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Cada mañana, Teti la Pequeña convocaba a los oficiales responsables de la seguridad de la base militar y de la ciudad de Tebas. Tanto al sur como al norte de la ciudad, se habían instalado puestos de vigía, encargados de advertir, en cualquier instante, un ataque hicso. Gracias al encarnizado trabajo de Heray, el superior de los graneros, la agricultura tebana era de nuevo floreciente. Los ganaderos acababan de celebrar el nacimiento de numerosos terneros, corderillos y lechones, como si los rebaños, tranquilizados por el mantenimiento de una paz duradera, recuperaran una fecundidad normal.

Por su parte, el intendente Qaris se comportaba como un verdadero ministro de Economía. Tras haber puesto fin al mercado negro, aplicaba las antiguas reglas, que exigían que el poderoso no viviera a expensas del débil. Daba cuentas a la reina madre de la magnitud y la calidad de los intercambios comerciales, cuyo principal regulador era el templo de Karnak.

Pese a sus apretadas jornadas, la anciana dama destinaba tiempo a velar por la educación del príncipe Amosis, que se había convertido en un excelente arquero y un buen espadachín, pero también en un letrado capaz de escribir con jeroglíficos o en lengua administrativa. Teti la Pequeña le hacía leer cuentos, y las enseñanzas de sabios como Ptah-hotep. La seriedad del chiquillo sorprendía a sus instructores militares, ya que, obediente, perseverante, sin protestar nunca ante un esfuerzo suplementario, iba hasta el limite de sus fuerzas. Dotado de una notable memoria y de una viva inteligencia, tenía sed de saber y deseos de conocer.

Por lo general, Amosis se levantaba con el sol y desayunaba con su abuela. Al ver que no aparecía, Teti la Pequeña pidió a su doncella que lo despertara.

La criada no tardó en regresar.

—¡Majestad, el príncipe tiene mucha fiebre! Su frente arde, todos sus miembros tiemblan.

La reina madre acudió enseguida junto a Amosis. Se sentía responsable del hijo menor de Ahotep, al que tal vez le esperara un gran destino. Sin duda alguna, una prematura desaparición sería para la reina un golpe fatal.

A la misma edad, Ahotep había sufrido males comparables, de modo que Teti la Pequeña decidió utilizar remedios similares para aliviar el corazón liberando los conductos que partían de él y a él llevaban. Restablecería así una buena circulación de la energía. Desdeñando la fiebre, simple síntoma, se ocupó de tres órganos esenciales, es decir, el hígado, el bazo y los pulmones. Para ello, le administró una poción cuyos ingredientes —carne de toro, resina de terebinto, meliloto, bayas de enebro, cerveza dulce y pan fresco— habían sido cuidadosamente dosificados.

El niño apretó con fuerza la mano de su abuela.

—¿Crees que voy a morir?

—Claro que no. Tienes que aprender mucho todavía.

—¡Barco a la vista, majestad! —anunció el gobernador Emheb.

—¿Procedencia? —preguntó el faraón Kamosis.

—El sur.

—Haz las señales de reconocimiento.

Si se trataba de la reina Ahotep, respondería izando una vela en la que habrían pintado una barca que contenía el disco lunar. En caso contrario, habría que entablar combate en el río.

Los nervios de los tebanos estaban muy tensos.

La vela se desplegó lentamente, demasiado lentamente. Dada la intensidad del sol de mediodía, era imposible descubrir la menor señal.

—¡La luna! ¡La veo! —exclamó Emheb—. Es la flotilla de la reina. El símbolo de Ahotep y de la resistencia brillaba en lo alto del mástil de su navío. Con alegre compás, los tambores comenzaron a redoblar para celebrar la reunión de todas las fuerzas egipcias.

Mientras el joven rey besaba a su madre, los soldados se alegraban.

Ahotep no ocultó su sorpresa.

—Te traigo solo escasos refuerzos, hijo mío, pero tú pareces haber reclutado numerosos partidarios.

Kamosis no escondió su orgullo.

—Bateleros, comerciantes, ex milicianos… Fue necesario convencerlos de que habían elegido mal su bando. No siempre fue fácil, pero han acabado comprendiendo dónde estaba su interés. Nuestra victoria les garantizará una existencia mucho más agradable que bajo el yugo de los hicsos.

Ahotep mostró una amplia sonrisa.

—Realmente, comienzas a reinar, Kamosis.

La presencia de la reina Ahotep había tenido la inesperada consecuencia de aglutinar los elementos dispares del ejército de liberación. Gracias a ella, el miedo no obsesionaba ya los ánimos, alimentados, entonces, por el más loco de los sueños, es decir, vencer al imperio de las tinieblas.

Un pesado silencio reinaba en el frente de Cusae. Todos aguardaban las decisiones del consejo de guerra, y muchos apostaban por una solución razonable, o sea, convertir Cusae en la nueva frontera septentrional del reino tebano, erizándola de fortificaciones.

—Me he comprometido a romper el cerrojo de Hermópolis —recordó el faraón Kamosis—. La aduana de los hicsos debe ser desmantelada.

—Allí se oculta la jarra de las predicciones —reveló Ahotep—. Nos es indispensable para establecer nuestra estrategia y salvar numerosas vidas.

—Lancémonos sobre Hermópolis —decidió Kamosis. Tranquilo, el gobernador Emheb creyó necesario hacer que el joven monarca volviera a la realidad.

—Majestad, Hermópolis está fuera de nuestro alcance.

—¿Por qué razón, gobernador?

—Desde que mantenemos el frente de Cusae, hemos tenido tiempo de estudiar el dispositivo de los hicsos. Arriesgando su vida, dos exploradores consiguieron rodear la primera linea enemiga y descubrir su base de retaguardia. Se trata de la ciudad de Nefrusy, la capital de la decimosexta provincia del Alto Egipto, gobernada por el colaboracionista Tita, hijo de Pepi.

—¿Hay una fortaleza comparable a la de Gebelein? —preguntó Ahotep.

—No, pero Nefrusy está defendida, de todos modos, por sólidas murallas. Y no creo que nuestro ejército sea capaz de apoderarse de ellas.

—¿El tal Tita se ha vendido al emperador? —preguntó Kamosis.

—Por desgracia sí, majestad. Era un simple batelero, que hizo fortuna transportando a los invasores. Denunció a los resistentes, y Apofis le ofreció la ciudad. Para él solo cuenta el Imperio que le asegura riqueza y poder.

—¡El perfecto ejemplo del cobarde y el traidor! —rugió Kamosis.

—La mayoría de los actuales gobernadores de las provincias del norte se le parecen —se lamentó Emheb—. Están convencidos de que el emperador es invencible y de que nuestro ejército no dejará atrás Cusae. No convenceréis a ninguno para que cambie de bando.

—¡Entonces, perecerán!

—Nadie más que yo desea el exterminio de esa chusma, pero los hicsos la protegen y hacen que prospere.

—¿Cuál sería, a tu entender, la mejor estrategia?

—Hacer infranqueable la frontera de Cusae erigiendo fortificaciones y cerrando el Nilo con una muralla de embarcaciones de carga.

—¿Renunciarías a la unificación de las Dos Tierras? —preguntó Ahotep.

—Claro que no, majestad, pero ¿no es preciso adaptarse a una situación dada? En Edfú, en Tebas y en Cusae, analizamos correctamente la situación, y el éxito nos sonrió. No estropeemos nuestro avance con una acción precipitada.

El canciller Neshi siempre se había opuesto a cualquier tipo de cobardía, pero, esa vez, la exposición de Emheb le parecía sensata. Nadie podía acusar al gobernador de carecer de valor. Sin él, el frente de Cusae no habría resistido tanto tiempo.

Seis días de fiebre alta.

Seis días durante los que el pequeño Amosis había delirado con frecuencia, implorando a su padre difunto y a su madre ausente que no le abandonaran en las fauces de los demonios de la noche.

Pesimista, el médico de palacio no había añadido nada a la terapéutica prescrita por Teti la Pequeña, que casi no se separaba de la cabecera del hijo menor de Ahotep y dejaba para el intendente Qaris el cuidado de los asuntos comentes.

Durante sus momentos de lucidez, el enfermo lamentaba ser tan enclenque e incapaz de seguir entrenándose bajo la dirección de sus instructores. Su abuela lo tranquilizaba y le leía las enseñanzas del sabio Imhotep, el genio que había concebido la primera pirámide de piedra, erigida en el paraje de Saqqara, junto a la ciudad de Menfis, ocupada entonces por los hicsos.

Por dos veces, la reina madre había creído que perdía a su nieto, cuya respiración se apagaba. Pero la mirada se negaba a sumirse en la noche, obteniendo sus últimas fuerzas de la inquebrantable confianza de Teti la Pequeña. Ni un solo instante Amosis sintió que aquella que con tanta firmeza lo aferraba a la vida tenía dudas.

Tanto como los remedios, esa actitud favoreció la curación del príncipe.

Al séptimo día, se levantó y desayunó con buen apetito en la terraza de palacio, acompañado por una abuela aliviada y alegre.