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Yo soy el responsable! —declaró orgullosamente un joven, cerrando el paso a la reina y a la princesa Ahotep, que salían de palacio protegidas por Risueño.

Ante la sorpresa de su dueña, el perrazo no mostró los colmillos.

—Me llamo Seqen, princesa. Yo desaté a vuestro perro para que os ayudara. Al verlo impotente comprendí que estabais en peligro. Entonces, actué.

Tímido y nervioso, Seqen había soltado precipitadamente su discurso. No parecía mucho mayor que Ahotep, era delgado y solo tenía a su favor la profundidad de su mirada, que hacía olvidar un rostro desagradable y una frente demasiado grande.

—Mis felicitaciones… Has salvado la vida de su majestad.

—¡Y también la vuestra, princesa!

—¿No deberías inclinarte ante la reina de Egipto? El joven lo hizo torpemente.

—Levántate —ordenó Teti la Pequeña—. Nunca te había visto en palacio, muchacho; ¿dónde resides?

—En el arrabal sur. Vine del campo para aprender a combatir.

—¿Has sido admitido en el cuartel? —preguntó fogosamente Ahotep.

—Por desgracia, no… No soy lo bastante fuerte, al parecer. Entonces, me empleé como ayudante de jardinero. Mi patrón me trata con dureza, y eso me encanta. Dentro de poco, tendré los músculos necesarios.

—¿Cómo sabías que se trataba de mi perro?

—Mi patrón me lo dijo. Me aconsejó que volviera a casa y olvidara que había visto cómo el jefe de la policía lo ataba a un árbol.

El perro puso una enorme pata en el pecho de Seqen y estuvo a punto de derribarlo. Estaba claro que Risueño no andaba flaco de memoria.

—No debes de estar muy bien alojado, supongo.

—No me quejo, princesa. La viuda que me alquila una pequeña habitación es una vieja dama encantadora, y me gusta escucharla cuando habla de los buenos tiempos.

—Si su majestad lo consiente —propuso Ahotep—, vivirás ahora en una dependencia de palacio y te encargarás de la pajarera, de los gatos, de los asnos reservados a la intendencia y, claro está, de mi perro.

Seqen pareció fulminado por un rayo.

—Princesa, yo…

—Aprobado —decidió Teti la Pequeña.

—Comienzas de inmediato —añadió Ahotep—. Risueño necesita un largo paseo.

Atónito aún, el joven apenas sintió una gruesa lengua, muy rosada, que le lamía dulcemente la mano.

—A Risueño no le gustan las correas —añadió la princesa—, pero toma una de todos modos, por si os encontráis con alguien desagradable. Es un perro bastante expansivo; no está acostumbrado a disimular sus sentimientos.

Ahotep vivía un momento de gracia.

La reina no solo no la había rechazado, sino que, además, estaba decidida a beneficiarla con su experiencia para reformar el gobierno tebano y preparar la reconquista de Egipto. ¡Qué razón había tenido la princesa al lanzarse a la aventura! Su sola actitud despertaba fuerzas adormecidas y reanimaba la voluntad de Teti la Pequeña.

—¿Por dónde empezamos, majestad?

—Por lo esencial.

—¿Vamos a nombrar, por fin, a un verdadero general en jefe?

—Te estoy hablando de lo esencial, Ahotep.

—¿Y qué hay más importante, hoy por hoy, que un buen jefe y un buen ejército?

—Hoy, como ayer y como mañana, lo más importante es el templo. Si persistes en emprender esa insensata lucha, debes penetrar en su corazón. Pero no carece de peligros.

—¡Estoy dispuesta a correr todos los riesgos!

—Los antiguos faraones construían moradas para los dioses y sabían dialogar con ellos. Comparadas con esos gigantes, somos más enclenques que unas enanas.

Ahotep contuvo su ardor. Presentía el carácter temible de la prueba evocada por la reina.

—Renunciar no sería una cobardía —estimó Teti la Pequeña.

—¿Cómo debo prepararme?

—Antaño, habrías tenido la posibilidad de hablar con los sabios… Pero hoy, no queda tiempo para ello.

Ahotep nunca había oído a su madre expresándose de un modo tan firme.

—Os sigo, majestad.

Desde la edad de oro de las grandes pirámides, Tebas se consideró un lugar sagrado; pero había sido preciso esperar al reinado del primero de los Sesostris [3] para que Karnak se convirtiera en un templo digno de este nombre, aunque mucho menos imponente que los edificios de Heliópolis, Menfis o Elefantina.

A causa de la invasión de los hicsos, el impulso de los constructores había cesado. Puesto que no reinaba ya ningún faraón, las obras se habían interrumpido. Como los demás santuarios, por muy grandiosos que fueran, el modesto Karnak se sumía en un sueño mortal.

Según las enseñanzas de los sabios, en efecto, todo edificio era contemplado como un ser vivo en perpetuo crecimiento; por eso, cada rey tenía que prolongar y ampliar la obra de sus predecesores y, también por eso, se consideraba que un santuario estaba terminado.

Pero el canto de las herramientas ya no resonaba y ni un solo cantero trabajaba. Solo vivían en Karnak cuatro «servidores del dios», cuatro ritualistas y diez «sacerdotes puros», encargados de efectuar las tareas materiales. Eran todos de edad avanzada y estaban tan poco preocupados por el mundo exterior que no habían cruzado, desde hacía varios años, el recinto de ladrillos crudos.

Teti se detuvo ante la puerta de cedro del Líbano.

—¡Hace tanto tiempo que no se ha abierto para dar paso a la estatua divina! ¡Y hace tanto tiempo que un faraón no celebra ya, al amanecer, el despertar de la energía divina…! Sin embargo, Amón sigue presente porque algunos fieles continúan venerándolo.

—¿Qué peligro podría amenazarme en este lugar de paz y meditación? —se extrañó Ahotep.

—¿Conoces el nombre de la esposa de Amón?

—La diosa Mut, la madre universal.

—Su nombre significa también «la muerte» —reveló la reina—, de modo que se la representa en forma de una leona de terroríficas cóleras. En su estatua se han concentrado fuerzas de destrucción que no hemos expurgado desde la invasión.

—¿Por qué no utilizarlas contra los invasores?

—Porque lo destruirían todo a su paso, incluida Tebas.

—¿Y, sin embargo, debo enfrentarme a Mut?

—Solo si lo deseas, Ahotep. ¿Qué otra potencia podría hacerte capaz de combatir a un enemigo al que no tienes posibilidad alguna de vencer? Lamentablemente, esa potencia es en exceso violenta para ser dominada.

Así pues, la reina había llevado a su hija hasta el umbral del templo para que se diera cuenta de la inanidad de sus proyectos.

—Querías darme una buena lección, ¿no es cierto?

—¿No serás lo bastante inteligente como para admitir que tu revuelta solo te llevaría a un sangriento fracaso?

Ahotep contempló largo rato el recinto del templo.

—¿Me está prohibido ver a la diosa Mut?

Teti la Pequeña frunció el ceño.

—En vano te pongo, pues, en guardia…

—¡Quiero combatir, majestad! Y puesto que una divinidad puede ayudarme, ¿por qué voy a rechazar su intervención?

—¡Estás loca, hija mía! Mut te aniquilará.

—¿No es un hermoso destino morir a manos de una diosa? Resignada, la reina condujo a Ahotep hasta una pequeña puerta custodiada por un sacerdote puro.

—Lleva a la princesa ante Mut —le ordenó la soberana.

—Majestad…, ¿estáis hablando en serio?

—Obedece.

—Pero bien sabéis que…

—Ésa es la voluntad de la princesa Ahotep, y nadie le hará cambiar de opinión.

Atónito, el sacerdote puro pidió a la princesa que se descalzara. Luego, le lavó los pies y las manos con el agua tomada del lago sagrado.

—Debo avisar al superior. Esperadme aquí.

Ahotep estaba encantada de descubrir el interior del templo de Karnak, aunque el miedo de enfrentarse con Mut le ponía un nudo en la garganta.

—Adiós, hija mía —dijo Teti la Pequeña, desolada—. Al menos tú no conocerás la humillación de la última oleada de hicsos que caerá sobre Tebas.

—¿No me concedes realmente ninguna oportunidad?

—Adiós, Ahotep. Que la eternidad te sea dulce.

La madre besó con ternura a su hija.

Mientras la reina se alejaba, un anciano que caminaba con la ayuda de un bastón se acercó a la muchacha.

—¿Eres tú la princesa que se atreve a desafiar a la diosa de los ojos de fuego?

—No la desafio; le pido su fuerza.

—¿Has perdido la razón?

—¡Muy al contrario! No hay solución más sensata para que Tebas recupere la dignidad y el valor.

—Tú no careces de ello… ¡a no ser que se trate de simple inconsciencia!

—¿Los sacerdotes son siempre tan charlatanes? El anciano apretó el pomo del bastón.

—Como quieras, princesa. Encuentra a la leona sanguinaria, puesto que esta es tu decisión. Antes, contempla el sol por última vez.