sobre sus rostros.
—¡Qué imbéciles! —exclamó el marino cananeo—. ¿Cómo es posible que hayáis supuesto ni un solo instante que escaparíais a la vigilancia de Apofis?
—Otros tomarán el relevo —repuso el jorobado.
—¡Desengáñate, tullido! Hemos identificado a todos los grupúsculos terroristas. Cuando el sol se levante, no quedará ni uno solo. Con evidente placer, el cananeo degolló al habitante de Edfú, un agitador especialmente hábil, que le había hecho correr desde hacía tres años.
—¡Mátame a mí también, pedazo de cobarde! —exigió el jorobado.
El marinero blandía de nuevo su daga cuando los soldados se apartaron para dejar paso a Khamudi, la mano derecha de Apofis.
—Señor…, ¡qué agradable sorpresa! Como podéis comprobar, mi plan ha sido un éxito total.
—Detened a ese traidor —ordenó Khamudi.
—Pero ¿por qué…, señor?
—Porque eres cómplice de los resistentes. El cananeo protestó.
—¡Mezclándome con ellos para desenmascararlos, he respetado estrictamente las consignas!
—Has entablado amistad con esa gente y has traficado con ellos. Por eso acabas de apuñalar al que iba a denunciarte.
—¡Os equivocáis, señor!
—¿Equivocarme yo?
—No, quería decir que…
—Con tus insultos agravas tu situación —advirtió Khamudi.
—Os juro que soy fiel a nuestro gran rey Apofis, que he cumplido las órdenes, que…
—Llevaoslo.
Indiferentes a los gritos del marino, los hicsos lo ataron y le hicieron avanzar a patadas en los riñones.
—¡Qué hermosa noche! —comentó el controlador general, pasándose la mano por sus negros cabellos, brillantes de aceite de lino—. He hecho una excelente cena y me ofrezco, como postre, el exterminio de una organización protebana. ¿Tú no te alegras, jorobado?
—Esa basura de cananeo tenía razón: os equivocáis. Khamudi le abofeteó.
—¡No seas insolente tú también!
—Nunca renunciaremos a combatiros.
—La resistencia ha sido definitivamente decapitada; todos saben que tendrán que colaborar o desaparecer.
—Saben, sobre todo, que infiltráis espías en nuestras organizaciones, y la desconfianza será ahora regla. Pronto estaréis ciegos y sordos.
Khamudi habría destrozado, de buena gana, la cabeza del Jorobado, pero aquel tozudo merecía algo mejor.
—¿Realmente crees lo que estás diciendo?
—¡El soplo de Amón barrerá a los hicsos!
—Has combatido por nada y morirás por nada. Pero, antes, me darás el nombre de todos tus cómplices. Hay en palacio notables especialistas en la tortura, pero déjame darte un consejo: habla antes de que te entregue a ellos.