Matadlo —ordenó Apofis, el jefe supremo de los hicsos. El joven rucio vio llegar su muerte.
Sus grandes y dulces ojos reflejaban una total incomprensión. ¿Por qué matarlo a él, que, desde que tenía seis meses, nunca dejó de llevar cargas tan pesadas que le habían combado el espinazo? ¿Por qué a él, que había guiado por los senderos a sus compañeros de infortunio sin equivocarse nunca? ¿Por qué a él, que siempre había obedecido las órdenes sin rechistar?
Pero su patrón era un mercader de la península arábiga al servicio de los hicsos que acababa de fallecer a consecuencia de una embolia. Entre los ocupantes, era costumbre sacrificar los mejores asnos de un caravanero para arrojar sus despojos a una escueta tumba.
Indiferente a la matanza, Apofis subió lentamente los peldaños que llevaban a su palacio fortificado, en el corazón de la ciudadela que dominaba su capital, Avans, fundada en una zona fértil del nordeste del Delta.
Alto, con el rostro castigado por una prominente nariz, las mejillas blandas, hinchado el vientre y pesadas las piernas, Apofis era un gélido quincua enano de voz ronca, cuya mera visión daba miedo. Se olvidaba su fealdad cuando uno se concentraba en su indescifrable mirada, que abordaba al interlocutor por debajo y penetraba en él como la hoja de un puñal. Era imposible saber qué pensaba el señor de los hicsos, el tirano de Egipto desde hacía veinte años.
¡Qué acceso de orgullo cuando Apofis pensaba en la invasión de los hicsos! ¿Acaso no había terminado con trece siglos de independencia egipcia? Desconocidos por el ejército del faraón, los carros y los caballos procedentes de Asia habían sembrado el pánico, lo que había hecho fácil y rápida la conquista, tanto más cuanto que numerosos colaboradores, como los cananeos, no habían dudado en traicionar a los egipcios para ganarse la gracia de los vencedores.
Aunque bien pagados, los mercenarios habían vuelto sus armas contra la infantería egipcia, atacada así tanto desde el exterior como desde el interior. Y no eran los fortines del Delta, demasiado escasos, los que podían detener la oleada de los invasores.
—¡Hermosa jornada, señor! —exclamó el controlador general Khamudi, inclinándose.
Con el rostro lunar, unos cabellos muy negros pegados a su redondo cráneo, los ojos levemente rasgados, las manos y los pies gordezuelos, pesada la osamenta, Khamudi, pese a sus treinta años, parecía mayor. Ocultaba su carácter agresivo bajo una fingida untuosidad, pero todos sabían que no vacilaría en matar a quien se interpusiera en su camino.
—¿Han terminado los incidentes?
—¡Oh, sí, señor! —afirmó el controlador general con una gran sonrisa—. Ningún campesino se atreverá ya a rebelarse; no lo dudéis.
Apofis, en cambio, no sonreía nunca.
Su rostro solo se alegraba en una circunstancia: cuando asistía a la agonía de un adversario lo bastante insensato como para oponerse al dominio de los hicsos.
Precisamente, una aldea cercana a la nueva capital había protestado contra el insoportable peso de las tasas. Khamudi había soltado de inmediato a sus feroces perros, piratas chipriotas que los hicsos habían sacado de las cárceles egipcias.
Pese a las consignas, ni siquiera respetaron a los niños. Después de su paso, nada quedaba ya de la localidad atacada.
—¿Y las cosechas? Khamudi puso mala cara. —Según los primeros informes, no van muy bien… Una fría cólera animó los ojos de Apofis.
—¿Van a ser menos abundantes que las del año pasado?
—Eso me temo, señor.
—¡Los campesinos se burlan de nosotros!
—Haré incendiar algunas aldeas. Entonces comprenderán que…
—No, Khamudi, es inútil suprimir esclavos cuyos brazos van a sernos útiles. Busquemos otra solución.
—¡Creedme, quedarán aterrorizados!
—Demasiado tal vez.
Khamudi se desconcertó.
El jefe supremo prosiguió el ascenso, seguido por el controlador general, un paso por detrás de su dueño.
—El miedo es buen consejero —prosiguió Apofis—, pero el terror puede paralizar. Y necesitamos más trigo y cebada para alimentar a nuestros funcionarios y nuestros soldados.
—¡Ni los unos ni los otros aceptarán trabajar en los campos!
—Es inútil que me lo recuerdes, Khamudi.
El alto dignatario se mordió los labios. Buen comedor, aficionado a los vinos fuertes y a las hembras bien desarrolladas, tendía a veces a hablar demasiado.
—Hemos conquistado Egipto —le recordó Apofis—, y ciertamente el miserable enclave tebano, poblado por cobardes y ancianos, no podrá amenazarnos de ningún modo.
—Precisamente iba a proponeros que lo destruyamos sin más tardanza.
—Error, amigo mío; grave error.
—No…, no lo comprendo.
Unos soldados armados con lanzas se inclinaron al paso de ambos hombres. Tomando un corredor bajo y estrecho, iluminado por antorchas, llegaron a una pequeña estancia que se abría en el centro de la fortaleza.
Allí, Apofis estaba seguro de que nadie iba a oírlos.
Se sentó en un sitial bajo, de madera de sicomoro, desprovisto de cualquier adorno. Khamudi permaneció de pie.
—No todos nuestros aliados son seguros. Cuento contigo, mi fiel y eficaz amigo, para poner orden en nuestra propia casa.
—¡Estad tranquilo, señor!
—Todos los medios serán buenos…, y he dicho: todos. Sean cuales sean las circunstancias, aprobaré y justificaré tu modo de actuar. Solo el resultado me importa no quiero volver a oír ni una sola voz discordante en la coalición de los hicsos.
A Khamudi se le hacía la boca agua. Quienes se habían atrevido a criticarle, aunque fuera solo de pensamiento, estaban condenados a muerte.
—Nos queda todavía mucho trabajo que hacer para borrar por completo los rastros del antiguo régimen de los faraones y afirmar la omnipotencia de la revolución de los hicsos, sin dejar esperanza alguna de marcha atrás —prosiguió Apofis.
—¡Tebas debe desaparecer, pues!
—Por supuesto, pero, antes, debe servir a mis planes sin advertirlo. La clave de la victoria total es la colaboración. Algunos traidores nos ayudaron a invadir Egipto; otros nos ayudarán a someterlo. Dejemos que los últimos patriotas crean que Tebas representa una esperanza real al mismo tiempo que introducimos el gusano en la fruta.
—Los campesinos…
—Si esperan una liberación, aunque sea lejana, trabajarán con recuperado ardor sin comprender que ni una sola espiga de trigo llegará a los resistentes. Muéstrate experto en el arte de la mentira y la desinformación, amigo mío; organiza falsas redes de opositores, detén a alguno de sus miembros para que no quede duda alguna y estimula el ardor de los patanes.
—Me veré obligado, pues, a suprimir algunos de nuestros propios oficiales…
—Elige, sobre todo, a los cananeos; son demasiado ruidosos para mi gusto.
—A vuestras órdenes, señor.
—Khamudi… —El tono del jefe supremo hizo temblar al controlador general—. Eres el único que conoce mis verdaderas intenciones. Sobre todo, no lo olvides.
—Es un inmenso privilegio del que sabré mostrarme digno, señor.