El encendido discurso de Kamosis había tranquilizado a los soldados egipcios. ¿Acaso no era Apofis «uno de débil brazo, cuyo estrecho corazón alardeaba de falsas victorias»? Con un faraón a su cabeza, los tebanos no retrocederían. Y cuando la reina Ahotep se reuniera con ellos, avanzarían, por fin, hacia el norte.
Otro motivo de esperanza era el nuevo armamento del que entonces disponían las tropas del frente. Reforzados con láminas de bronce, los escudos de madera los protegerían mejor de las flechas y las lanzas de los hicsos. Provistas de puntas de bronce, más largas y más penetrantes, sus propias lanzas causarían mayores daños en el enemigo, al igual que las espadas más cortantes y las hachas más manejables. En cuanto a los cascos y las corazas, cubiertos de escamas de bronce, serían más útiles en los combates cuerpo a cuerpo.
Así equipados, los soldados de Kamosis y de Ahotep se sentían casi invulnerables. Ciertamente, el miedo provocado por la visión de los guerreros de negros cascos seguía bien presente, pero todos se creían capaces de enfrentarse con ellos.
Sin embargo, fuera de la vista de sus hombres, el joven rey mostraba un aspecto muy sombrío.
—Las noticias son buenas, majestad —le anunció el gobernador Emheb—. Bribón acaba de hacernos saber que la reina Ahotep ha liberado la provincia de Dendera y se dirige hacia Abydos.
—Aunque consiga reunirse con nosotros, lo hará sin refuerzos. Y si permanecemos inactivos, los hicsos acabarán aplastándonos.
¿Cómo se habría comportado Ahotep en semejantes circunstancias? Kamosis debía mostrarse digno de ella y no limitarse a mantener las posiciones adquiridas.
—Puesto que nos faltan voluntarios, debemos convencer a los tibios para que luchen a nuestro lado.
—¿Estáis pensando en los marineros, los caravaneros o los mercenarios empleados por los hicsos en la región?
—Debemos convencerlos.
—Son gente sin fe ni ley, majestad.
—¿Y por qué no dárselas?
Los caravaneros descargaban los asnos protegidos por los mercenarios pagados por los hicsos. Tan cerca del frente, ese tipo de precaución no era superfluo. Según los últimos rumores, un joven faraón que llevaba la corona blanca habría llegado, incluso, a Cusae. Ciertamente, se anunciaba una próxima ofensiva que doblegaría a los tebanos, pero ¿no se arriesgarían los resistentes a atacar los convoyes de mercancías? Solo la presencia de los milicianos de Apofis podía disuadirlos de intentar la aventura.
Como de costumbre, la descarga se hizo sin incidentes. Cuando los hicsos se alejaban, Ahmosis, hijo de Abana, disparó la primera flecha, que mató en seco al comandante. Con la calma y la precisión habituales, diezmó las filas del adversario, ayudado por otros arqueros de élite.
Petrificados ante sus mercancías, los comerciantes asistieron a la matanza de sus protectores sin atreverse a huir. Y no les tranquilizó la aparición de Kamosis, tocado con la reluciente corona blanca.
—Sois colaboradores de Apofis —declaró—; enemigos de Egipto, pues.
El portavoz de los comerciantes se arrodilló.
—¡Majestad, nos han oprimido! Comprendedlo y perdonadlo. En nuestro corazón, reina Egipto.
Kamosis sonrió.
—Estas palabras me alegran. Afortunadamente para vosotros, ha llegado la hora de demostrar vuestro compromiso.
El semblante del portavoz se alteró.
—Majestad, somos gente pacífica y…
—Estamos en guerra —recordó el faraón—, y todos deben elegir su bando. U os ponéis junto a los hicsos, y seréis ejecutados por traición, o combatís con nosotros.
—¡No tenemos experiencia alguna con las armas!
—Mis instructores os confiarán tareas a vuestro nivel.
Puesto que no existía escapatoria, el mercader intentó obtener una importante ventaja para su corporación.
—La aduana de Hermópolis nos ahoga, majestad. Los aduaneros son asiáticos y beduinos que se apropian de cantidades enormes de mercancías. ¿Pensáis modificar esta situación?
—Esa aduana solo existe a causa de la ocupación.
—¿Será suprimida, pues, si salís vencedor?
—Si vencemos, lo será.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro del portavoz.
—Somos vuestros fieles servidores, majestad, y combatiremos tan bien como podamos.
Cuando vieron llegar el destacamento al mando de Kamosis, los habitantes de la aldea, aterrorizados, se refugiaron en sus casas de adobe. Como muchos villorrios al este de Cusae, aquel estaba al mando de un mercenario ayudado por una veintena de rudos mocetones, que hacían reinar el terror aplicando las consignas de la policía de los hicsos. Todos salían beneficiados, y Gran Rodilla nunca había vivido mejor que como miliciano del emperador. Estafaba a la población, poseía a mujeres inaccesibles y golpeaba a quien se atreviera a faltarle al respeto.
—Jefe —aulló su lugarteniente—, ¡nos atacan!
Con el cerebro nublado por la cerveza, Gran Rodilla tardó unos instantes en comprender que lo increíble acababa de suceder. Naturalmente, estaba el frente de Cusae, y algunos hablaban de la determinación del ejército de liberación. Él nunca lo había creído. ¡Y ahora unos tebanos se atrevían a emprenderla con su dominio! Aunque escéptico sobre la capacidad para avanzar del ejército de liberación, Gran Rodilla había previsto, sin embargo, una defensa. Quienes creían que iba a agachar la cabeza se llevarían una desagradable sorpresa.
—¿Has hecho lo necesario?
—¡Quedad tranquilo, jefe! Gran Rodilla tuvo una sorpresa al salir de su casa.
El provocador era precisamente un hombre joven y vigoroso, y llevaba una corona tan blanca que el fulgor lo deslumbró.
—Depón las armas —ordenó Kamosis—. Mis hombres son más numerosos que los tuyos; no tienes posibilidad alguna de vencer.
—El rey de Tebas no es bienvenido en mi territorio —repuso Gran Rodilla con altivez.
—Has traicionado al faraón vendiéndote a los hicsos. Inclínate o morirás.
—Mi único dueño es Apofis. Si no te largas de inmediato, serás responsable de la muerte de todos los niños de la aldea. Mira aquella granja, allí… Los hemos reunido, y mis hombres no vacilarán en degollarlos en cuanto yo dé la orden.
—¿Qué ser humano se atrevería a cometer semejante abominación?
Gran Rodilla rio, sarcástico.
—¡Con los hicsos he tenido buenos maestros! Tú eres solo un débil, porque crees aún en la existencia de Maat.
—Ríndete; aún estás a tiempo.
—Sal de mi territorio, o los niños serán ejecutados.
—Amón es testigo de que solo habrá un muerto en esta aldea —declaró Kamosis, volviéndose hacia Ahmosis, hijo de Abana. La flecha del arquero de élite se clavó en el ojo izquierdo de Gran Rodilla, que cayó de espaldas.
Privados de su jefe, aterrorizados por la decisión de Kamosis, los hombres del miliciano arrojaron sus espadas y sus arcos puesto que no deseaban morir.
—Los rehenes están ilesos —aseguró el lugarteniente de Gran Rodilla.
—El único camino que tenéis para expiar vuestras culpas es obedecerme y comprometeros, con un juramento, a combatir a los hicsos. Si faltáis a vuestra palabra, la Devoradora del otro mundo os aniquilará.
Los soldados prestaron juramento. Satisfechos al salir tan bien librados, no les disgustaba ponerse a las órdenes de un verdadero jefe.
—Irás a la aldea vecina con parte de mi escuadrón —ordenó Kamosis a su nuevo oficial—. Allí, propondrás al jefe de la milicia local que te imite y se una a nuestras filas. De lo contrario, seguirá la suerte del bandido que os esclavizaba.