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Para quienes, como los sirios, habían visto ese tipo de monstruo, Tita, hijo de Pepi, parecía un oso. Con su enorme cabeza, sus cejas enmarañadas y su nariz en forma de hocico, aterrorizaba a sus subordinados, a los que no perdonaba la menor jugarreta. Excelente alumno de los hicsos, basaba su poder en la violencia y la crueldad.

Limitando al emperador, Tita, hijo de Pepi, ejecutaba personalmente, cada mes, a uno de sus conciudadanos tomado al azar. La población de Nefrusy estaba obligada a asistir a la ceremonia, que terminaba con un himno a la grandeza de Apofis.

Al oso le gustaba su provincia y su capital, y no tenía más ambición que reinar allí como dueño absoluto. Para agradecerle su fidelidad, el emperador le había autorizado a levantar unas almenas que daban muy buen aspecto a Nefrusy.

También su esposa, Anat, una siria de ojos azules, tenía un buen aspecto. Dotada de un temperamento ardiente, no dejaba de contrariarle y se oponía a todas sus decisiones, que le parecían tan estúpidas como injustas. Por fortuna para ella, Tita, hijo de Pepi, apreciaba ese enfrentamiento, y solo ése. Y además las justas acababan siempre en la gran cama de sicomoro, el más hermoso florón de su palacio.

La jornada se anunciaba agradable, puesto que el dueño de Nefrusy iba a degollar a un adolescente culpable de rebeldía contra el emperador. Luego, las muchachas desfilarían entonando un poema guerrero, compuesto personalmente por el oso; un ridículo horror, según Anat, pero cuyas palabras alababan el genio del emperador.

—¿No estás listo aún? —se extrañó la muchacha.

—Quiero estar especialmente apuesto, querida. Mis apariciones públicas tienen que arrobar a la población.

—¿Y es necesario matar a un chiquillo inocente para asentar tu abominable reputación?

—¡Claro! El menor signo de clemencia haría que los resistentes brotaran como las malas hierbas.

—¿Los hay aún?

—Desconfianza, desconfianza, soberbia. ¿Cómo sienta la nueva túnica?

—Demasiado chillona.

—¡Realmente eres insoportable, querida!

Poco después del alba, la reina Ahotep había reunido de nuevo el consejo supremo que acababa de decidir el porvenir de Egipto. Sus miembros esperaban entonces directrices concretas y una distribución de las fuerzas armadas entre Tebas y Cusae.

—Esta noche —reveló la soberana— se me ha aparecido el dios Amón con la espada en la mano. Se había encarnado en la persona del faraón Kamosis y su mirada tenía la intensidad del sol de mediodía. «¿No te ordené que destruyeras a los hicsos y cumplieras esta misión, fueran cuales fuesen los obstáculos?», me ha recordado. Ciertamente, sois razonables y sensatos. Ciertamente, los hicsos son superiores a nosotros. La línea del frente es sólida; Nefrusy, inexpugnable, y Hermópolis, más aún. Ciertamente, hemos hecho ya lo imposible y, sin duda, hemos agotado ya nuestras reservas de heka, la única fuerza capaz de modificar el cruel destino que ha caído sobre nuestro país. Conozco la realidad, pero tengo el deber de rechazarla y no sufrirla, porque esa es la voluntad de Amón. Ha llegado la hora de dejar atrás Cusae, cruzar esta frontera y lanzarnos hacia el norte. Solo esta estrategia contribuirá a la reunificación de las Dos Tierras. Si somos vencidos, Tebas será destruida, y ya nada se opondrá a la barbarie. Y si nos replegamos, ocurrirá lo mismo. Sin duda, consideraréis aberrante mi decisión y preferiréis refugiaros en una falsa seguridad. Por eso, solo iré al combate con los voluntarios.

Kamosis levantó las manos, con las palmas dirigidas al cielo en señal de veneración.

—El faraón designado por Amón ha oído la voz de la esposa de dios. Su ejército la seguirá. Que los consejeros que no estén de acuerdo con esta decisión regresen a Tebas de inmediato. Nadie salió de la tienda.

—¡Qué increíble mujer! —murmuró el afgano mientras miraba a Ahotep, que se dirigía a cada soldado para insuflarle el valor necesario.

—Vale la pena morir por ella y por Egipto —añadió el Bigotudo—. Al menos, cuando comparezcamos ante el tribunal del otro mundo no mantendremos la cabeza gacha y avergonzados los ojos.

Cuando Kamosis, tocado con la corona blanca, apareció en la proa del navío almirante, los guerreros del ejército de liberación levantaron sus armas hacia el cielo, mientras los tambores comenzaban a redoblar con un ritmo frenético.

Para romper la línea de defensa de los hicsos, el faraón lanzó un triple asalto, es decir, por el río y por cada ribera, utilizando así la totalidad de sus fuerzas.

Kamosis se benefició de un excelente concurso de circunstancias. Por una parte, era la hora del relevo, que se desarrollaba de un modo rutinario; por otra parte, el general encargado del frente de Cusae estaba acostado porque sufría un cólico nefrítico.

Sorprendidos por la magnitud de la ofensiva, los hicsos perdieron valiosísimos minutos organizándose a trancas y barrancas. Varios de sus barcos ardían ya, mientras el campamento era atacado por el este y el oeste. En cuanto Ahmosis, hijo de Abana, hubo derribado a los oficiales superiores, que se creían a salvo en el cerro desde el que observaban la batalla, la cadena de mando se rompió y el terror se apoderó del conjunto de los defensores.

Como una devoradora llama cuyo ardor mantenía Kamosis con órdenes precisas y eficaces, el ejército de liberación se lanzó por las múltiples brechas.

El gobernador Emheb estaba estupefacto. ¿Cómo unas tropas heteróclitas y con poca experiencia habían conseguido acabar con los infantes hicsos, más numerosos y mejor armados? El entusiasmo de los asaltantes había sido decisivo, era cierto, pero había que reconocerle al joven rey Kamosis unas excepcionales cualidades como jefe de guerra. Confiando solo en su instinto, había golpeado en el lugar adecuado y en el momento preciso. ¿Acaso la magia de la reina Ahotep no guiaba su brazo?

—¿Pérdidas? —preguntó ella.

—Leves, majestad.

—Que un barco repatríe a los heridos graves hacia Tebas. ¿Prisioneros?

—Ninguno.

El ardor de los liberadores solo se había apaciguado con la muerte del último hicso, abrasado en el incendio del campamento.

Cuando había salido de la humareda, con la espada manchada de sangre, el faraón había asustado a sus propios soldados. Cualquier expresión de juventud había desaparecido de su rostro, marcado ya por las numerosas y brutales muertes que había infligido.

—Te has expuesto demasiado —le reprochó Ahotep.

—Si no doy ejemplo, ¿quién se atreverá a desafiar las tinieblas? Agotado, el monarca se sentó en un modesto trono de sicomoro. Risueño el Joven le lamió las manos, como si el perro quisiera borrar las huellas del terrible combate.

—Teníais razón, madre; éramos capaces de romper el frente hicso. Gracias a esta victoria, nuestra heka se ha reforzado y hemos sacado a la luz cualidades que ignorábamos. Ha sido como un parto… Hemos dado origen a unas temibles fuerzas, que ni el propio dios Set desdeñaría. ¿Es este el camino que debemos seguir?

—Responder a la violencia con la dulzura, a la crueldad con la diplomacia y el perdet… ¿Es eso lo que desearías, hijo mío? Semejantes actitudes llevarían al triunfo de la barbarie. Ante nosotros, en nuestra tierra, no hay simples adversarios con quienes se pueda negociar, sino hicsos. Invasores que quieren aniquilar nuestros cuerpos y nuestras almas. ¿Acaso no se mantiene Set en la proa de la barca del sol, puesto que es el único capaz de enfrentarse con el dragón de las tinieblas?

Kamosis cerró los ojos.

—Me había preparado para el combate, no para esta guerra.

—Es solo el comienzo, hijo mío. Hoy te has unido al valor de tu padre y has sentido lo que él experimentó al morir por la libertad.

Kamosis se levantó.

—Como él, iré hasta el fin. Unos días de descanso y tomaremos Nefrusy.

—No te concedo esos días. Debemos aprovechar esta victoria para ampliar nuestra ventaja y caer, como un halcón, sobre el enemigo.

El afgano y el Bigotudo tomaron una frugal comida, recogieron su impedimenta y subieron a bordo del barco. Pese al grado y las condecoraciones, seguían comportándose como simples resistentes.

—Me hubiera gustado respirar un poco —se lamentó un infante.

—¿Realmente quieres morir? —le preguntó el afgano.

—¡Claro que no!

—Entonces, alégrate por las órdenes. Cuanto antes lleguemos a nuestro siguiente objetivo, más oportunidades tendremos de vencer y, por lo tanto, de sobrevivir.

—¿Combatiremos de nuevo?

—Para eso estás aquí, ¿no?

La pregunta sumió al infante.

—Eso es cierto, comandante.

—Vamos, muchacho. No hemos terminado aún de exterminar hicsos.

—¡Así me gusta!

El infante trepó con alegría por la pasarela.

Con un ejemplar sentido de la disciplina, los soldados del ejército de liberación embarcaron en un tiempo récord. Y les tocó a los remeros demostrar su capacidad.