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Tras la inhumación, celebrada con un fervor que había reunido a los vivos y los muertos en una misma fe en la justicia de Osiris, todos se habían sentido como cayendo en una especie de abismo del que solo la fraternidad de las armas permitía escapar. Los soldados se habían agrupado por afinidades, para hablar de los seres queridos y probarse que existía aún un porvenir después del horror que acababan de vivir.

Sola en su camarote, con Risueño el joven tendido ante la puerta, Ahotep imploraba al alma luminosa del faraón Seqen que le devolviera las fuerzas que había perdido ofreciendo todo su amor a las víctimas de los hicsos. Tras el exterminio de aquellos inocentes, tras el suplicio de mujeres, niños, hombres y animales, aquella guerra cambiaba de rostro.

Eso en el caso de que siguiera habiendo una guerra…, pues las intenciones del emperador eran claras; es decir, si el ejército de liberación seguía desafiándolo, miles de civiles serían eliminados con una crueldad sin par. ¿Y cómo un joven monarca de veinte años podía aceptar semejante responsabilidad? Marcado en lo más profundo le sí mismo por aquella abominación, solo podía pensar en regresar a Tebas.

Los asesinos de Pershaq no habían golpeado al azar. La magnitud de sus crímenes iba a resultar, sin duda, tan eficaz como la más destructora de las armas de guerra.

Ahotep tendría, pues, que levantarse en el camino de su propio hijo para indicarle que toda vuelta atrás llevaría a la derrota.

—Tu actitud no es la de un faraón —declaró Anat.

—Si hubieras visto…

—Lo he visto. He visto también a Tita, hijo de Pepi, degollando a inocentes para hacer que reinara el terror. Estos son los métodos de los hicsos.

—Si proseguimos la ofensiva —repuso Kamosis—, el emperador ordenará nuevas matanzas.

—Y si te refugias en Tebas, en una ilusoria seguridad, dará las mismas órdenes. Luego, su ejército caerá sobre el sur y te aniquilará. Cuanto más vaciles, más se desencadenará contra los inocentes el furor de Apofis. Cuando se ataca al emperador de las tinieblas, nunca hay que retroceder. Es lo que piensa la reina Ahotep, y yo pienso lo mismo.

—¿Acaso mi madre te ha hecho confidencias?

—No, majestad, pero me ha bastado con ver su mirada. Si tuviera que proseguir sola el combate con algunos partisanos, no vacilaría. Ahora, los hicsos saben que nunca someterán a los egipcios, de modo que Apofis ha decidido proceder a una erradicación brutal. La retirada de tu ejército no salvaría a nadie.

—¡Nuestras primeras victorias eran solo ilusiones!

—¿Han sido solo ilusiones la caída del frente de Cusae, la toma de Nefrusy y la de Hermópolis? ¡De ninguna manera!

—Cuando los hicsos utilicen sus armas pesadas…

—¿Y si estuvieran demasiado seguros de su poder? Tú debes ser capaz de llevar la corona blanca cuando los hijos de la luz se enfrenten con esas tinieblas.

Ahotep contemplaba la luna llena, símbolo de la resurrección consumada. Una vez más, el sol de la noche había conseguido vencer las fuerzas del caos para iluminar el cielo estrellado y convertirse en intérprete de la luz oculta. Pero a partir de aquella fecha, la jarra de las predicciones enmudecía.

El faraón Kamosis se dirigió hacia la esposa de dios.

—Madre, he tomado mi decisión. Por medio de la voz de Anat, la mujer a la que amo, he oído la vuestra. Y vos indicáis el único camino posible.

—Mucho le pide el destino a un ser tan joven; sin duda, demasiado. Se te ha impuesto en pocas semanas toda una vida de sufrimientos y dramas, sin que puedas recuperar el aliento. Pero eres el faraón y tu edad no cuenta. Solo tu función es importante, pues es la esperanza de todo un pueblo.

—Al alba, anunciaré a nuestro ejército que proseguimos nuestro avance hacia el norte.

La pequeña ciudad de Sako, a doscientos ochenta kilómetros al sur de Avaris, había sufrido la misma suerte que Pershaq. Los mismos macabros descubrimientos conmovieron de nuevo el corazón de los soldados, y fue necesaria toda la firmeza del faraón Kamosis para mantener la cohesión en las filas.

La esposa de dios celebró los ritos fúnebres, y su nobleza apaciguó las almas. Todos comprendieron que no combatían solo para liberar Egipto, sino también para acabar con un monstruo cuya crueldad no tenía límites.

Los soberanos acababan su frugal cena cuando el Bigotudo empujó ante él a un hombrecillo aterrorizado, que vestía una coraza negra.

—¡Mirad lo que he encontrado!

Decenas de lanzas y espadas apuntaron al enclenque hicso, que no tenía aspecto de ser un as de la guerra.

—Se ocultaba en un sótano. Si vuestras majestades me lo permiten, lo entregaré a mis hombres.

El pequeño hicso se arrodilló, con los ojos bajos.

—No me matéis —imploró—. ¡Soy solo un correo! ¡No he hecho nunca daño a nadie, nunca he llevado un arma!

—¿Por qué no te has ido con los tuyos? —preguntó Kamosis.

—Me oculté en una casa para no ver lo que hacían… y me dormí.

—¿Quién manda a ese montón de asesinos?

—El almirante Jannas en persona.

—¿Dónde está ahora?

—Lo ignoro, señor, lo ignoro. Soy un simple correo y…

—Encárgate de él, Bigotudo.

—Un momento —intervino Ahotep—. Ese portador de mensajes podría sernos útil.

—¿Querías verme urgentemente, hermanita? —se sorprendió el emperador—. No pareces encontrarte muy bien.

Ante Apofis, más gélido que el cierzo invernal, incluso Ventosa se sentía incómoda. Pero ya no podía retroceder.

—Tengo…, tengo una información.

—¿El nombre de un conspirador?

—Eso es.

—Eres maravillosa, hermanita, y cien veces más eficaz que mis agentes de información. Dime enseguida quién se atreve a concebir negros designios contra mi augusta persona.

Ventosa recordó el cuerpo de Minos, sus caricias, su ardor, aquellas horas de placer que era el único en darle.

—Se trata de alguien importante, del que no podíamos sospechar…

—¡Vamos, no me impacientes! El traidor entrará esta misma noche en el laberinto, y tú estarás sentada a mi lado para ver cómo muere.

—Es uno de los responsables del armamento —confesó ella en un susurro.

Apenas se había dado la orden de arresto cuando un furibundo Khamudi entregó un papiro al emperador.

—Señor, una carta del faraón Kamosis.

—¿Cómo ha llegado hasta nosotros?

—Por un correo que fue capturado y liberado. Naturalmente, he torturado al imbécil, pero ha muerto sin decirme nada interesante.

—Muy bien. Léeme la misiva.

—Señor, no creo que…

—Lee, Khamudi.

Con voz indignada, el gran tesorero obedeció.

—«Yo, el faraón Kamosis, considero que Apofis es solo un jefezuelo que ha sido rechazado con sus ejércitos. Tu discurso es miserable. Reclama el cadalso en el que perecerás. Los peores rumores circulan por tu ciudad, donde se anuncia tu derrota. Solo deseas el mal y por el mal caerás. Las mujeres de Avaris ya no podrán concebir, pues sus corazones ya no se abrirán en su cuerpo cuando oigan el grito de guerra de mis soldados. Vigila tu retaguardia al huir, pues el ejército del faraón Kamosis y la reina Ahotep se acerca a ti».

Khamudi pataleaba de rabia.

—Señor, ¿no debería Jannas aplastar de inmediato a esa chusma que se atreve a injuriaros?

El emperador no mostró el menor signo de irritación.

—Esta mediocre misiva solo está destinada a provocarme para atraerme a una trampa. A los egipcios les gustaría enfrentarse a nosotros en Sako. No cometamos ese error, y que Jannas prosiga con su limpieza. Destruiremos a los rebeldes en el lugar y el momento más favorables, como estaba previsto.