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El ruido de los tambores resonaba en el país de Miu, pero no eran los de la guerra. Procedentes de todas las aldeas de la región, los nubios habían depuesto las armas ante el faraón Kamosis y la reina Ahotep.

La reputación de la gran hechicera, a la que nada podía alcanzar, se había extendido muy pronto, y los jefes de clan preferían la sumisión a la aniquilación, más si cabe porque el faraón les había prometido su perdón, siempre que se convirtieran en fieles aliados de Egipto. ¿Y quién no había tenido que sufrir la crueldad del príncipe de Kerma, un depredador sin escrúpulos?

Habían sido necesarias largas jornadas de discusiones para restablecer una jerarquía clara y aceptada por todos. Varias veces, el sentido de la diplomacia de Ahotep había evitado la ruptura entre facciones rivales, felices, por fin, de alinearse bajo la bandera de un joven rey que garantizara su seguridad.

—La reina es realmente una mujer extraordinaria —dijo el afgano al Bigotudo, al contemplar las increíbles escenas de confraternidad entre soldados egipcios y guerreros nubios.

En vez de matarse unos a otros, festejaban bebiendo cerveza y licor de dátiles.

—El único problema —recordó el Bigotudo, abrazando a la enfermera que tan bien se ocupaba de él— es que conquistar Nubia no es nuestro objetivo. Nos esperan allí, al norte.

—¡Nunca estás contento con nada! Goza pues, hoy, del buen tiempo, porque nadie sabe de qué estará hecho el mañana. O más bien, sí, ya que tendremos que enfrentarnos al príncipe de Kerma.

—Tienes razón, no hablemos de eso esta noche. ¡Bebamos!

—¿Cómo están las cosas? —preguntó el príncipe de Kerma al responsable del movimiento de tierras.

—Deberíais estar satisfecho, señor. Hemos excavado numerosos fosos, perfectamente ocultos. Hemos puesto, en el fondo, unas estacas bien aguzadas. Centenares de infantes egipcios se clavarán en ellas.

Quedaba todavía mucho que hacer, pero el trabajo avanzaba a buen ritmo. El ejército egipcio encontraría solo una débil resistencia en los alrededores de Kerma y, cegado por sus éxitos, creería que la gran ciudad nubia había sido vencida de antemano. Nedjeh sacrificaría algunos hombres, que combatirían hasta la muerte para defender la ruta principal.

A la cabeza de sus tropas, el faraón Kamosis se lanzaría hacia un nuevo triunfo.

Y todas las trampas tendidas por el príncipe de Kerma funcionarían al mismo tiempo.

La vanguardia egipcia caería en los fosos y la retaguardia sería aniquilada por los arqueros nubios, emboscados entre los árboles y los cultivos. En cuanto al grueso de la tropa, sería cogido en una tenaza por la infantería de Nedjeh. Enloquecidos por ese brutal ataque, los soldados del faraón buscarían la salvación en la huida y caerían todos.

Los cráneos de Kamosis y Ahotep acabarían en la tumba del príncipe, a quien el emperador Apofis no dejaría de felicitar. Entregado a la alegría de las hermosas horas que iba a conocer, el obeso se desplazaba con mayor facilidad que de ordinario. Ahotep se había equivocado al creer que su magia sería superior a la de Nedjeh. Si tenía la suerte de cogerla viva, le haría sufrir las peores torturas antes de concederle la gracia de morir.

La fiesta estaba en su punto álgido. Tocados con pelucas rojas que contrastaban con la piel negra, las orejas adornadas con aros de oro y vistiendo taparrabos decorados con motivos florales, los nubios eran todos muy apuestos. Con sus collares de perlas multicolores y sus brazaletes en las muñecas y los tobillos, las nubias se comportaban como temibles seductoras, a las que era imposible resistirse.

Solo el almirante Lunar y el canciller Neshi no participaban en el entusiasmo general. El primero inspeccionaba barco tras barco; el segundo se preocupaba permanentemente de la intendencia. Perfeccionistas ambos, solo pensaban en el siguiente combate, que se anunciaba terrible.

No hacía lo mismo el Bigotudo, quien, deslumbrado por el paraje de Miu, casi olvidaba su Delta natal.

—Deberías instalarte aquí y fundar una familia —sugirió el afgano.

—¡Tener hijos, yo! ¿Estás hablando en serio? ¡Refocilarme aquí mientras los hicsos ocupan mi país natal! Realmente, a veces dices tonterías.

—Acaba bien la velada e intenta tener el ánimo despierto mañana por la mañana. Los oficiales están convocados en el navío almirante.

El faraón Kamosis y la reina Ahotep escucharon atentamente los detallados informes del almirante Lunar y el canciller Neshi. El nombramiento del primero había sido apreciado por el conjunto de las tropas, que se felicitaban por la competencia del segundo. Ni el uno ni el otro tuvieron el menor incidente que señalar. La flota de guerra estaba dispuesta a zarpar de nuevo para atacar Kerma y doblegar a su príncipe, aliado de los hicsos.

Esa vez, la mayoría de los soldados ya no temía el enfrentamiento. Gebelein, Elefantina, Buhen, el país de Miu…; las victorias comenzaban a acumularse y a formar un sólido espíritu de cuerpo, mantenido por la magia de la reina Ahotep.

Incluso Kamosis soñaba en vérselas con el príncipe de Kerma y derribarlo en su propio palacio. Ya solo quedaba obtener el consentimiento de la soberana, que había consultado al dios luna buena parte de la noche.

Todas las miradas se volvieron hacia la esposa de dios.

—Daremos media vuelta —dijo ella.

—Madre…, ¿por qué no propinar el último golpe? —se extrañó el rey.

—Porque el príncipe de Kerma nos ha tendido una trampa de la que no saldríamos indemnes. Haríamos mal creyendo que permanece inactivo y que se ha resignado a doblegarse. Muy al contrario; solo piensa en destruirnos utilizando la astucia. Hemos alcanzado nuestro objetivo, ya que Nedjeh está aislado en su ciudad de Kerma. Si intenta salir, chocará con nuestras fuerzas del país de Miu, con los medjai y con Buhen. Hagámosle creer, sobre todo, que tenemos la intención de apoderarnos de su reino.

Kamosis no podía oponer argumento alguno. Y lanzarse por fin hacia el norte le inflamaba el corazón.

—Sin embargo, nos queda una última etapa nubia que no podemos omitir —añadió Ahotep.

La flota se detuvo cerca de Aniba, al norte de Buhen. Se organizó de inmediato una caravana que partió hacia el desierto del oeste, en dirección a una cantera inaugurada por el faraón Kefrén, constructor de una de las pirámides de la llanura de Gizeh.

La reina había pedido a su hijo que permaneciera en el navío almirante y solo la acompañaban unos cincuenta hombres guiados por Viento del Norte.

Aquí y allá, se veían piedras grises y verdes; luego, estelas y estatuas inconclusas. Avisados de la invasión de los hicsos, los escultores habían abandonado la cantera, que se había adormecido bajo el ardiente sol del gran sur.

Al darse cuenta de que el objetivo de la expedición había sido alcanzado, Viento del Norte se detuvo. Ahotep le dio de beber, al igual que a Risueño el Joven. Saciado, el perro recorrió el lugar en todas direcciones; después, regresó junto a su dueña.

Como el dios luna le había dicho, Ahotep tenía que llegar hasta allí, pero aún ignoraba por qué. Admiró las obras maestras interrumpidas y se prometió abrir de nuevo la cantera en cuanto Egipto hubiera sido liberado. Cierto día, habría que cubrir Nubia de espléndidos templos, para que las divinidades habitaran aquella tierra ardiente y fiera.

Sola con su perro, en medio de aquel universo mineral sobrecalentado, la reina contemplaba los lechos de piedra esculpidos cuidadosamente. Le hablaron de las necesarias etapas que la separaban del triunfo final, tan lejano, tan inaccesible. ¿No necesitaría la paciencia y la solidez de la piedra para desgastar la terrorífica fuerza del emperador?

Risueño el Joven gruñó.

Saliendo de una grieta, una cobra real se dirigía hacia Ahotep.

Pese a su valor, el perro se mantuvo a distancia. Consciente del peligro, buscaba un ángulo de ataque.

—Mantente al margen, Risueño. He venido a hablar con el dueño de la cantera. Nada tengo que temer, pues.

Medio convencido, el perro desconfiaba aún.

La cobra no adoptó una postura agresiva. Contrariamente, se tumbó en el suelo cuan larga era.

Con mano firme, Ahotep la agarró por detrás del cuello.

—¡Mira, Risueño! La fuerza que atraviesa la tierra acepta convertirse en mi arma.

La serpiente se había transformado en una vara de comalina, rígida y ligera.

El perro la olisqueó largo rato. Satisfecho de su examen, precedió a la reina hasta el campamento.