Mientras avanzaba hacia la ciudad de Pershaq, el ejército de liberación sabía que el choque frontal con las tropas de los hicsos era inevitable. En las filas se hablaba de animales monstruosos que el emperador manipulaba con el pensamiento, de largas lanzas que atravesaban a tres hombres de un solo golpe y de armas desconocidas contra las que ni siquiera la reina Ahotep conocía detención alguna.
A la cabeza de la tropa, el almirante Lunar había retomado su bastón de proel para sondear el Nilo. Tan atento como un felino, acechaba el menor signo de peligro. A su lado, estaban el Bigotudo y el afgano, que conocían bien la región.
—Nos encontramos muy cerca de Pershaq —dijo el Bigotudo, cada vez más nervioso.
—Y nada aún —advirtió el almirante—. Forzosamente, nos tenderán una emboscada.
—El mejor modo de saberlo es mandar una patrulla de reconocimiento —propuso el afgano.
Lunar ordenó un alto.
Ahotep y el faraón se rindieron pero le negaron la autorización para patrullar.
—Tu grado es excesivo y estás demasiado condecorado —le recordó el Bigotudo—, de modo que iré yo.
—Tampoco —se negó Ahotep—, puesto que tienes el mismo grado y las mismas condecoraciones que el afgano.
—Majestad, no podemos mandar a esa trampa a unos chiquillos sin experiencia. Si no tienen a su cabeza un jefe hábil, ni uno solo regresará vivo.
—¿Me consideras un jefe hábil? —preguntó el faraón Kamosis. El Bigotudo y el afgano se quedaron boquiabiertos.
El rey se inclinó ante su madre.
—Reina de Egipto, me toca a mí, y solo a mí, conducir a mis hombres al combate. Sabrán así que el miedo no me domina y que el jefe del ejército de liberación es el primero que corre riesgos. Mi padre y vos misma habéis actuado siempre de ese modo.
Frente a ella, Ahotep no tenía a un fanfarrón ni a un irresponsable, sino a un joven faraón de veinte años que quería asumir, plenamente, los deberes de su cargo.
Aunque su corazón de madre se desgarrara, la reina no podía oponerse a esta decisión.
—Si caigo —murmuró Kamosis—, sé que vos me levantaréis.
El rey había desembarcado con un centenar de hombres a menos de cinco kilómetros de Pershaq. Hasta entonces, ni la menor escaramuza.
En cuanto la patrulla descubriera al enemigo, el faraón soltaría a Bribón con un mensaje que describiera en pocas palabras la situación.
—Nada aún —se lamentó el Bigotudo, recorriendo la cubierta del navío almirante—. ¡Y hace mucho tiempo ya que se fueron!
—Tal vez sea buena señal —dijo el afgano.
—¿Y si el rey ha sido hecho prisionero? ¿Y si Bribón ha muerto? Deberíamos intervenir.
Solo Ahotep podía dar la orden, pero la reina permanecía silenciosa.
—Algo va mal —advirtió el Bigotudo—. Siento que las cosas no están claras.
—Comienzo a compartir tu opinión —reconoció el afgano. Cuando los dos hombres se dirigían hacia Ahotep, Bribón apareció sobre sus cabezas con un rápido aleteo y se posó, suavemente, en el antebrazo de la soberana. En sus brillantes ojos, se podía leer la alegría del trabajo bien hecho.
Redactado por la mano del rey, el mensaje era bastante sorprendente.
—Sin novedad —reveló Ahotep—. El faraón nos aguarda a las puertas de la ciudad.
Pershaq estaba desierta.
En las callejas ni un alma viviente, ni siquiera un perro vagabundo.
Desconfiado, el gobernador Emheb había ordenado que varios grupitos inspeccionaran cada casa.
Todas habían sido abandonadas. En los sótanos, se veían alimentos intactos.
—Los hicsos se han ocultado —advirtió Emheb—. Esperan a que gran parte de nuestras tropas se meta en la ciudad para rodearnos.
El faraón desplegó a sus hombres. En esa ocasión, el Bigotudo y el afgano marchaban a la cabeza de sus regimientos, dispuestos para el combate.
Pero no había hicso alguno a la vista.
Fue el Bigotudo quien descubrió unos rastros significativos en el exterior de la ciudad. En el blando suelo, se habían impreso las plantas de unos pies, pero también unos cascos más anchos que los de los asnos y unos extraños surcos.
—Se han marchado hacia el norte.
—Los hicsos han huido —comprobó el faraón, incrédulo.
Esa victoria sin derramamiento de sangre produjo alegría en las filas del ejército de liberación. ¡De modo que el terrorífico ejército del emperador era solo eso, una pandilla de miedicas que retrocedía cuando se acercaba el adversario y ni siquiera intentaba mantener sus posiciones!
Ahotep no participaba del regocijo general. Ciertamente, los hicsos habían abandonado Pershaq, pero ¿dónde estaba la población?
—¡Majestad, venid pronto! —imploró Emheb.
El gobernador condujo a la reina y al faraón hasta la zona de los graneros.
Las inmediaciones estaban manchadas de sangre y un hedor espantoso flotaba en el aire.
Los arqueros adoptaron posiciones, como si el enemigo fuera a surgir de las sombras.
—Que se abran las puertas de los graneros —decretó Ahotep. Varios jóvenes infantes ejecutaron la orden.
Doblándose, los soldados vomitaron. Entre gritos, uno de ellos se golpeó la frente con violencia y fue necesaria la intervención de un oficial para impedir que se hiriera de gravedad.
El faraón y su madre se acercaron.
Lo que vieron les llevó al borde del desmayo. Con la mirada colérica, casi sin respiración y con el corazón que se les salía del pecho, no conseguían aceptar semejante barbarie.
Los cadáveres de los habitantes de Pershaq estaban amontonados, unos sobre otros, mezclados con los de perros, gatos, ocas y monos pequeños. Ningún ser humano, ningún animal doméstico, había sido respetado.
Todos degollados.
Todos amontonados como objetos de desecho.
El faraón tomó en sus brazos a un anciano cuyo dislocado cadáver yacía sobre la espalda de un hombre corpulento. Antes de asesinarlo, le habían roto las piernas.
Kamosis no conseguía llorar.
—Que cada una de las víctimas, humana o animal, sea sacada con respeto de esta carnicería —ordenó— y enterrada. La esposa de dios celebrará un rito funerario para que sus almas se apacigüen y reúnan.
Se organizó una lenta procesión mientras los hombres de ingeniería excavaban las tumbas.
La mayoría de los soldados derramaban lágrimas, y ni siquiera el afgano, cuya coraza parecía, sin embargo, muy gruesa, pudo evitar los sollozos cuando levantó el cuerpo de una muchacha con el vientre y los pechos lacerados.
Se vaciaron veinte graneros de Pershaq. La reina y el faraón dedicaron una mirada y un pensamiento a cada una de las víctimas. La mayoría había sido atrozmente torturada antes de la ejecución.
Ahotep sintió que su hijo desfallecía, pero no podía ocultarle un hecho que solo ella parecía haber advertido.
—No hay ni un solo niño entre esos infelices.
—¡Se… se los habrán llevado como esclavos!
—Quedan tres graneros —observó la reina.
Con la cabeza que le ardía, el monarca abrió una de las puertas y lanzó un profundo suspiro de alivio.
—¡Tinajas, solo tinajas!
Ahotep quiso creer, por un instante, en la clemencia de los hicsos; pero tenía que comprobarlo.
La reina levantó, pues, el tosco tapón de limo que cerraba una tinaja para aceite.
En el interior, encontró el cadáver de una niña de tres años con el cráneo hundido.
Y cada tinaja escondía los restos de un niño torturado.
Las tropas de los hicsos, al mando del almirante Jannas, habían cumplido al pie de la letra las órdenes del emperador.