El contraste entre ambas mujeres era sorprendente.
Teti la Pequeña, moldeada como una preciosa estatuilla, era tan delgada que parecía que fuera a quebrarse; Ahotep, alta, majestuosa, tenía el pelo desordenado y los ojos de un verde luminoso y agresivo.
Tan hermosa la una como la otra, pero sin otro punto en común que su pertenencia a una familia real, eran observadas por las miradas divertidas y crueles del jefe de la policía y de cuatro de sus esbirros, que mantenían a la princesa atada y amordazada.
—¡Soltad a mi hija! —ordenó la reina.
—¡Es peligrosa, majestad! No corramos riesgo alguno.
Teti la Pequeña era consciente de estar librando un combate decisivo. Si lo perdía, los partidarios de la colaboración con los hicsos le arrebatarían sus últimas prerrogativas y entregarían la ciudad de Amón al ocupante.
—Acabo de dar una orden —recordó secamente la reina.
El jefe de la policía vaciló. Con un revés de su mano, podía barrer a aquella enclenque criatura, incapaz de defenderse, y apoderarse de las últimas riquezas de palacio. Pero un golpe de Estado chocaría con la hostilidad de los militares y los sacerdotes. Nadie saldría vencedor de aquel conflicto interno.
—Seamos prudentes, majestad, y limitémonos a quitarle la mordaza.
Dos policías desataron el pedazo de basto lino.
—¿Estás herida, Ahotep? —le preguntó su madre.
—¡Solo por la estupidez de estos inútiles! Cinco para dominarme… ¡Qué hazaña!
—Te acusan de intento de fuga y traición.
Todos aguardaban un estallido de cólera, pero la muchacha permaneció extrañamente tranquila.
Miró uno a uno a los policías, que, impresionados, retrocedieron un paso.
—¿Quién se atreve a mentir con tanta desvergüenza?
—No podéis negar vuestro intento de fuga —dijo el jefe de la policía.
—¿Son estos hombres guardias fronterizos?
—Sí, pero…
—¿Y fui detenida en la Colina de las Codornices?
—Ciertamente, pero…
—¿Tan cerca de Tebas está la frontera?
—¡Claro que no!
—Explícame, entonces, la presencia de tus guardias en ese lugar. ¿Y por qué habían encendido una hoguera?
Uno de los hombres implicados no supo morderse la lengua.
—Estábamos allí por órdenes del jefe… No somos responsables de nada.
—¿Y en qué consistía esa orden? —preguntó Ahotep, vehemente.
—¡Callaos, imbéciles! —exigió el jefe de la policía.
—Habéis pillado e incendiado una granja, ¿no es cierto? En vez de cumplir con vuestro deber y manteneros en los puestos avanzados, aprovecháis vuestro uniforme para despojar a los infelices que se han refugiado en zona libre.
Los guardias fronterizos se acercaron unos a otros, mientras su superior desenvainaba una corta espada.
—¡No tendréis miedo de dos mujeres!
—Tú eres el culpable de alta traición —decretó Ahotep—, y la reina te ordena que te inclines ante ella.
Teti la Pequeña lanzó una despectiva mirada al acusado…
—Envaina tu espada y olisquea el suelo ante mí.
El interpelado soltó una carcajada.
—No sois ya nada, majestad, y vuestra hija tiene las manos atadas. Agradecedme que os ofrezca una muerte rápida.
Un amenazador gruñido alertó al soldado, quien, al volverse, reconoció el perro de Ahotep. Levantó su arma, pero el ataque fue tan rápido que el gesto resultó inútil. El perro clavó sus colmillos en el antebrazo de su víctima, que aulló de dolor.
—Soltadme inmediatamente —ordenó Ahotep. Los guardias fronterizos obedecieron.
La princesa acarició a su perro, que la contemplaba con infinita dulzura y un gesto satisfecho; tan orgulloso estaba de su nueva hazaña.
—¿Cómo es posible que esta fiera se haya liberado? —gimió el herido.
—Se reunirá urgentemente un tribunal, en efecto —le anunció la princesa—, pero para juzgarte a ti, un traidor que se ha atrevido a levantar la mano a la reina y amenazarla de muerte.
El jefe de la policía sollozó.
—Tenéis que perdonarme… ¡No deseaba mal alguno a su majestad!
—Un traidor y también un cobarde… ¡Arrojad a ese canalla a un calabozo!
Muy contentos de salir tan airosos, los guardias fronterizos no se hicieron de rogar.
Con la lengua colgando, Risueño colocó delicadamente sus dos enormes patas en los hombros de la princesa.
—¡De modo que te habían atado y has conseguido escaparte! Puesto que el perro no solía mentir, Ahotep leyó en su mirada que había contado con una indispensable ayuda.
—Yo resolveré este enigma —prometió.
—Ahotep… —murmuró Teti la Pequeña.
Al ver que su madre estaba a punto de desfallecer, la princesa la ayudó a sentarse.
—Tanta violencia, aquí, en mi palacio… No tengo ya fuerzas para soportar semejantes horrores.
—¡Claro que sí! ¿Acaso no debes alegrarte?
—Alegrarme… ¿De qué?
—De los pasos en falso que ha dado el jefe de tu policía. Ese inútil te ha mostrado, por fin, de qué es capaz. ¡Sustitúyelo enseguida!
Teti la Pequeña estaba descubriendo a su hija.
Aunque fuese ya una mujer, y muy seductora, la reina la había considerado, hasta entonces, como una niña indisciplinada, que solo pensaba en divertirse para olvidar la agonía de su país.
—Ahotep…, estoy tan cansada.
—¡Majestad, no tenéis ni el derecho ni la oportunidad de estarlo! Egipto solo sobrevive por vuestra persona. Si renunciáis, el enemigo habrá obtenido la victoria sin ni siquiera combatir.
«Qué dulce sería cerrar definitivamente los ojos», pensó la reina. Pero su hija tenía razón.
—¿Realmente crees que tenemos aún posibilidades de enfrentarnos con un enemigo de la talla de los hicsos?
—¡Si queremos, podremos!
—¿Por qué te has aventurado tan lejos de palacio, Ahotep?
—Para saber dónde estaba exactamente la frontera de lo que nos atrevemos a llamar el «reino tebano». Como no lo he logrado, volveré a intentarlo.
—¡Es demasiado peligroso!
—Y sin embargo, es indispensable, majestad. Es imposible organizar la resistencia si no conocemos las posiciones del adversario. Teti la Pequeña se quitó la diadema y la puso en sus rodillas.
—La situación es desesperada, Ahotep. No tenemos faraón ni ejército, y nuestra única oportunidad de sobrevivir consiste en convencer a los hicsos de que Tebas es solo una aldea poblada por ancianos inofensivos que pasan su tiempo orando a unos dioses muertos.
—Excelente —consideró la muchacha—. Mientras el ocupante nos considere algo desdeñable, no nos atacará.
—¡Pero es que somos algo desdeñable! El cielo nos permitirá morir aquí, en nuestra tierra, en una ilusión de libertad.
—Me niego.
La reina miró a su hija con asombro.
—Me niego a aceptar una fatalidad que no es tal —prosiguió, con pasión, Ahotep—. Si Amón ha preservado la independencia de Tebas, ¿no lo ha hecho para confiarle una misión? Al encogernos y temblar de miedo, cerramos nuestros oídos y no dejamos de oír su voz.
—Ni un solo hombre tendrá el valor de luchar contra los hicsos —dijo Teti la Pequeña.
—¡Pues entonces, lo harán las mujeres!
—¿Has perdido la cabeza?
—¿Acaso tú, madre mía, no eres la representante de Maat en esta tierra?
La reina esbozó una pobre sonrisa.
Maat, la diosa de la armonía, de la rectitud y de la justicia; Maat, encarnada por una mujer que lleva en su cabeza la timonera, la pluma que permitía a las aves orientarse; Maat, el pilar sobre el que los faraones habían fundado su civilización y sobre el que se levantaban las estatuas de los resucitados, cuyos ojos, boca y orejas abrían los ritualistas.
—Ni siquiera Tebas es ya lugar de acogida para Maat —deploró Teti la Pequeña.
—Claro que sí, puesto que tú eres la reina y Maat se encarna en la función que ejerces.
—Ya solo es un sueño, Ahotep; un sueño lejano, casi borrado…
—Maat no se alimenta de sueños, sino de realidad. Por eso debemos reconquistar nuestro territorio, para ofrecérselo.
La princesa se arrodilló ante la reina.
—Majestad, he tomado las armas. Solo dispongo de un cuchillo de sílex, pero no es tan mal comienzo. Bien manejado, resulta eficaz.
—¡Ahotep! ¿No estarás pensando en combatir?
—Acabo de hacerlo, majestad, y volveré a empezar.
—¡Eres una muchacha, no un soldado!
—¿Dónde están nuestros valerosos soldados? Si nadie los saca de su sopor, se dormirán para siempre. Nosotras debemos despertarlos.
Teti la Pequeña cerró los ojos.
—Es una insensatez, querida hija… Olvidemos todas esas locuras. La princesa se levantó.
—Son mi única razón para vivir.
—¿Es inquebrantable tu decisión?
—Es tan sólida como el granito. La reina suspiró.
—Siendo así, Ahotep, te ayudaré con todas mis fuerzas.