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Odres de piel de cabra curtida y vuelta fueron distribuidos entre los soldados del ejército egipcio; unos contenían veinticinco litros, y otros, cincuenta. Como el agua del río solo podría consumirse al cabo de un día o dos y el calor aumentaba, nadie tenía que sufrir de deshidratación. Para conservar pura el agua, habían sido introducidos en ellos frutos del balamtes y almendras dulces.

El canciller Neshi entregó al faraón Kamosis el odre que le correspondía y que llevaba un joven infante, fiel servidor del rey.

—La flota está lista, majestad —anunció Emheb.

Kamosis había decidido bajar por el canal del este, dejar atrás la ciudadela, de donde forzosamente brotaría una nutrida descarga, y ver si era posible atacar por el norte. En caso contrario, los barcos de guerra establecerían un bloqueo y, en cuanto regresara Ahotep, el faraón trataría de apoderarse de Avaris, barrio tras barrio.

El rey bebió un poco de agua.

—¿Cómo está la moral de las tropas, Emheb?

—Os seguirán hasta el fin, majestad.

—Mientras no hayamos tomado esta ciudadela, todas nuestras hazañas no habrán servido de nada.

—Cada soldado es consciente de ello.

La solidez de Emheb tranquilizaba al faraón. Durante esos duros años de lucha, el gobernador nunca había emitido la menor queja, nunca había cedido al desaliento.

Cuando el faraón trepaba por la pasarela del navío almirante, el grito de alarma de un centinela inmovilizó a los soldados del ejército de liberación.

Muy pronto, Kamosis fue informado de la gravedad de la situación, ya que numerosos barcos hicsos procedentes del norte tomaban los canales del este y del oeste para atrapar en una tenaza a la flota egipcia en el puerto comercial.

El almirante Jannas había recibido, por fin, órdenes coherentes; es decir, reunir los regimientos acantonados en varias ciudades del Delta y, luego, reducir a la nada el ejército de Kamosis.

La afrenta de Khamudi y la indiferencia del emperador quedaron olvidadas. Jannas cumplía de nuevo su papel de comandante en jefe de las fuerzas armadas y mostraría al joven faraón lo que realmente era el poder militar de los hicsos.

Único dueño a bordo, Jannas no se vería obstaculizado por las estúpidas decisiones de un civil como Khamudi, y conduciría a su guisa la batalla de Avaris, aun sabiendo que sería mortífera dada la calidad de los barcos enemigos, rápidos y maniobrables, y el ardor de los egipcios, aguerridos ya en varios enfrentamientos. El emperador había subestimado al adversario. Jannas no cometería la misma imprudencia.

Sorprendiendo a la flota de Kamosis, por el este y el oeste al mismo tiempo, Jannas la obligaría a dividirse, a debilitarse, pues. Y si el faraón no había pensado en evacuar rápidamente los cargueros, quedaría atrapado en el puerto.

—Puerto comercial a la vista —anunció el vigía—. Ningún carguero.

«Este reyezuelo no es un mal jefe —pensó el almirante—, y la partida será más difícil aún de lo previsto».

—Quieren embestirnos con los espolones —consideró Emheb—. Como son mucho más pesados que nosotros, será una carnicería.

—La única opción es que nuestros navíos se dirijan al este —decidió Kamosis—. Concentremos inmediatamente todas nuestras fuerzas en la misma dirección.

La maniobra se llevó a cabo con tanta cohesión y rapidez que dejó estupefactos a los hicsos, que no consiguieron situarse de través para formar una muralla. El bajel almirante de dorada proa se deslizó entre dos adversarios, y Kamosis creyó, por unos instantes, que abría una brecha. Pero los hicsos lanzaron garfios y demoraron su marcha lo bastante como para lanzarse al abordaje.

El primero que puso el pie en cubierta no saboreó por mucho tiempo su hazaña, pues el hacha del Bigotudo se le clavó en la nuca. Los dos siguientes no escaparon a la daga del afgano, mientras las flechas de Ahmosis, hijo de Abana, frenaban los ardores de los asaltantes.

Varias unidades egipcias escaparon a los hicsos, pero tres de ellas fueron inmovilizadas, y se iniciaron feroces combates cuerpo a cuerpo.

El bajel almirante no conseguía desprenderse. Corriendo en su ayuda, el de los arqueros originarios de la ciudad de Edfú, al disparar flecha tras flecha, impidió que otro barco hicso se acercara.

En el canal del oeste, el almirante Jannas se veía entorpecido por sus propias embarcaciones, que no tenían espacio suficiente para dar media vuelta y caer sobre los egipcios; de éstos, algunos se sacrificaban para proteger al faraón.

Kamosis combatió con increíble energía, y el almirante Lunar llevaba personalmente el remo gobernalle. Al verlo amenazado por un coloso asiático, el Bigotudo se interpuso, pero no pudo evitar por completo el filo del hacha, que se deslizó a lo largo de su sien izquierda. A pesar del dolor, hundió su corta espada en el vientre del asiático, que, retrocediendo, chocó con la borda y cayó al agua.

—¡Ya está! ¡Pasamos! —exclamó Lunar, que devolvió así el valor a la tripulación.

De hecho, el navío almirante se liberaba por fin.

Con dos precisas puñaladas, la hermosa Anat acababa de cortar las corvas de una verdadera fiera con coraza negra que se disponía a herir al afgano por la espalda. Mientras un marino egipcio lo remataba, ella fue la única que vio a un hicso que blandía su lanza contra Kamosis, de pie en la proa.

Gritar iba a ser inútil; el faraón no la oiría.

En un impulso, Anat se colocó en la trayectoria de la lanza, que se clavó en su pecho.

Al volverse, Kamosis advirtió el sacrificio de su amante. Loco de dolor, atravesó la cubierta, saltando sobre los cadáveres. Con un rabioso mandoble, casi partió en dos el cráneo del asesino.

Era la batalla más dura que el almirante Jannas había tenido que librar nunca. Ciertamente, las pérdidas de los egipcios eran graves, pero las de los hicsos lo eran más aún, a causa de la estrategia adoptada por Kamosis y la maniobrabilidad de sus barcos.

—¿Nos lanzamos en su persecución, almirante? —preguntó su segundo.

—Son demasiado rápidos, y Kamosis podría atraernos a una trampa preparada al sur de Avaris. Pero la crecida no es eterna y, sea cual sea la habilidad del adversario, algún día se enfrentará con nuestros carros. De momento, pensemos en curar nuestras heridas y tomar medidas eficaces para garantizar la seguridad de la capital.

Desde la torre más alta de la ciudadela, Khamudi había asistido a la victoria de Jannas, saludada por las aclamaciones de los arqueros hicsos. Muy popular ya, el almirante se convertía en salvador de Avaris y verdadero brazo derecho del emperador, en lugar del gran tesorero, que le debería, entonces, la máxima consideración.

Khamudi había desdeñado en exceso al ejército en beneficio de la policía y la milicia. En cuanto fuera posible, corregiría esa actitud.

Su esposa Yima corrió a su encuentro.

—Estamos salvados, ¿verdad? ¡Estamos salvados!

—Ve a reconfortar a Tany. Yo debo informar al emperador. Apofis estaba sentado en su austero trono, en la penumbra de la sala de audiencias.

—Majestad, el almirante Jannas ha puesto en fuga a los egipcios.

—¿Lo dudabas, amigo mío?

—¡No, claro que no! Pero hemos perdido muchos barcos y marinos. Sin duda, por esta razón, el almirante ha decidido no perseguir a los vencidos y asegurar la defensa de Avaris. Por desgracia, nuestra victoria no es total, pues Kamosis ha salido indemne.

—¿Tan seguro estás de eso? —preguntó el emperador con tono gélido.