Cuando los estibadores desembarcaron las cajas procedentes de Asia, la policía estableció un cordón de seguridad en el muelle. Khamudi había ordenado que nadie fuera autorizado a acercarse al barco mercante y que su cargamento fuera, de inmediato, llevado a palacio.
En cuanto llegó, el gran tesorero abandonó los expedientes para contemplar los numerosos recipientes de cerámica, aparentemente toscos, pero de muy valioso contenido.
Solo en el gran sótano, Khamudi abrió una de las jarras.
En efecto, contenía opio, que se vendería muy caro a los oficiales superiores y a los notables hicsos de Avaris y de las grandes ciudades del Delta. Con el acuerdo del emperador, Khamudi había empezado a desarrollar ese nuevo comercio, cuya rentabilidad se anunciaba excepcional. Tras algunas consultas efectuadas en su entorno, el gran tesorero había advertido que los consumidores se acostumbraban muy pronto al producto y que luego volvían a pedirlo. Puesto que al Estado le correspondía encargarse del bienestar de sus administrados, mejor sería sacar el máximo provecho de ello, y la mayor parte iría a engrosar, como era debido, la fortuna del emperador.
Otra ventaja no desdeñable era que muchos dignatarios se convertirían en dependientes del género procurado por el gran tesorero, y los precios no dejarían, pues, de aumentar. En unos pocos meses, la droga inundaría todas las provincias del Imperio, y las comisiones que Khamudi cobraría serían colosales. Pero era preciso asegurarse de la calidad de la mercancía.
Se apoderó de una hermosa jarra roja de forma alargada y volvió a su vivienda oficial, donde su esposa, Yima, se hacía depilar con cera.
—¿Ya de vuelta, querido?
—Tengo una sorpresa para ti.
—Cuando mi sirvienta haya terminado…
—Que se vaya.
Temiendo ser golpeada, la sirvienta desapareció.
Khamudi encendió un incensario y calentó unas bolitas de opio.
—Vas a probar eso, paloma mía.
—¿Qué es?
—Una golosina.
A Yima le gustó el regalo. Viendo su delirio, formado por fases de excitación y momentos de apatía, la clientela quedaría encantada.
El pintor Minos añadió azul celeste a la columna de la sala de recepciones del palacio cretense, uno de los elementos del gran fresco en el que trabajaba, cuidando el menor detalle. Perfeccionista, retocaba varias veces una figura antes de quedar satisfecho.
Cuando una mano acariciadora se posó en su hombro, dejó lentamente el pincel.
—Ventosa… ¡Tendrías que dejarme trabajar!
—Hace horas que te agotas para hacer más alegre esta sala siniestra. Es hora de divertirte, ¿no crees?
La hermosa euroasiática pegó su cuerpo desnudo al del cretense. Sus formas se adaptaban perfectamente, como si hubieran sido creados el uno para el otro.
—¡Estás loca! Podrían sorprendernos.
—¡Qué excitantes eso! —murmuró ella, al tiempo que desanudaba el taparrabos de su amante, cuya virilidad resplandecía ya.
—Ventosa, no…
—Estoy enamorada de ti, Minos; realmente enamorada. Nada puede estarnos prohibido.
Aunque seguía siendo una temible carnicera que no dejaba de devorar a los enemigos del emperador, arrancándoles sus confesiones en el lecho, Ventosa se había enamorado sinceramente del pintor, cuya ingenuidad la conmovía mucho. Los brazos de sus amantes de paso le parecían tan aburridos como intenso placer encontraba cada vez que se ofrecía al cretense.
Ventosa ya no podía prescindir de Minos. Nunca le dejaría regresar a Creta, aunque le hiciera creer lo contrario.
—Tus pinturas son cada vez más hermosas —dijo tendiéndose sobre él.
—He fabricado un nuevo azul que da más calidez y pienso mejorar los otros colores.
—¿Corregirás tus antiguas pinturas?
—Será necesario.
—Gracias a ti, la belleza hace que esta fortaleza sea casi agradable.
—No hablemos más de trabajo, te lo ruego. Prefiero ocuparme de la obra maestra que estoy acariciando.
Una oleada de placer invadió a Ventosa. Solo Minos conseguía que olvidara sus infamias.
La velada de gala ofrecida por el gran tesorero y su esposa tenía un enorme éxito. Asistían a ella la mayoría de los oficiales superiores hicsos, que degustaban su primer consumo de droga y se convertirían en fieles clientes.
Ventosa se había encaprichado de un responsable del armamento, algunas de cuyas ácidas observaciones sobre el frente de Cusae parecían críticas contra la política del emperador. De ser así, ella sabría obtener sus confidencias y habría un nuevo candidato para el laberinto.
Yima no había dejado de felicitar a Minos por el esplendor de sus esculturas, y Ventosa miraba con malos ojos a aquella pelandusca que se acercaba demasiado a su amante. Si seguía así, la amante del cretense hallaría el modo de librarse de su rival.
—¿No pruebas nuestra última golosina? —preguntó Khamudi a Minos.
—A juzgar por el comportamiento de quienes la consumen, perjudicaría la seguridad de mi mano.
—¿Y no te procuraría nuevas ideas?
—De momento, no me faltan.
—Acabarás probándola; estoy seguro. ¿Cómo puede prescindir de ella un artista? Cuenta conmigo para obtener el mejor precio.
—Vuestra solicitud me conmueve, gran tesorero.
—Es muy normal, mi joven amigo. Me gusta mucho el arte moderno.
Cuando el festejo tocaba a su fin, Minos logró esfumarse. Tras haber fingido que regresaba a sus aposentos, se alejó de la ciudadela, aunque se volvió varias veces, como si temiese que lo siguieran.
Mientras Minos se dirigía hacia el barrio donde se alojaba la mayoría de los oficiales superiores, estuvo a punto de topar con una patrulla. Con el corazón palpitante, se ocultó en la esquina de una calleja con la esperanza de que ninguno de los policías le hubiera visto.
Necesitó un buen rato para recuperar el aliento y seguir su camino. Diez veces el pintor se detuvo y miró a su alrededor. Tranquilizado, recorrió muy deprisa el último centenar de metros que lo separaban de la morada del hombre al que debía ver con el mayor secreto.
Según lo acordado, la casa y sus dependencias estaban sumidas en la oscuridad. Minos se deslizó hasta la entrada y la puerta se abrió.
—¿Estás seguro de que nadie te ha seguido? —preguntó una voz angustiada.
—Seguro.
—Entra, pronto. Los dos hombres se sentaron y hablaron en voz baja.
—¿Te has puesto en contacto con otros dignatarios? —preguntó Minos.
—Solo con dos, y tomando el máximo de precauciones. Pero no puedo afirmar que sean realmente seguros. A mi entender, sería mejor renunciar a tus proyectos. Conspirar contra el emperador es demasiado peligroso. Quienes lo intentaron han muerto entre atroces sufrimientos.
—Si no consigo librarme de Apofis, nunca volveré a Creta y me consumiré, también yo, entre atroces sufrimientos. Derribar al tirano es la única solución.
—El emperador dispone de múltiples organizaciones de información, sin hablar de las de Khamudi. Preparar una acción contra él es casi imposible.
—Casi… En esta palabra está la esperanza. ¡Y tenemos ya dos aliados! ¿No es esto un comienzo?
—Francamente, me temo que no.
—¿No estás decidido, tú también, a luchar contra Apofis?
—Lo estaba, pero su poder se ha reforzado tanto que nadie puede discutirlo ya. Si persistes, acabarás en el laberinto.
—El emperador necesita mis servicios —le recordó Minos—. ¿Quién más podría decorar su ciudadela al modo cretense? Me cree sumiso y resignado. Soy el último de quien sospecharía. ¿No es esta una importante ventaja que hay que explotar?
El anfitrión del cretense pareció vacilar.
—Eso no es falso, pero ¿realmente tienes conciencia del peligro?
—Estoy dispuesto a todo para recobrar mi libertad y regresar a mi país. Sigue estableciendo contacto con posibles adversarios del emperador.
A Ventosa le habría gustado pasar la noche con Minos, pero el pintor parecía impaciente por abandonar la recepción ofrecida por Khamudi e ir a dormir a sus aposentos de la ciudadela. Se sintió, pues, muy sorprendida cuando lo vio salir tras haber tomado mil precauciones.
Intrigada, la euroasiática siguió a su amante, cuyo comportamiento le parecía extraño. Al verlo entrar en la morada del responsable del armamento, del que se sospechaba que conspiraba contra el emperador, Ventosa sintió un fuerte dolor en el bajo vientre.
Minos, el único hombre por el que sentía amor… ¿Minos era el cómplice de un traidor?