Con el pelo largo, mal afeitados, vistiendo solo un taparrabos de juncos, una decena de campesinos avanzaba lentamente por unas marismas, no lejos de la nueva capital de los hicsos. Tiraban de cuatro grandes bueyes hacia un islote donde crecían unas muy melosas chufas.
—Ve más deprisa —gruñó su jefe, un bigotudo, dirigiéndose al que se retrasaba.
—Deja ya de jugar al cómitre.
—Mejor será que miréis hacia delante —recomendó un tercer tipo, cubierto de barro para protegerse de los mosquitos—. En un hermoso día como éste, con el cielo despejado y esa brisa del Norte, ¿por qué enojarse?
—¡Porque los ocupantes han confiscado mi campo! —repuso el Bigotudo.
—Uno acaba acostumbrándose a todo. Encargarse de los bueyes no es tan desagradable.
—Sin libertad, nada es bueno.
El Bigotudo pensó en las largas horas consagradas a regar, cuidar las herramientas, sembrar, cosechar, discutir con los escribas del Tesoro para que rebajaran las tasas… ¡Cuántas preocupaciones, qué lucha constante con la naturaleza, implacable y generosa a la vez! Se había quejado sin cesar de su suerte, ignorando lo que le reservaba el porvenir.
No contentos con haberle despojado, los hicsos le obligaban a dirigir ese grupo de infelices, acostumbrados a llevar a pacer los bueyes a una zona que solía estar inundada. Las peleas eran frecuentes; la atmósfera, asfixiante.
—Comeremos pescado asado —anunció un mofletudo, lamiéndose los labios—. La captura es de antes del amanecer y no la declararemos al oficial.
Cada mañana y cada anochecer, los soldados hicsos controlaban a los boyeros. A cambio de su labor, solo tenían derecho a una torta de espelta, unas cebollas y, una vez por semana, pescado seco, incomible a menudo.
—¡Si descubren el humo, nos darán de palos!
—Nos hemos adentrado demasiado en las marismas como para que lo vean.
Pensando en el festín, se les hizo la boca agua.
—Atención, muchachos… ¡Hay alguien en el islote!
Con los cabellos cubiertos por un turbante, el rostro devorado por una negra barba, sentado en un bote de papiro, un extraño hombre estaba asando un coipo.
—¡Qué extraña jeta! —advirtió el Bigotudo.
—Un genio maligno de las marismas, no cabe duda… ¡Larguémonos!
—Mejor será aprovechar su fuego —recomendó el Mofletudo—. No podrá contra todos nosotros.
Los boyeros se acercaron.
El hombre se levantó lentamente y plantó cara a los recién llegados.
—Os digo que nos larguemos… ¡No es un ser humano!
El extranjero blandió una honda. En cuanto el campesino aterrorizado dio media vuelta, el arma giró a increíble velocidad y salió despedida una piedra que golpeó al fugitivo en la nuca.
El herido se derrumbó en el agua glauca. Si el Bigotudo no le hubiera agarrado del pelo, se habría ahogado.
—Acercaos a mí, amigos… No tenéis nada que temer. Muertos de miedo, los boyeros no podían creerlo.
El Mofletudo prefirió obedecer y sus compañeros le siguieron.
—No olvidéis vuestros bueyes —recomendó su anfitrión con una irónica sonrisa.
Fatigado, uno de los cuadrúpedos mugió y se negó a avanzar. Unos golpes de vara en el espinazo le hicieron cambiar de opinión.
Uno a uno, los campesinos subieron a la colina. Los animales se agitaron y, por fin, pudieron pastar.
—¿Quién es vuestro jefe? —preguntó el extranjero.
—¡Él! —respondió el Mofletudo, señalando al Bigotudo—. ¿Y quién eres tú?
—Llámame afgano.
Los campesinos se consultaron con la mirada. Ninguno de ellos conocía esa palabra.
—¿Qué es un afgano?
El extranjero buscó en el bolsillo de su túnica parda y sacó una piedra azul, que parecía contener partículas de oro.
La maravilla deslumbró a los boyeros.
—¡Debe valer una fortuna! ¡Parece… lapislázuli!
—No hay piedra más bella —afirmó el afgano—. ¿Dónde has visto otra como ésta?
—Mi primo era sacerdote del dios Ptah. Al morir, sus colegas le ofrecieron un escarabajo de corazón de lapislázuli, y se me autorizó a mirarlo antes de que fuera colocado en la momia. ¿Cómo podría haber olvidado semejante esplendor?
—El lapislázuli procede de mi país, Afganistán. Cuando un faraón reinaba en Egipto, mis compatriotas le proporcionaban grandes cantidades, cambiándolas por oro. Solo los templos estaban autorizados a trabajarlo. Hoy, todo ha cambiado. El ocupante hicso no se preocupa de los ritos ni de los símbolos, ni le interesa la compra de lapislázuli. ¡Habría que dárselo, como todo lo demás! Por su culpa, Afganistán se ve privado de su principal fuente de riqueza.
—Entonces, ¿eres un enemigo de los hicsos?
—Soy enemigo de cualquiera que me empobrezca. Mi familia es propietaria del principal yacimiento de lapislázuli. Vivía en una mansión suntuosa, tenía numerosos criados y poseía tantas cabezas de ganado que ya no las contaba. Desde que se interrumpió el comercio con Egipto, la pobreza se ha adueñado del país. El año pasado, mi madre murió de desesperación y juré vengarme de los responsables de su fallecimiento.
—¿Te refieres… a los hicsos?
—Me han arruinado y han condenado a los míos a la miseria. Pertenezco a un pueblo de guerreros que no soportan esas afrentas.
—Mejor harías regresando a casa —le aconsejó el Mofletudo—. El ejército del faraón ha sido aniquilado y ya no existe oposición alguna al ocupante.
—¿Te olvidas de Tebas? —se extrañó el Bigotudo.
—Tebas… es solo un espejismo.
—¿No es acaso la ciudad sagrada del dios Amón? —preguntó el afgano.
—En efecto, pero ya solo alberga a una reina sin poder y algunos sacerdotes almibarados por la devoción. Al menos, eso se dice.
—¿Y no es cierto?
—Eso espero.
—¿Existe una resistencia organizada?
—De ser así —interrumpió el Mofletudo—, se sabría. ¿Y por qué te apasiona tanto eso, extranjero?
—Sigues sin comprender, egipcio… Quiero vender mi lapislázuli, volver a ser rico y restaurar el prestigio de mi clan. Es mi único objetivo y a él consagraré mi existencia, sean cuales sean los riesgos. Si los hicsos hubieran sido comerciantes honestos, me habría puesto de acuerdo con ellos. Pero nunca firmarán un tratado comercial, pues son depredadores sin fe ni ley. Solo hay una solución: expulsarlos y favorecer el regreso de un faraón que no modifique a su guisa las reglas del juego.
El Mofletudo soltó una carcajada.
—¡Eres un cómico como no hay otro, afgano! En tu país, no debéis de aburriros.
—Mi padre proporcionó lapislázuli a Tebas y fue generosamente recompensado. He oído decir que Amón no era el único dios de la región y que su aliado era Mentu, encarnado en un vigoroso toro y capaz de acabar con cualquier adversario.
—Los dioses han abandonado las Dos Tierras —afirmó el Bigotudo.
—¿Y por qué no van a volver?
—Porque, muy pronto, no quedará ya nadie para acogerlos.
—¿Ni siquiera el príncipe de Tebas?
—Una reina controla la ciudad, pero nadie sabe si está todavía viva.
—Entonces, la insurrección nacerá aquí, en estas marismas.
—¿Con quién? —se inquietó el Mofletudo.
—Con aquellos de vosotros que acepten ayudarme.
—Pero… ¡estás absolutamente loco!
—Ningún enemigo es invencible, sobre todo cuando se cree omnipotente. ¿El aguijón de una pequeña avispa no produce un violento dolor al coloso a quien consigue picar?
El Bigotudo estaba intrigado.
—¿Cuáles son tus proyectos?
—Formar un enjambre. Pero sentaos y fumemos una planta de mi país que relaja el ánimo y da clarividencia.
Cediendo el coipo, demasiado asado, al Mofletudo, que lo devoró de un bocado ante la indignación de sus compañeros, el afgano encendió unos pequeños rollos de hachís y los distribuyó entre los campesinos.
—Aspirad lentamente; dejad que el humo salga por la nariz y la boca… Poco a poco, olvidaréis el miedo.
Todos comenzaron a toser, pero muy pronto adoptaron el ritmo adecuado.
—No estamos ya en una marisma, sino en un apacible jardín —afirmó el Mofletudo.
Varios boyeros asintieron. Solo el Bigotudo parecía reticente.
—Fumar esta planta no solo abre las puertas del sueño —indicó el afgano—, pues posee otra cualidad que nos será muy útil.
—¿Cuál? —preguntó el Mofletudo, cuyas pupilas se habían dilatado.
—Obliga a los traidores a descubrirse.
—¡Caramba! ¿Y cómo?
—Pierden el dominio sudan la gota gorda, mascullan unas explicaciones inconsistentes y acaban confesando…, confesando que espían a sus compañeros por cuenta de los hicsos; como tú, por ejemplo.
—¿Yo? Pero ¿cómo…? ¡Estás diciendo tonterías!
—Te vi ayer en compañía de un oficial. Me tomasteis por un mendigo y no desconfiasteis de mí. Le prometiste denunciar uno a uno a los boyeros, como si fueran resistentes, para cobrar una prima.
Unas coléricas miradas se clavaron en el Mofletudo.
—No, no es cierto… En fin, no del todo… Tenéis que comprenderme… Le mentí al oficial, es evidente… Nunca os habría vendido…
Unos puños vengativos le agarraron de la melena y lo zambulleron en la marisma. El Mofletudo se debatió unos instantes y su cadáver se hundió en el lodo.
—Ahora —declaró el afgano—, podemos hablar del porvenir con toda seguridad. Todos los aquí presentes nos convertiremos en resistentes y podemos ser, pues, detenidos, torturados y ejecutados. Pero, si vencemos, nos haremos muy ricos.