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Acompañados por los tambores a lo largo de toda la noche, los clamores de la fiesta celebrada por los tebanos habían dejado a los hicsos a la expectativa.

Cordero asado, puré de habas, queso fresco… Con los estómagos llenos y los corazones alegres ante semejante festín, los liberadores querían creer de nuevo en la victoria. Gracias al carguero de avituallamiento, recuperaban las fuerzas necesarias para luchar contra las tropas del emperador.

El faraón Kamosis era menos optimista. No le ocultó la realidad al gobernador Emheb.

—Las misivas transmitidas por las palomas mensajeras me han comunicado que mi madre se ha apoderado de los fortines hicsos en la ruta que va de Coptos al mar Rojo; pero ha tenido que instalar allí soldados egipcios, y ya dejamos muchos más en Nubia y Elefantina para mantener nuestras posiciones. Espero que la reina Ahotep esté muy pronto a nuestro lado, pero ¿con qué ejército?

—Dicho de otro modo, majestad, nos faltan hombres.

—Es imposible reunir la totalidad de nuestras fuerzas en Cusae. Los nubios contraatacarían por el sur, y Tebas estaría en peligro.

—Reanudaremos, pues, esta guerra de desgaste y trincheras. Si los hicsos repiten sus violentos asaltos, ¿durante cuánto tiempo conseguiremos rechazarlos?

—Lo ignoro —reconoció el faraón—, pero no retrocederemos.

—Todo está listo, majestad —declaró el sumo sacerdote del templo de Set cuando el emperador bajó de su silla de manos.

Al revés que los faraones, Apofis no iniciaba su jornada con la celebración de un ritual. Por lo general, solo iba al santuario para dirigir un gran consejo, que solía terminar con la eliminación de un dignatario que se había vuelto, para su gusto, demasiado soso.

Esa vez, el señor de los hicsos estaba solo.

—Alejaos, tú y tus acólitos.

Había tanta violencia en la mirada del emperador que el sumo sacerdote puso pies en polvorosa.

Apofis penetró en el santuario, donde las lámparas de aceite habían sido apagadas. Avanzó con facilidad entre tinieblas.

En el fondo del templo, los sacerdotes habían depositado en un altar una admirable estatuilla de la diosa Hathor. El rostro había sido esculpido con tanta finura que vibraba de vida. Las formas del cuerpo expresaban amor, nobleza y ternura al mismo tiempo.

En otro altar, estaban dispuestos cinco puñales.

—Obedéceme, Set —exigió el emperador—; ayúdame a destruir a quienes se oponen a mi voluntad.

La tempestad rugió.

Espesas nubes negras se amontonaron por encima del templo de Avaris; los perros aullaron a la muerte.

Solo se produjo un relámpago, pero tan violento que desgarró todo el cielo. El rayo cayó en los puñales, cuyas hojas se volvieron incandescentes.

Con el primero, Apofis decapitó la estatuilla y le cortó los pies. Clavó dos en sus pechos y otros dos en su vientre.

—¡Muere, maldita Ahotep!

Tras haberse detenido bajo un algarrobo de tupido follaje, cuyos frutos con sabor a miel había degustado, la reina se dirigía hacia el templo de Dendera, rodeado por altos sicomoros. Gracias a las expediciones organizadas por el Bigotudo y el afgano, los tebanos habían liberado, una a una, las aldeas que seguían en manos de la policía de los hicsos. Sin vacilar, los campesinos habían ayudado a los liberadores para acabar, por fin, con un yugo insoportable.

De pronto, Ahotep sintió un violento dolor en el pecho. Decidida a ignorarlo, siguió caminando hacia el santuario de la diosa Hathor, que temía encontrar devastado. Pero corrió fuego por sus pies y tuvo que detenerse.

—¿Os sentís mal, majestad? —se preocupó el afgano.

—Solo es un poco de fatiga; nada grave.

Un nuevo dolor atravesó el vientre de la reina, la dejó sin aliento y se vio obligada a sentarse. Cuando sus pensamientos comenzaron a enturbiarse, lo comprendió.

—Un maleficio… ¡Es el emperador, solo puede ser él! Llevadme al templo.

El Bigotudo y el afgano sacaron una barca del canal donde estaba amarrada e instalaron en ella a la reina. Doce hombres la levantaron, corrieron hasta el gran portal, medio derrumbado, y lo cruzaron con presurosos pasos.

En el gran patio yacían los restos de estelas y estatuas. Las efigies de Hathor que enmarcaban la entrada del templo cubierto habían sido decapitadas y mutiladas. Tres mujeres aterrorizadas, dos jóvenes y una muy anciana, se presentaron en el umbral.

—No violéis este lugar sagrado —imploró la superiora—. Para entrar aquí tendréis que matarnos antes.

—Ejército de liberación —anunció el Bigotudo—. Ahotep se encuentra mal y necesita vuestros servicios. Dejaron la barca en el pavimento.

¡La reina Ahotep! La anciana sacerdotisa recordaba su visita a Dendera, en compañía de su marido, el faraón Seqen. Ella le había dado el heka, el poder mágico que permitía desviar el curso del destino. Pero, entonces, esa fuerza parecía agotada.

—El emperador de las tinieblas intenta apoderarse de mi alma —explicó la reina—. Solo la diosa de oro puede arrancarme de sus garras.

La superiora puso la mano en la frente de Ahotep.

—No hay un segundo que perder, majestad. El fuego de Set ha invadido ya la mayoría de vuestros canales. Que alguien ayude a la reina a desplazarse.

De acuerdo con el Bigotudo, fue el afgano quien tomó a la mujer en sus brazos. El fuerte barbudo de cabellos cubiertos por un turbante llevó, angustiado y respetuoso, la preciosa carga.

Afortunadamente, la superiora avanzaba a un ritmo lento, y el afgano la siguió, evitando los pasos en falso.

Pese a las amenazas de los hicsos, la suma sacerdotisa de Dendera no había revelado el emplazamiento de las criptas donde se conservaban los objetos sagrados de Hathor. Había callado, incluso, bajo la tortura. En ese momento, encontraba la recompensa a su valor al abrir la puerta corredera de la pequeña estancia donde se habían ocultado la corona, los sistros, los collares y la clepsidra de la diosa de oro. En los muros, se habían grabado escenas que solo ella debía ver.

—Tiende a su majestad en el suelo —ordenó la superiora— y retírate.

Cuando la puerta volvió a cerrarse, brotó un fulgor de una extraña figura que representaba una envoltura oval recorrida por una línea quebrada, la primera onda de la creación que había atravesado la materia para animarla. La vibración hizo temblar el muro y el cuerpo de Ahotep.

—El alma de la reina está sumergida en la duat, la matriz estelar de la que nacen, a cada instante, las múltiples formas de vida —reveló la superiora—. Debe permanecer allí setenta horas, con la esperanza de que la energía de Hathor sea más poderosa que la del emperador de las tinieblas.

—¿No estáis segura de ello? —se inquietó el Bigotudo.

—Ignoro la naturaleza de las fuerzas que Apofis ha utilizado. Si ha recurrido a Set, el perturbador del cosmos, todo el amor de Hathor no será excesivo.

—Pero la reina no corre el peligro de morir, ¿verdad? —murmuró el afgano.

—Que la diosa de oro la acoja en su barca que penetra en la oscuridad.

Transcurrida la septuagésima hora, la suma sacerdotisa de Dendera abrió la puerta de la cripta.

Durante interminables segundos, solo hubo silencio. El Bigotudo se mordía los labios; el afgano estaba petrificado. Ahotep salió de la pequeña estancia que podría haber sido su tumba. Muy pálida, con pasos inseguros, abandonó la oscuridad de la duat.

Viéndola vacilar, el afgano le ofreció su brazo.

—Tiene que comer, majestad —sugirió el Bigotudo.

—Antes debo asegurar la protección de la reina —decretó la superiora—. Gracias al collar de la diosa, estará a salvo de un nuevo ataque.

La suma sacerdotisa entró en la cripta y sacó de ella un extraño objeto; era la menas, formada por un collar de perlas de oro y turquesas, unidas, por dos cordoncillos, a un contrapeso de oro que terminaba en un disco y se colocaba en la nuca.

—Con este símbolo, la diosa transmite el fluido mágico de la vida. Gracias a él, las madres pueden parir y los marinos llegan a buen puerto. Cuando se blande ante la estatua de Hathor, tristezas y turbaciones se disipan. En él se quebrarán las ondas nocivas. La superiora puso el collar-menas al cuello de Ahotep.

—Gracias a vos, majestad, la provincia de Dendera ha sido liberada. Pero ¿cómo podría renacer Egipto mientras el templo de Abydos esté bajo la amenaza de los hicsos?