Loca de preocupación, Teti la Pequeña tuvo que rendirse a la evidencia: definitivamente, su hija Ahotep había desaparecido. La pequeña salvaje no estaba en su habitación; ni en la biblioteca, donde pasaba horas y horas leyendo novelas escritas durante el glorioso período del Imperio Medio; ni en el jardín, donde le gustaba jugar con su enorme perro, una verdadera fiera, que solo obedecía a la joven. En su ausencia, los guardias habían atado al perrazo al tronco de un sicomoro.
—Pero tú, Qaris, por fuerza debes saber adónde ha ido.
Qaris era la amabilidad personificada. Entrado en carnes, con las mejillas redondas, conservaba la calma en cualquier circunstancia y asumía la difícil tarea, imposible incluso, de mantener una apariencia de comodidad en el palacio real de Tebas, condenado a una rápida ruina.
—No, majestad, lo siento.
—Estoy segura de que te lo confió y no quieres traicionarla.
—Realmente, no sé nada, majestad. La policía está avisada.
—La policía…, una pandilla de cobardes que morirán de miedo antes incluso de que larguen los hicsos.
El intendente no podía contradecir a la reina.
—También he avisado al ejército.
Teti la Pequeña suspiró.
—¿Es que todavía existe?
—Majestad…
—Ocúpate tú del almuerzo, Qaris; sigamos fingiendo que vivimos como una corte real.
Con los hombros hundidos, el intendente se entregó a sus ocupaciones. Hacía ya mucho tiempo que no intentaba consolar a la soberana con buenas palabras en las que ni él mismo creía.
Fatigada, la reina se dirigió a la sala del trono, que había sido dispuesta a toda prisa cuarenta años antes, cuando la corte había huido de la región de Menfis para refugiarse en la pequeña ciudad de Tebas, la Heliópolis del Sur, carente de importancia económica.
A la muerte de su marido, un faraón sin poder, Teti la Pequeña no había aceptado que la coronaran para sucederle. ¿De qué servía adornarse con rimbombantes títulos que, sin duda, habrían provocado la cólera de los hicsos, demasiado ocupados en sangrar el país por todas sus venas para aplastar la miserable provincia tebana?
La estrategia de la reina había resultado eficaz, puesto que los invasores habían olvidado la sagrada ciudad de Amón, convencidos de que solo unos viejos sacerdotes inofensivos celebraban allí los ancestrales cultos. Y ese era el mensaje que Teti la Pequeña quería transmitir a la nueva capital, Avaris, esperando que los hicsos dejaran morir en paz a los últimos egipcios libres.
¿Qué otra política podrían haber adoptado? El ejército tebano era solo un montón de inútiles con un armamento irrisorio. El entrenamiento de los soldados se reducía a grotescos desfiles que ni siquiera divertían ya a los niños. Los oficiales de carrera habían perdido toda esperanza y se limitaban a mantener en buen estado el cuartel donde residían.
Cuando los hicsos atacaran, soldados y policías depondrían sus armas e intentarían pasar por civiles, para escapar a la matanza. Y no sería el general en jefe, un anciano de vacilante salud, el que mantuviera una apariencia de cohesión entre sus tropas.
De vez en cuando, Teti la Pequeña reunía un fantasmal consejo, donde se hablaba, sin atisbo de sonrisa, de un reino tebano del que dependían, en teoría, algunas provincias arruinadas aún, provistas de un potentado local y de un heraldo encargado de anunciar los decretos del faraón. Pero nadie creía ya en esa mascarada. Al menor signo amenazador por parte del ocupante, los alcaldes afirmarían que en modo alguno apoyaban a Tebas y que su reina era una disidente merecedora de las peores sanciones.
Teti la Pequeña estaba rodeada solo por personajes anodinos, incompetentes o corruptos. Ni siquiera había nombrado visir, puesto que este habría carecido de cualquier línea de acción. Solo subsistían las funciones del ministro de Agricultura y las del de Economía, ocupadas por cortesanos de edad que dirigían, blandamente, una Administración descarnada.
La lealtad había desaparecido, y cada cual pensaba solo en sí mismo. Milagrosamente, los tebanos aceptaban mantener a la familia real, aunque reducida, es cierto, a lo más estricto; era como si se negaran a olvidar el pasado. Gracias al incansable Qans, Teti la Pequeña, su hija Ahotep y sus íntimos no pasaban hambre, aunque su comida cotidiana les habría parecido irrisoria a los monarcas de las épocas gloriosas.
La reina lloraba cada día.
Encerrada en su pobre palacio, que cada vez más se parecía a una cárcel, vivía de recuerdos y de sueños en los que el porvenir no tenía lugar alguno.
Teti la Pequeña se inclinó ante el trono vacío que ya no ocuparía ningún faraón. Horus, el halcón cósmico, se había alejado de la tierra y no bajaba ya de su paraíso celestial. Simbolizada por la unión de las plantas del Norte y del Sur, la felicidad de las Dos Tierras era solo un espejismo. Varias veces, la hermosa mujercita, siempre cuidadosamente maquillada a pesar de la escasez de los productos de belleza, había pensado en matarse. ¿De qué servía una reina sin corona, impotente ante una revolución bárbara?
Solo la contemplación de las estrellas le daba el valor de sobrevivir. En ellas brillaban las almas inmortales de los reyes resucitados, que trazaban para siempre el camino de la rectitud, más allá de las dudas y la desesperación. Así pues, Teti la Pequeña proseguía su oscura existencia como última reina de Egipto.
—Majestad…
—¿Qué ocurre, Qans?
La voz del intendente temblaba.
—La policía pregunta por vos.
—Encárgate tú.
—Su jefe solo quiere hablar con vos.
—Hazlo entrar en la sala de audiencias. Qaris miraba fijamente el trono vacío.
—Majestad…, ¿estáis pensando en…?
Teti la Pequeña sonrió tristemente.
—Claro que no.
—Si tuviéramos de nuevo un faraón…
—Ni lo pienses, Qans.
La reina cerró lentamente la puerta de la sala, condenada desde entonces al silencio.
—Si deseáis que limpie los suelos e intente reavivar las pinturas… —propuso el intendente.
—No será necesario.
La viuda pasó por su alcoba para mirarse en un espejo de bronce y tocarse con una fina diadema de oro que antes habían llevado otras grandes esposas reales. Cuando su última camarera intentó robarla, Teti la Pequeña se había limitado a despedirla.
La soberana del enclave tebano debía seguir velando por su elegancia. Afortunadamente, le quedaban algunos vestidos dignos de su rango, que ella cuidaba de manera esmerada; eligió el de lino rosa y se puso unas sandalias doradas.
Solo cierta actitud podía imponerse aún a las fuerzas de seguridad, a fin de que creyeran en la existencia de una autoridad, aunque estuviera limitada.
La reina imaginó por un instante que su provincia era un verdadero país y que iba a dirigirse a un auténtico representante del orden.
Sorprendido por la prestancia de Teti la Pequeña, el policía permaneció mudo unos segundos.
—Majestad…
—¿Qué quieres?
—Se trata de un asunto grave, majestad; muy grave.
—¿Está amenazada la seguridad de Tebas?
—Me temo que sí. Vuestra hija… La reina palideció.
—¿La has encontrado?
—Yo, no; un guardia fronterizo.
—¿Está… viva?
—Eso sí, majestad, ¡de lo más viva! El guardia, por su parte, fue herido en el brazo por el cuchillo que manejaba la princesa.
—Un cuchillo… ¡Estás divagando!
—El informe es indudable. La princesa Ahotep intentó matar a mi subordinado, que acababa de detenerla. Estaba tan enfurecida que el guardia tuvo que pedir refuerzos para dominarla.
Teti la Pequeña se angustió.
—¿Han molestado a Ahotep?
—No, majestad, porque se identificó enseguida. De buenas a primeras, los guardias no la creyeron, pero su vehemencia les hizo dudar. Por miedo a cometer un error, decidieron atarla y traérmela.
—Entonces, este ridículo asunto queda zanjado.
—Me temo que no, majestad.
—¿Qué quieres decir?
—Ese grave incidente no puede considerarse como un simple altercado.
—¿Por qué?
—Porque es evidente que vuestra hija abandonaba el territorio tebano para unirse a los hicsos.
—¿Te atreves a…?
—Los guardias y yo mismo acusamos a la princesa Ahotep de alta traición. Dado su rango, debe convocarse con urgencia un tribunal de excepción.
—¿Te das cuenta de que…?
—Será condenada a pena de muerte —prosiguió el jefe de policía, con mirada alegre—. Es lógico: si no diéramos ejemplo, sería la desbandada.
Teti la Pequeña desfalleció.
—No. Es imposible… ¡Sin duda te equivocas!
—Los hechos son los echos, majestad.
—Quiero ver a mi hija.
—El interrogatorio se ha efectuado correctamente; tranquilizaos.
—¿Ha confesado Ahotep?
—Pronto tendremos una confesión completa.
Teti la Pequeña se irguió cuan alta era.
—¡Soy la reina de Tebas y exijo ver a mi hija de inmediato!