En el acantilado se habían excavado las moradas de eternidad de los notables de Beni Hassan, a poca distancia al norte de Hermópolis. Desde lo alto de aquel grandioso paraje, la mirada descubría una vasta llanura, llena de palmerales y aldeas conectadas por canales. Majestuoso, el Nilo dibujaba elegantes curvas.
Pese a sus temores, el ejército egipcio no había encontrado resistencia alguna. Según los habitantes de la región, rebosantes de alegría al recibir a sus libertadores, los soldados del emperador habían abandonado sus posiciones dos días antes.
Preocupado, el faraón Kamosis disponía sus tropas como si fueran a sufrir una inminente contraofensiva, tanto por tierra como en el río. Del almirante Lunar al simple soldado, nadie bajaba la guardia.
De serena belleza, el lugar parecía, sin embargo, apacible, al margen de cualquier conflicto. La campiña desplegaba sus tranquilos encantos, que incitaban a la meditación.
—El emperador instaló aquí una barrera de maleficios —observó Ahotep—. Que nadie intente cruzarla.
—¿Cómo podemos destruirla, madre?
—Tengo que examinar cada tumba y descubrir aquella en la que depositaron la jarra de las predicciones.
—¿Y si los hicsos la destruyeron?
—Estaremos, entonces, ciegos y sordos.
—¡Dejad que os acompañe!
—Quédate a la cabeza del ejército, Kamosis. Si nos agrede, tendrás que reaccionar sin tardanza.
Observada por los soldados, la reina comenzó su ascenso. Según unos, se disponía a enfrentarse con un demonio del desierto; para otros, con genios malignos manipulados por el emperador. Según los mejor informados, la prosecución de la guerra dependía del enfrentamiento entre la Reina Libertad y una fuerza oscura, capaz de corroer el alma de los tebanos.
En cuanto alcanzó la plataforma rocosa a lo largo de la que se habían dispuesto las sepulturas, Ahotep supo que había encontrado el lugar donde se había implantado la barrera de maleficios deseada por Apofis.
Con la cabeza martilleándole, las piernas pesadas y casi sin respiración, la reina se creyó sumida en un infierno, aunque un suave sol hacía brillar el verde de los cultivos y la blancura calcárea.
Estrechando en sus manos el collar-menat, Ahotep consiguió respirar casi con normalidad y acercarse a las tumbas.
Pero una estela le cerró el paso; una estela en la que se habían inscrito terribles fórmulas: «¡Maldición sobre quien atraviese el umbral de esta morada, fuego devorador sobre el profanador, condenación eterna!».
No eran palabras habituales en un lugar de paz profunda, unido a la eternidad. Sin duda alguna, habían sido grabadas por orden de Apofis, para que formaran un obstáculo infranqueable. El emperador de las tinieblas se había apoderado de un akh, un «espíritu luminoso», y lo había apartado de su función primera para transformarlo en fantasma agresivo y temible.
Así pues, Ahotep se dirigió a él y le presentó como ofrenda el collar.
Se levantó un fuerte viento. La reina creyó oír gritos de dolor, como si un alma extraviada fuera presa de un insoportable sufrimiento.
Ahotep desgarró la parte superior de su túnica en cuatro jirones, y los extendió uno junto a otro entre la estela y la entrada del dominio funerario.
El viento aumentó; los gemidos, también.
Ahotep puso en el suelo su varita en forma de serpiente. La cornalina se estremeció y se animó, y se irguió una cobra real. Ondulando sobre los jirones de lino, los incendió.
Tomando aquellas antorchas, la reina hizo con ellas un camino de fuego.
—Que las diosas ocultas en las llamas monten guardia de día y aseguren, por la noche, la protección —imploró—; que rechacen a los enemigos visibles e invisibles, que hagan penetrar la luz en las tinieblas.
El viento cesó, y el fuego disminuyó, poco a poco, de intensidad.
La estela amenazadora había desaparecido, como si se hubiera hundido en el acantilado.
Con la vara en la mano, Ahotep penetró en la morada de eternidad de un noble llamado Amenemhat. Cruzó un antepatio, pasó bajo un pórtico hipóstilo y se recogió sobre el suelo de la amplia capilla, cuya puerta estaba abierta. ¿Habría dispuesto allí el emperador otras trampas?
Confiando en su instinto, Ahotep pronunció el nombre de «Amenemhat, justo de voz», y le rogó que la acogiera en su paraíso terrenal.
Las pinturas eran de extraordinaria frescura. Dejándose atrapar por el encanto de las representaciones de pájaros, símbolos de las metamorfosis del alma, la reina se sintió bruscamente en peligro. Su mirada se clavó en unas escenas sorprendentes, consagradas a luchadores que se enfrentaban con las manos desnudas. Se hacían gran cantidad de presas y cada movimiento estaba descompuesto para servir de modelo.
Los rostros de los luchadores se volvieron hacia la reina.
En sus ojos, vio la intención de agredirla. Muy pronto, las figuras aparentemente inmóviles iban a animarse, a salir de las paredes y a maltratar a la intrusa.
—Soy la reina de Egipto y la esposa de dios. Vosotros, sois soldados al servicio del faraón. Que los hechizos del emperador abandonen vuestros cuerpos y que vuestra ciencia del combate se ponga al servicio de Kamosis.
Con la vara en forma de serpiente en la mano izquierda y el collar-menat en la diestra, Ahotep desafió a la cohorte de luchadores.
—Obedecedme o vuestra imagen será privada de vida. Que cada uno de vuestros gestos favorezca la luz, y no las tinieblas. Durante unos instantes, los luchadores parecieron ponerse de acuerdo. Luego, retomaron sus posturas iniciales.
Cualquier sensación de agresividad había desaparecido. Ahotep se dirigió a la hornacina que contenía las estatuas del propietario de la tumba y de su esposa. A sus pies, había una jarra.
En el interior de la jarra, encontró un papiro en el que se indicaban los buenos y los malos días del año en curso, de acuerdo con los mitos revelados en los distintos templos de Egipto. Cualquier acción de envergadura debía respetar aquel calendario sagrado.
—Vuélvelo a probar —ordenó el Bigotudo a un fortachón, muy descontento por haber mordido ya dos veces el polvo.
En su tercer intento, el fortachón fingió golpear al Bigotudo en la cabeza, pero, en el último momento, intentó alcanzarlo en el estómago.
Sin comprender lo que le sucedía, perdió el equilibrio, fue levantado horizontalmente y cayó de espaldas, con fuerza.
—¡Es una presa realmente fabulosa! —exclamó el Bigotudo, encantado al aplicar las técnicas de combate reveladas por la tumba de Amenemhat.
Varios escribas habían copiado con precisión las escenas de lucha, para que pudieran ser enseñadas a los reclutas. En aquel juego, el Bigotudo y el afgano se habían revelado como los mejores. Y no dejaban de exigir un entrenamiento intensivo para aumentar las posibilidades de supervivencia de sus hombres. Aunque no se hubiera producido ningún contraataque hicso, las tropas se hallaban en permanente estado de alerta. Kamosis se mostraba impaciente, pero la jarra de las predicciones había emitido su veredicto, es decir, que los próximos días eran impropios para una acción militar. Obligado a respetar las palabras de lo invisible, el faraón temía que el tiempo fuera contra el ejército de liberación.
—Parecéis inquieto, majestad —observó la hermosa Anat, obligada a permanecer en la tienda real.
—¿Y eso te alegra?
—Muy al contrario. Desde que me liberasteis de mis cadenas, solo deseo vuestro éxito.
—Eres muy seductora y lo sabes.
—¿Y es eso una falta tan grave que merezca castigo?
—Tengo preocupaciones mayores que la belleza de una mujer.
—¿Acaso esta guerra os impide amar? En ese caso, os faltará una fuerza indispensable para vencer. Lo que la violencia destruye solo el amor consigue reconstruirlo.
—¿Y tú, Anat, realmente deseas ser amada?
—Por vos, sí, siempre que seáis sincero.
Kamosis tomó en sus brazos a la siria de ojos azules y la besó con ardor.