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El último ataque hicso había sido mortífero. Con un valor que rayaba en la inconsciencia, Ahmosis, hijo de Abana, había procurado reanimar la energía de un centenar de chiquillos aterrorizados, para rechazar un comando de infantes de cascos negros, cuya sola visión los horrorizaba.

Desbaratado el asalto, solo quedaron diez agotados supervivientes. Cubierto de sangre enemiga, Ahmosis, hijo de Abana, no había perdido el tiempo lavándose antes de hablar con el gobernador Emheb.

—Esto ha terminado, gobernador; no podemos aguantar más.

—El mensaje de Bribón era muy claro —recordó Emheb.

—Los tebanos se han visto retrasados… o diezmados. En cualquier caso, no llegarán. Si no nos replegamos, seremos aniquilados todos.

El gobernador no protestó. El joven héroe tenía razón.

—Concédeme un día más.

—Si los hicsos lanzan un nuevo asalto, seremos incapaces de rechazarlos. Sería jugar con fuego.

—Por regla general, se toman su tiempo, mucho tiempo a veces, antes de empezar de nuevo.

—Por regla general, sí. Pero esta vez han advertido que el frente no era más grueso que una hoja de sicomoro. En su lugar, yo atacaría en las próximas horas.

—Organicemos del mejor modo la defensa y dispongámonos a partir.

Emheb había pasado la noche enterrando los cadáveres en simples fosas excavadas apresuradamente. No había sarcófagos, ni papiros con fórmulas de resurrección, ni siquiera un vulgar amuleto protector. El gobernador solo pudo pronunciar una antiquísima invocación a Osiris, rogándole que acogiera en su paraíso a aquellos jóvenes que no habían vacilado en entregar su vida para intentar vencer al imperio de las tinieblas.

Y luego, el alba se había levantado sobre un campamento egipcio sin fuerzas ya. Dos heridos graves murieron con los primeros rayos del sol. Emheb los enterró también.

—Deberíais dormir un poco —recomendó Ahmosis, hijo de Abana.

—¿Has descansado tú?

—No he tenido tiempo. Hemos reforzado las barricadas de tierra, hemos plantado estacas defensivas y hemos vuelto a levantar los muretes de ladrillo tras los que se protegerán nuestros arqueros. Pero es tan irrisorio todo eso…

—Los barcos están listos para partir. Encárgate de que embarquen los heridos.

Era más que un sueño lo que se derrumbaba, mucho más. Roto el frente de Cusae, los hicsos se desplegarían hacia el sur y pasarían Tebas a sangre y fuego. Después de Ahotep, nadie tomaría de nuevo la antorcha. La barbarie de los invasores se convertiría en ley común, y el imperio de las tinieblas no dejaría de extenderse.

Del lado hicso, todo parecía tranquilo, lo que resultaba más inquietante aún. Sin duda, el enemigo aguardaba la orden de Avaris para lanzar la ofensiva final que barriera a los resistentes.

Emheb ordenó a la mayoría de los soldados que abandonaran su puesto y subieran a bordo de los barcos. Solo permaneció en su lugar la primera línea, compuesta únicamente por voluntarios.

—Vuestro camarote ha sido limpiado, gobernador —informó Ahmosis, hijo de Abana—. Podéis embarcar.

—No, me quedo aquí. Toma el mando hasta Tebas.

—Allí van a necesitaros.

—Nuestro mundo está a punto de extinguirse, muchacho; allí no existe ya. Prefiero combatir hasta el fin con esos chiquillos que se mueren de miedo pero se niegan a rendirse.

—Entonces, yo también me quedo. Como mejor arquero del ejército egipcio, retrasaré el avance de los hicsos.

Los dos hombres se abrazaron.

—Encárgate del flanco izquierdo —ordenó Emheb—; yo me ocupo del derecho. Cuando no podamos aguantar, que los supervivientes se agrupen en la colina.

Ahmosis, hijo de Abana, sabía muy bien que no tendrían tiempo de hacerlo.

A Emheb le quedaba un último temor, es decir, que el ataque hicso se produjera antes de que los barcos zarparan y que fueran hundidos antes de que pudieran alejarse. Las maniobras se realizaron pues precipitadamente, a riesgo de provocar un accidente.

Por suerte, no fue así. El viento del norte hinchó las velas y comenzó el viaje hacia Tebas.

Sin decir palabra, Emheb y Ahmosis, hijo de Abana, ocuparon sus puestos de combate.

—Vuelven, gobernador.

El joven soldado se irguió cuan alto Emheb le obligó a tenderse de nuevo.

—Los barcos… ¡Os aseguro que vuelven!

El gobernador se arrastró hasta un montículo desde el que podía observar el Nilo sin ser alcanzado por los proyectiles hicsos. El chiquillo tenía una vista excelente. ¿Por qué quienes podían escapar de la muerte regresaban a Cusae? La única explicación era que ¡los bajeles enemigos los obligaban a dar media vuelta!

Nada.

El gobernador Emheb no podía hacer nada para salvarlos. Él mismo y la línea del frente habían sido tomados entre dos fuegos.

Decidió ordenar que sus infantes se dispersaran.

Pero un detalle intrigó al gobernador, ya que no se veía ni el menor signo de agitación en la cubierta de los barcos. Creyó, incluso, ver marineros danzando de alegría.

Del poderoso navío de guerra que parecía perseguirlos brotó un fulgor.

Deslumbrado, Emheb comprendió enseguida que los rayos del sol se reflejaban en «la resplandeciente de claridad», en la corona blanca del faraón Kamosis.

En su último informe, el general hicso encargado del frente de Cusae había tranquilizado plenamente al emperador, o sea, que la guerra de desgaste había resultado eficaz, puesto que los egipcios estaban ya sin aliento. Por consiguiente, era inútil desplazar un ejército desde el Delta. Un asalto postrero bastaría para romper un frente exangüe.

—¿Está todo listo? —preguntó a su ayuda de campo.

—Sí, mi general. Vuestras consignas han sido distribuidas a los oficiales.

«Resultará casi demasiado fácil», pensó el oficial superior. Pero tras aquel penoso conflicto, tan prolongado, los hicsos destriparían con gusto a los últimos resistentes. Y el general sería celebrado como vencedor en Avaris, donde, sin duda, recibiría un ascenso. Su barco avanzaría orgullosamente por el canal principal, llevando en la proa la cabeza cortada del gobernador Emheb.

De pronto, unos curiosos sonidos le hicieron sobresaltarse.

—¿Qué es eso?

—Nunca lo había oído —dijo el ayuda de campo, cuyo vientre se contraía.

Ningún hicso, en efecto, había oído aún la incitadora melopea de los tambores. Fabricados en Nubia, emitían intensas vibraciones, que sembraron la turbación entre los soldados del emperador.

—¡Un nuevo maleficio de la reina Ahotep! —exclamó el ayuda de campo.

—¡Con esta música no harán retroceder a los hicsos! —se indignó el general—. Preparémonos para el asalto.

Con el cuerpo empapado de sudor, acudió un vigía.

—¡Mi general, la línea del frente acaba de reforzarse! Hay, por lo menos, el triple de soldados, y no dejan de llegar más.

—¿De dónde salen?

—De unos barcos procedentes del sur. He visto incluso a los egipcios alegrándose, como si ya no temieran nada. Trastornado, el general quiso comprobarlo personalmente. Siguiendo al vigía, subió a un promontorio, desde donde podía ver la primera línea enemiga.

Lo que descubrió le hizo enmudecer.

En el cerro más alto flotaba un estandarte con el emblema de Tebas, un arco y unas flechas. Y el que lo sostenía firmemente en su mano derecha era un vigoroso joven, tocado con la corona blanca del Alto Egipto, que parecía emitir potentes rayos luminosos.