Un angustiado Kamosis se había lanzado hacia Cusae a la cabeza de una reducida flota tras haber abrazado largo rato a su madre, con el temor de no volver a verla.
Ahotep había tenido que consolar al pequeño Amosis, furioso por no poder acompañar a su hermano. Tras dejar de poner mala cara, había aceptado seguir entrenándose, más si cabe porque Teti la Pequeña se había comprometido a no hacerle gozar de tratamiento de favor alguno.
—Madre —preguntó Ahotep—, ¿no has advertido nada anormal en Tebas durante mi ausencia?
Teti la Pequeña reflexionó en vano.
—¿Nada te ha intrigado en el comportamiento de Qaris y de Heray?
—No, Ahotep. Acaso sospechas que…
—Permanece muy atenta, te lo ruego.
—¡No vas a aventurarte, de todos modos, por el camino de Coptos! Has tomado esa posición para tranquilizar a Kamosis. Estás decidida a quedarte en Tebas, ¿no es cierto?
Ahotep sonrió.
—¿Por qué me haces semejante pregunta, tú, que me conoces bien?
La reina había elegido los dos regimientos mandados por el Bigotudo y el afgano por una razón concreta, es decir, su experiencia de guerrilla. No disponía de suficientes hombres para un choque frontal con el enemigo, pero confiaba en una serie de intervenciones concretas y rápidas. La pequeña tropa no tendría mucho tiempo para descansar y debería buscar en lo más profundo de ella misma los últimos recursos, sobre todo si sufría dolorosas pérdidas.
Ahotep no había ocultado a los soldados las pruebas que iban a soportar. Ni uno solo había renunciado.
—Eso no es valor, sino miedo —explicó el Bigotudo—. Saben que el afgano y yo acabamos con los desertores. Concededme un favor, majestad… Felina quiere llevar mis odres de agua.
—¿Sabe a lo que se expone?
—Una nubia no teme las serpientes ni las fieras. Y esta es la más tozuda de todas las mujeres juntas. ¡Oh, perdón, majestad! No quería decir que…
—Salimos dentro de una hora.
Cuando Ahotep avanzó por el atrio del templo de Coptos, los notables de la ciudad estaban discutiendo allí, precisamente, su porvenir. Aterrorizados por la amenaza de los hicsos, estaban considerando serles fieles de nuevo y volver la espalda al joven faraón Kamosis, incapaz de afirmar su poder. Ciertamente, Tebas había levantado la cabeza, pero ¿por cuánto tiempo? Pensándolo bien, la revuelta solo podía ser pasajera. Únicamente los que hubieran colaborado con el emperador escaparían a su cólera. Las propuestas en favor de una unión oficial con los hicsos habían comenzado a sonar un poco antes de que apareciera la reina de Egipto.
Tocada con una diadema de oro y ataviada con una simple túnica blanca, Ahotep estaba más hermosa que nunca.
Los notables callaron y se inclinaron.
—Las heridas de la ocupación están muy lejos aún de haber desaparecido —reconoció ella—, y Coptos necesita muchas modificaciones. En vez de discutir por discutir, deberíais estar trabajando.
—Majestad —intervino el sumo sacerdote de Min—, somos vuestros fieles servidores y…
—Sé que os disponíais a traicionarme porque no creéis en la victoria final de Tebas. Os equivocáis.
—¡Tenéis que comprendernos! ¡Los hicsos nos amenazan! —Estoy aquí para liberar definitivamente la ruta del desierto y garantizar la seguridad de Coptos. Si seguís dando pruebas de cobardía, me tendréis a mí como enemiga.
La intervención de la reina puso de nuevo a flote la ciudad. Ahotep decidió un programa de obras urgentes y nombró a nuevos administradores, que serían directamente responsables ante ella. La población pudo acercarse y hablar con la reina, y aquel simple contacto hizo renacer la esperanza, ante los ojos admirados, como siempre, del afgano y el Bigotudo.
—Es realmente extraordinaria —observó el afgano una vez más.
—Limítate a obedecerla —recomendó el Bigotudo— y no te pierdas en sueños insensatos. Todos los egipcios están enamorados de ella, salvo yo, desde que tengo a mi pequeña nubia. ¡Y tampoco eso es muy seguro!
—Ninguna mujer puede comparársele. Incluso un endurecido jefe de guerra se habría desanimado hace mucho tiempo, pero ella… El ardor que la habita no es de este mundo.
—¡Pero nosotros sí estamos en él! Tal vez sea nuestra última velada en esta tierra, afgano. Aprovechémosla, pues.
La reina había concedido tiempo libre a sus hombres, recibidos calurosamente en las tabernas de Coptos. Todos preferían olvidar el mañana.
Mientras charlaba con un caravanero, al afgano, aunque ya estaba ebrio, se le ocurrió una idea que podía salvar la vida a numerosos tebanos.
—Ven, Bigotudo, tenemos que hablar enseguida con la reina.
—Debe de dormir.
—Peor para ella; la despertaremos.
Con pesado paso, ambos hombres se dirigieron al palacio del gobernador, donde residía Ahotep. No solo no dormía, sino que, además, estaba ocupada poniendo en marcha el plan que el afgano había concebido mucho más tarde que ella.
El primer fortín de los hicsos se levantaba a una decena de kilómetros al este de Coptos y dominaba perfectamente la ruta. Ninguna caravana podía llegar a la ciudad. Los soldados del emperador interceptaban a los mercaderes y los despojaban de sus bienes.
Gracias a esas rapiñas, soportaban las difíciles condiciones de existencia en el desierto, pero no habían renunciado a recuperar Coptos. De ese modo, las guarniciones de los cinco fortines escalonados entre la ciudad y el mar Rojo no tardarían ya en reunirse para atacar la ciudad del dios Min, a la que habían dirigido un ultimátum, ya que, o reconocía la supremacía del emperador, o la población sería aniquilada.
—¡Caravana a la vista! —gritó un vigía.
El oficial hicso responsable del fortín se reunió con él en el puesto de observación.
Era una caravana, en efecto, y de buen tamaño, pero no venía del desierto.
—Los notables de Coptos… ¡Se rinden! Observa a todos esos cobardes. Llevan riquezas que vienen a depositar a nuestros pies. Empalaremos al alcalde y decapitaremos a los demás.
—Yo me quedaré con el asno —dijo el vigía—. Nunca había visto un animal tan poderoso.
—El oficial soy yo. Yo reparto el botín. Olvida el asno y piensa en las mozas de Coptos, que te lamerán los dedos de los pies implorando clemencia.
Risueños, los hicsos dejaron que se acercaran los asnos, los notables y sus servidores. El alcalde y sus adjuntos temblaban, pues temían ser abatidos por los arqueros antes de haber llegado a la puerta del fortín. Pero su aspecto era tan lamentable que ni uno solo de los esbirros del emperador tuvo deseos de malgastar una flecha. La tortura sería mucho más entretenida.
—¡Prosternaos y oled el polvo! —ordenó el oficial. Los notables lo hicieron, cada vez más aterrorizados.
Fue Viento del Norte quien dio la señal de ataque, lanzándose sobre el oficial y golpeándolo con la cabeza. Los soldados tebanos dejaron de fingirse servidores y arrojaron sus puñales de doble filo con magnífica precisión.
Aprovechando la falta de atención del enemigo, el Bigotudo, el afgano y unos diez hombres se acercaron por una ruta secundaria indicada en el mapa del traidor Titi, que Ahotep no había olvidado, habían escalado la torre de vigía y librado de los arqueros.
En menos de un cuarto de hora, la guarnición de los hicsos había sido exterminada. Los egipcios solo tenían que lamentar dos heridos, de los que Felina ya se estaba ocupando.
—Habéis hecho muy bien vuestro papel —dijo Ahotep a los notables, que no dejaban de temblar.
—Majestad —imploró el gobernador—, ¿podemos regresar a Coptos?
—Tenemos que tomar aún cuatro fortines —repuso la reina con una hermosa sonrisa.