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Los soldados casados cayeron en brazos de sus esposas; los demás sufrieron el entusiasmo de las jóvenes tebanas, que querían tocar a los vencedores y demostrarles un desbordante afecto.

Los estibadores tebanos ya estaban descargando los navíos llenos de riquezas, ante los maravillados ojos de la población. Viendo aquello, ¿cómo dudar de la victoria de Kamosis sobre los hicsos?

Sostenido por el almirante Lunar y el gobernador Emheb, el faraón fue aclamado largo rato. Oficialmente, padecía una herida en la pierna que le molestaba para andar; pero en cuanto lo estrechó contra su corazón, Ahotep comprendió que su hijo mayor estaba muriéndose.

Poniendo tan buena cara como fue posible para no contrariar la felicidad de los tebanos, la reina y el faraón subieron a unas sillas de manos que los llevaron a palacio.

Teti la Pequeña y Amosis, muy contento de volver a ver a su hermano mayor, lo recibieron.

—¡Cómo te has adelgazado! —exclamó el muchachito.

—Los combates han sido duros —explicó Kamosis.

—¿Has matado a todos los hicsos?

—No; he dejado algunos.

Víctima de un nuevo malestar, el rey recibió la ayuda del intendente Qans.

—Kamosis necesita descanso —dijo Ahotep—. Yo lo sustituiré en el ritual de ofrenda.

Las riquezas procedentes de Avaris fueron ofrecidas al dios Amón, en su templo de Karnak, antes de ser distribuidas entre los tebanos, a excepción del oro y el lapislázuli, que servirían para adornar el santuario.

Sin mostrar su angustia, la esposa de dios pronunció las antiguas fórmulas, gracias a las que el poder invisible se manifestaba en la tierra y hacía brillar la luz aparecida en la primera mañana del mundo, sobre el cerro que había surgido del océano primordial, en el lugar donde se había edificado Karnak.

En cuanto finalizó la ceremonia, Ahotep regresó a palacio. A pesar de las preocupaciones que suscitaba la salud del monarca, Qaris velaba por los preparativos del banquete.

—Majestad, creéis que…

—Haz que cese cualquier agitación.

El médico en jefe estaba en el umbral de la alcoba del enfermo.

—Majestad, mi diagnóstico es claro; el faraón Kamosis ha sido envenenado. Es imposible curarlo, porque el corazón ha sido alcanzado. La sustancia mortal se ha propagado lentamente por todos los vasos, y la energía del rey casi se ha extinguido.

Ahotep entró en la habitación y cerró la puerta.

Sentado, con la cabeza descansando en un almohadón, Kamosis contemplaba la montaña de occidente.

Su madre le tomó dulcemente de la mano.

—Avaris permanece intacta, y el emperador vive —murmuró—, pero hemos infligido graves pérdidas al enemigo y le he demostrado que podíamos golpear en cualquier momento. El almirante Jannas sabe que nuestro ejército es apto para combatir. Será necesario consolidar nuestras posiciones y, luego, apoderarse de Avaris y liberar, por fin, el Delta. Yo he agotado mi tiempo de vida. A vos, madre mía, os toca proseguir la lucha que vos misma comenzasteis. Perdonad que os legue esa inhumana tarea, pero mi aliento se va y ya no consigo retenerlo.

Ardientes lágrimas corrieron por las mejillas de Ahotep, pero su voz no tembló.

—El espía hicso me ha alejado de ti, y él te envenenó para desbaratar el asalto contra Avaris.

Los labios de Kamosis esbozaron una sonrisa.

—De modo que creía en mi victoria…, una victoria que vos obtendréis en nombre de mi padre y en el mío, ¿no es cierto?

—Te lo juro.

—He intentado mostrarme digno de él y de vos. Deseo que mi hermano se comprometa junto a vos, y solicito un último favor.

—Eres el faraón, Kamosis. Ordena y te obedeceré.

—¿Querréis hacer que se graben estelas contando mi combate por la libertad?

—Nada de lo que has realizado va a olvidarse, hijo mío. Esos monumentos cantarán tus hazañas y tu valor, y se expondrán en el templo de Karnak, donde tu gloria quedará preservada entre los dioses.[11]

—Morir tan joven no es fácil…, pero vos estáis junto a mí y tengo la suerte de admirar esta ribera de occidente, donde reina la paz del alma. Hace varios años que no conseguía dormir…

Ahora voy a descansar.

Kamosis levantó los ojos al cielo y su mano estrechó con fuerza la de su madre.

—La momia está fría, majestad —anunció el ritualista a la soberana—. Es un excelente signo, ya que significa que el difunto ha expulsado su mal calor, formado por pasiones y resentimientos, y que el alma se ha purificado. Ahora, el faraón Kamosis posee la serenidad de Osiris.

Viuda, llevando luto por un hijo de veinte años, Ahotep se negaba, una vez más, a ceder bajo los golpes del destino. Puesto que Kamosis no tenía hijo ni sucesor, ella había tenido que dirigir la ceremonia de los funerales. Al igual que tras la muerte de su marido, ocupaba la función de regente y gobernaba Egipto.

En el sarcófago de Kamosis, decorado con plumas que evocaban los viajes del alma-pájaro por los cielos, depositó un abanico de oro y ébano para asegurarle un eterno soplo, hachas y una barca de oro en la que su espíritu bogaría para siempre por el universo.

Con una gravedad y un poder de concentración sorprendentes en un niño de diez años, el príncipe Amosis había vivido todas las etapas del luto, desde la momificación de su hermano mayor hasta su sepultamiento en la necrópolis de la orilla oeste de Tebas. Pero ¿acaso no eran los diez años, para los sabios de Egipto, la edad en la que uno se volvía plenamente responsable de sus actos?

Ahotep tenía una triple misión; es decir, proseguir la guerra de liberación, preparar a Amosis para ser faraón y descubrir la identidad del espía hicso, aquel ser tan cercano a ella y que tanto sufrimiento le había infligido ya.

Cuando el cortejo fúnebre se dirigía hacia la orilla oeste, el gobernador Emheb se acercó a la reina.

—Majestad, no puedo guardar para mí mis pensamientos.

—Te escucho, Emheb.

—He visto de cerca la ciudadela de Avaris y es inexpugnable. Todos saben que habéis llevado a cabo muchos milagros y que los dioses inundaron vuestro corazón de poder mágico. Pero el emperador ha sabido construirse una madriguera indestructible. Sin duda, podremos atacarlo una y otra vez, perdiendo en cada ocasión numerosos soldados. Eso es exactamente lo que Apofis espera. Y cuando estemos lo bastante debilitados, atacará él.

—De momento, según los deseos del faraón Kamosis, ve a Menfis, refuerza sus defensas y consolida nuestras posiciones en las provincias liberadas.

Emheb se sintió aliviado al ver que, a pesar de su pena, Ahotep conservaba toda su lucidez.

Muy afectada, Teti la Pequeña no había asistido a las últimas fases de los funerales. ¿Cómo admitir que la muerte la respetara para golpear a un joven rey de veinte años? Y la anciana dama sabía que el pequeño Amosis ya nunca se reiría como antes y que ya no tendría derecho, en adelante, a la despreocupación de la infancia.

La muerte de Kamosis había puesto un precoz fin a sus regocijos, y la realidad se había impuesto de nuevo, con toda su crueldad, o sea, que la guerra estaba lejos de haber terminado, el poder militar hicso seguía casi intacto y la propia supervivencia de Tebas era incierta.

Ahotep ayudó a su madre a levantarse.

—Estoy tan cansada… —reconoció Teti la Pequeña—. Tendrías que dejarme dormir.

—Qaris nos ha preparado una excelente cena y tienes que recuperar las fuerzas. ¿Olvidas, acaso, que la educación de Amosis no ha concluido y que te necesita aún?

—Te admiro, hija mía. ¿De dónde sacas tu valor?

—Del deseo de ser libre.

Para mostrarse digna de su rango, la reina madre participó en la comida. Y cuando Amosis le rogó que le hablara de la edad de oro, comprendió que le estaba prohibido abandonarse. ¿No era educar a un futuro faraón la felicidad de su vejez?

Acompañada por Risueño el Joven, Ahotep dio unos pasos por el jardín de palacio.

De pronto, el perro se detuvo.

El canciller Neshi iba a su encuentro.

La reina acarició al perro, cuya mirada permanecía clavada en el dignatario.

—Perdonad que os importune, majestad, pero tengo que haceros algunas revelaciones.

¿Iba Ahotep a conocer, por fin, la atroz verdad?

—He servido fielmente al faraón Kamosis —declaró Neshi— y he aprobado todas sus decisiones. Hoy, ha muerto, y también yo, en cierto modo. Por eso, os presento mi dimisión, al mismo tiempo que os suplico que salvéis a este país que tanto os necesita.

—Ni nuestro país ni ningún otro necesitan un salvador, canciller. Lo indispensable es la rectitud. Cuando Maat gobierne de nuevo en las Dos Tierras, la desgracia desaparecerá. Olvida la devoción a un individuo y sirve solo a esa rectitud. Entonces, y solo entonces, te convertirás en un estadista digno de este nombre.

Ahotep se alejó seguida por su perro. Necesitaba estar sola con su esposo y su hijo mayor, en compañía de esos dos faraones que habían dado su vida luchando contra el emperador de las tinieblas. Y la Reina Libertad contempló la luna creciente, su astro protector, esperando que le concediera la fe necesaria para restablecer el reinado de la luz.