El príncipe de Kerma no dejaba de perfeccionar sus trampas. Muy pronto, el ejército tebano se acercaría a su capital, creyendo que la conquista iba a ser fácil, sin sospechar que apenas tendría tiempo de combatir.
Tras haber matado a Ahotep y Kamosis, Nedjeh recuperaría el país de Miu y la fortaleza de Buhen. ¿Habría que seguir hasta el norte y reconquistar Elefantina? Sí, pero para devolvérsela enseguida al emperador y ganarse su gracia al probarle que el príncipe de Kerma, aliado fiel, se contentaba con su reino.
Toda la ciudad estaba en pie de guerra, segura de propinar un golpe fatal al enemigo gracias a la inteligencia estratégica de Nedjeh.
—El jefe de los exploradores informa, majestad. Regreso del país de Miu, donde estuve a punto de ser interceptado varias veces por patrullas egipcias. Todas las tribus de la región se han sometido a Ahotep.
—¡Deberían haber acabado con ella! —se encolerizó el obeso—. Gracias a mí, no pasaron hambre. ¡Y ahora me traicionan en beneficio de los malditos tebanos! ¿Cuándo van a atacar?
—No tardarán, es evidente. Están consolidando sus posiciones y fortifican las aldeas mientras preparan el asalto. Tener informaciones más precisas no resultará fácil, pero Kerma es, sin duda, su próximo objetivo.
—Que vengan —murmuró Nedjeh, goloso—. Que vengan y sabremos recibirlos como merecen.
Nacido en Cusae, el muchacho se sentía orgulloso de haberse enrolado en el ejército de liberación, que, aunque sin moverse del lugar, conseguía plantar cara a los hicsos. Estos, a pesar de algunos violentos asaltos, no lograban hundir el frente.
Hijo de campesinos y campesino a su vez, el muchacho había aprendido a combatir sobre el terreno, junto a Ahmosis, hijo de Abana, que le había enseñado cómo esquivar antes de destrozar el cráneo del adversario con una pesada maza de madera. Ciertamente, los cascos hicsos eran sólidos, pero el brazo del joven lo era más aún, y podía presumir, con sus camaradas de la misma aldea, de haber detenido una mortífera penetración.
—Agáchate —le recomendó Ahmosis, hijo de Abana, tendido al pie del último montículo de tierra que acababa de erigir.
—¡Nada temo!
—Los hicsos tienen excelentes arqueros. Además, manejan muy bien la honda.
—¡No mejor que nosotros! —protestó el joven, que lanzó una piedra de buen tamaño hacia el campo de los adversarios.
—¡Agáchate, maldición!
Fue la última orden que el oficial dio al joven recluta. Alcanzado en la sien por un puntiagudo sílex, el campesino murió en el acto.
Un diluvio de proyectiles cayó sobre los montículos de tierra que protegían el acceso al principal campamento egipcio. A veces, los hicsos se desmandaban así, prosiguiendo una guerra de posiciones que se eternizaba. Pero ¿sabían hasta qué punto disminuían las fuerzas del pequeño ejército de liberación? Era un milagro que hubiera resistido tanto tiempo.
Cuando las hondas callaron, Ahmosis, hijo de Abana, se dirigió al cuartel general, donde el gobernador Emheb se recuperaba lentamente de una herida en el muslo.
—La presión aumenta, gobernador. Necesitamos refuerzos.
—Toda la juventud de Cusae y de las campiñas circundantes se ha unido ya a nosotros. No nos quedan reservas.
—¿Y no convendría volver a Tebas con los supervivientes antes de que sea demasiado tarde?
—Abandonar Cusae… Sería el comienzo de la derrota.
—Una simple retirada, gobernador; solo eso.
—Sabes muy bien que no.
Ahmosis, hijo de Abana, se roció la frente con agua tibia.
—Sé muy bien que no; tenéis razón. Pero las victorias obtenidas en Nubia no nos sirven de nada. Es aquí donde debemos combatir.
Los mensajes transmitidos por las palomas mensajeras eran el principal consuelo de la resistencia, pero no sustituían a las tropas de refresco.
—Eres joven, muchacho, y tu mirada carece de profundidad. Las decisiones de la reina Ahotep son vitales para nuestro porvenir, pero solo más tarde las comprenderás.
—¿Más tarde…, cuando hayamos muerto? Todos estamos agotados; los soldados lo han dado todo. Dejadme aquí con los más valerosos, gobernador, y partid. Retrasaremos el máximo a los hicsos.
Emheb se levantó con dificultad.
—Mi vieja pierna pronto estará curada y mantendré yo mismo esta posición.
—La reina Ahotep no desea que nos maten a todos, ¿verdad? ¡Haced, entonces, lo necesario!
—Esta reina es mucho más extraordinaria de lo que puedas imaginar —declaró Emheb, con emoción—. Desde que emprendió la liberación de Egipto, no ha cometido un solo error. Pronto, estoy seguro de ello, llegará un nuevo mensaje del cielo.
Ahmosis, hijo de Abana, se preguntó si el gobernador no estaría también herido en la cabeza. Lo quisiera o no, Cusae estaba a punto de caer.
—Intentemos disimular los dos —recomendó— para devolver la moral a nuestros hombres.
Cuando salían de la tienda del gobernador, el rumor de un aleteo les hizo levantar los ojos.
¡—Bribón! —exclamó Emheb—. ¡Ven, ven pronto aquí!
El jefe de las palomas mensajeras se posó suavemente en el hombro del gobernador. En su pata derecha habían atado un minúsculo papiro con el sello real.
El mensaje era muy breve: «Resistid. Estamos llegando».
El gran consejo hicso se celebraba en el interior del templo de Set, donde el emperador había sido el último en entrar. A su paso, todos se inclinaban profundamente, incluido el gran tesorero Khamudi, perfectamente restablecido ante la general sorpresa. ¡Debía ser un hombre muy importante para que Apofis lo hubiera curado en vez de eliminarlo!
Envuelto en un gran manto pardo, el emperador estaba más siniestro aún que de costumbre. Si su mirada se posaba demasiado tiempo en un dignatario, este tenía la muerte asegurada.
El señor de los hicsos se limitó a escuchar los informes financieros de Khamudi sin mirar a nadie en especial.
Las riquezas del Imperio no dejaban de aumentar y la momentánea pérdida de los tributos anatolios no iba a invertir la tendencia. A la cabeza de un poderoso ejército, el almirante Jannas ya estaba aplastando una revuelta que, sin duda, iba a ser la última.
—Acabamos de recibir un largo mensaje del príncipe de Kerma por la vía habitual —declaró Khamudi, que no debía revelar el secreto del modo de comunicación utilizado—. Rinde homenaje al emperador Apofis, le agradece sus bondades y se felicita por la tranquilidad que reina en Nubia. Las tribus le obedecen, la economía es próspera y el oro seguirá siendo entregado a Avaris.
El emperador se dignó esbozar una vaga sonrisa. Esta manifestación de serenidad incitó a uno de los dignatarios a hacer la pregunta que estaba en boca de todos.
—Majestad, ¿cuándo serán aniquilados, por fin, los rebeldes de Cusae? Su mera existencia es un insulto a la grandeza de los hicsos.
El rostro de Apofis se endureció.
—Pobre imbécil, ¿no comprendes que solo mi voluntad autoriza la existencia del frente de Cusae? Los fantoches tebanos se agotan allí en vano. Muy pronto, los supervivientes se verán obligados a huir hacia Tebas. Los perseguiremos, y reduciremos a cenizas la ciudad rebelde.
—¿No teméis, majestad, que la reina Ahotep se decida finalmente a echarles una mano?
Los ojos de Apofis llamearon con un maligno fulgor.
—El emperador de los hicsos no teme a nadie. Ahotep es solo una exaltada, cuya atroz muerte servirá de ejemplo para cualquiera que intente imitarla.
Como Apofis no había recibido mensaje alarmante alguno de su espía, que ni siquiera Ahotep podía identificar, sabía que los últimos rebeldes del frente no obtendrían ya socorro alguno.
—Añadiré —precisó Khamudi— que Cusae no tiene la menor importancia económica. El tráfico comercial sigue desarrollándose normalmente por la gran aduana de Hermópolis, fuera del alcance de los rebeldes.
El emperador se levantó, lo que indicaba el final del consejo. Con un gesto irritado, hizo comprender a Khamudi que el insolente que se había atrevido a poner en duda su omnipotencia debía ser eliminado. El dignatario, demasiado gordo, no sería un candidato excelente para el laberinto, pero divertiría a Apofis unos minutos.
Al salir del templo de Set, el emperador sintió las piernas tan pesadas que se sentó de buena gana en la silla de manos que habían utilizado, antes que él, los faraones del Imperio Medio.
Apofis se encerró en las estancias secretas, en el corazón de la ciudadela. Luego, manejó delicadamente su cantimplora de loza azul, en la que había dibujado un mapa de Egipto. Cuando apoyó el índice en Avaris y, después, en Menfis y Hermópolis, aparecieron intensos fulgores rojos.
Tranquilizado, el emperador puso el dedo en la ciudad de Elefantina.
Primero, se vio una hermosa luminosidad roja, pero vaciló muy pronto. En su lugar, aparecieron extrañas figuras; sé trataba de un ojo completo, una cobra erguida, un grifo de puntiagudo pico y una cabeza de chacal.
El emperador necesitó toda la magia que poseía para hacer que desaparecieran esas insoportables amenazas. Pero Elefantina siguió siendo un punto azul en el mapa.
Dicho de otro modo, Apofis no conseguía ya recuperar su control. Eso significaba que los tebanos se habían apoderado de la gran ciudad del sur. Ni el príncipe de Kerma ni el espía hicso habían sido capaces de advertírselo.
El príncipe de Kerma jugaba su propio juego; el espía había sido identificado y eliminado, y Ahotep había reconquistado todo el territorio entre Tebas y Elefantina… Esa era la nueva realidad.
No cabía ya aguardar el regreso del almirante Jannas para hacer caer el frente de Cusae.