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Ni siquiera los medjai se aventuraban por la región de Miu, entre la segunda y la tercera catarata. Orgullosos de pertenecer entonces al ejército de liberación, se hallaban bajo la autoridad directa del nuevo gobernador de Nubia y asumirían todas las tareas de policía en el territorio reconquistado.

Todos pensaban que habría sido mejor limitarse a lo adquirido y no provocar la cólera del príncipe de Kerma, silencioso hasta entonces. Al violar su santuario, los tebanos provocarían fatalmente una terrible reacción.

Sin embargo, durante un nuevo consejo de guerra, el canciller Neshi se opuso firmemente a los oficiales superiores que defendían un repliegue estratégico.

—¿Cuándo dejaréis de comportaros como miedosos y cuántas victorias necesitáis para creer, por fin, en la calidad de nuestras tropas? ¿Acaso la magia de nuestros enemigos no se mostró inoperante ante la de la reina Ahotep? Convertir Buhen en nuestra nueva frontera del sur sería un grave error. Antes o después, el príncipe de Kerma la atacaría. Así pues, como aconsejan el faraón y la reina, tomemos algunas tierras al adversario y aislémosle.

—¿Y si exterminan casi todas nuestras fuerzas? —se preocupó el general de más edad.

—Estamos en guerra —recordó el faraón Kamosis— y nuestro avance no podrá efectuarse siempre sin pérdidas. El plan de la reina Ahotep es el único válido. Mañana, cruzaremos la segunda catarata.

Luciendo orgullosamente su condecoración, un pequeño grifo de oro en la túnica de lino, los dos nuevos comandantes de los regimientos de asalto conversaban al pie del navío almirante.

—Los heridos se quedan en la enfermería —insistía el afgano.

—Ya estoy curado —replicó el Bigotudo—. Solo por precaución, me llevo conmigo a la enfermera. En cuanto mi cicatriz me haga sufrir, ella sabrá apaciguarme.

Era la primera vez que el Bigotudo pasaba tanto tiempo junto a una mujer. Al principio, había temido sumirse en una atmósfera calmante, demasiado alejada de las exigencias del combate; pero había evaluado mal la capacidad de lucha de su joven amante, que practicaba los juegos del amor como una verdadera justa. Con ella no era cosa de dispersarse en interminables preliminares o inútiles charlas, de modo que el herido había tenido derecho, solo, a un descanso limitado, tanto más cuanto que las plantas prescritas por aquella bruja aumentaban su vitalidad.

De vez en cuando, el Bigotudo se estremecía. Si el cocodrilo hubiera sido algo más grande y la intervención del afgano algo más tardía, entonces solo tendría una pierna. Incapaz de combatir, se habría suicidado.

—Evita los malos pensamientos —le recomendó el afgano.

—¿Cuándo dejarás de leerme el pensamiento? Vosotros, la gente de montaña, sois realmente insoportables. Por cierto, ¿a qué has dedicado tus días durante mi convalecencia?

—¿Crees, acaso, que eres el único que puede seducir a las jóvenes nubias?

En la proa de los barcos se habían pintado unos grandes ojos, que permitían a los navíos de guerra egipcios ver, a la vez, lo visible y lo invisible. Al proel Lunar le gustaba esa ayuda mágica, porque debía permanecer atento horas y horas para regular bien el avance de la flota.

A su lado, Ahotep había hecho fijar a las bordas los bumeranes de marfil, cuyos signos de poder apartaban a los genios malignos.

La presencia de la reina intimidaba y tranquilizaba, al mismo tiempo, al proel. Sin ella, el ejército de liberación se habría dispersado haría mucho tiempo ya; tanto los atenazaba el miedo. El mero hecho de ver a la Reina Libertad, de sentirla tan cercana, pese a que permaneciera inaccesible, devolvía el valor a los más timoratos.

Por añadidura, el joven faraón Kamosis adquiría mayor seguridad día tras día. Como su padre, tenía el innato sentido del mando y, durante los asaltos, se mantenía siempre a la cabeza de sus hombres, negándose a escuchar las consignas de prudencia de su madre.

Respondiendo a las exigencias del faraón, Neshi velaba por la aplicación de estrictas medidas de higiene a bordo de los barcos. Además de varios lavados diarios de las cubiertas, también los camarotes eran limpiados con cuidado. Y todos se untaban con ungüento, con el fin de alejar a los insectos. Para luchar contra las irritaciones oculares, se utilizaba la espuma de una cerveza de calidad, eficaz también contra los dolores de vientre. Cada soldado disponía de dos esteras rodeadas por un cordón de cuero rojo y las unía para formar un saco de dormir de apreciable comodidad. En todos los menús figuraban cebollas para mascar, cuyo olor alejaba a las serpientes y los escorpiones.

—¡Una aldea, majestad! —exclamó Lunar—. ¿Debo reducir la marcha?

—Todavía no —respondió Ahotep.

La reina quería observar la primera reacción de los habitantes de la región de Miu, que estaban bajo el yugo del príncipe de Kerma.

Tras la inicial sorpresa, los aldeanos se lanzaron sobre sus arcos y sus hondas. Las primeras flechas cayeron al agua, pero las piedras no dieron por poco en la proa.

—¡Poneos a cubierto, majestad! —suplicó Lunar.

—Detengámonos —ordenó Ahotep.

Varios soldados saltaban ya a la ribera, a riesgo de romperse un hueso. Pero los meses de entrenamiento resultaron eficaces, y los jóvenes egipcios supieron ponerse en posición para acabar con sus adversarios.

Una pasarela permitió a Kamosis reunirse con ellos y arrastrarlos hacia la aldea, cuya resistencia quedó rota muy pronto. Un solo nubio había conseguido huir zambulléndose en el Nilo, justo por delante del navío almirante. Loco de rabia, escaló la proa con la intención de matar a la hechicera que abría el camino al ejército egipcio.

El hombre apareció en cubierta y se lanzó sobre Ahotep.

Rozando a la reina, Lunar destrozó el cráneo del agresor con su larga pértiga.

Ahotep había permanecido inmóvil, confiando en la habilidad del proel, cuya mano no había temblado.

Lunar se arrodilló.

—Perdonadme, majestad. He podido lastimaros.

—Te nombro jefe de nuestra marina de guerra. En adelante, almirante Lunar, tomarás todas las decisiones referentes a nuestra navegación, y los capitanes de los demás barcos te deberán obediencia.

En tierra firme, el breve combate concluía. Ni un solo guerrero nubio había aceptado rendirse; dos egipcios habían muerto. Por orden de Kamosis, los vencedores dejaron que los niños y las mujeres se marcharan.

La conquista de la provincia de Miu acababa de comenzar.

Tras haber degollado personalmente a un esclavo y un carnero, cuyos huesos se unirían a los del embajador hicso, el príncipe de Kerma se disponía al banquete. Al menos había una decena de platos, entre ellos una enorme perca del Nilo y varias aves. Mientras comía, unas siervas lo abanicaban. En cuanto había terminado un manjar, una le lavaba las manos mientras otra le perfumaba. Nedjeh detestaba tener los dedos grasientos y le gustaba oler bien.

Procedente del gran oasis de Khargeh, en el desierto del oeste, el vino blanco era excelente. Nedjeh nunca bebía menos de dos litros por comida.

—Más —le dijo a su copero—. ¿No ves que tengo la copa vacía? ¡Qué agradable era la vida en Kerma! Gracias a las riquezas agrícolas de la región, se vivía allí tan bien como en las más hermosas provincias de Egipto.

El secretario particular del príncipe se presentó en el umbral del comedor.

—Señor, ¿puedo interrumpir vuestra comida?

—¿Tan grave es la cosa?

—Los tebanos han cruzado la segunda catarata e invaden el país de Miu.

Nedjeh perdió el apetito.

—¿Es digna de fe esta información?

—Desgraciadamente, sí, señor. Y no es todo.

—¿Qué más?

—Los tebanos solo han destruido una aldea, pero…

—¡Excelente noticia! Las demás han resistido, pues, con éxito.

—No, señor. La reina Ahotep habló con cada jefe de aldea y los convenció a todos para que cambiaran de bando. En adelante estarán bajo la protección de las tropas egipcias acantonadas en Buhen y de los policías medjai. Estas tribus, que creíamos definitivamente sometidas, forman ahora la primera línea de defensa contra nosotros. Y además…

—Además, ¿qué?

El secretario personal agachó la cabeza.

—Además, no hay razón alguna para que el ejército enemigo se detenga en tan buen camino.

—¿Quieres decirme que la tal Ahotep y su maldito faraón se atreverán a atacar Kerma? Semejante error sería fatal para ellos.

Resollando como un toro de combate, Nedjeh abandonó varios platos muy tentadores para dirigirse a la gran choza circular, donde habían sido convocados los dignatarios de la ciudad, fuera lo que fuese lo que estuvieran haciendo.

Nedjeh no les ocultó la gravedad de la situación. Esa vez ya no era posible considerar el ejército de liberación como algo desdeñable.

—Ahotep va a instalarse en el país de Miu —dijo el príncipe de Kerma— y consolidará sus posiciones con la esperanza de que salgamos de nuestro territorio para atacarla. Pero no caeremos en esa trampa. Muy al contrario, nosotros vamos a tenderle una. La mejor estrategia consiste en reforzar las defensas de nuestra ciudad y acumular tropas al norte de la tercera catarata. Los egipcios acabarán impacientándose y avanzarán hacia nosotros. Gracias a nuestro conocimiento del terreno, los exterminaremos sin dificultad.

No se trataba de recurrir a los hicsos. Si intervenían, lo aprovecharían para apoderarse de Kerma, de modo que Nedjeh tenía que arreglárselas solo. Comenzaba a comprender que lo que impulsaba a la reina Ahotep a correr semejantes riesgos era el placer de la conquista.

Al comprobar que el príncipe de Kerma no reaccionaba, le creería acabado y se lanzaría sobre su capital como una fiera hambrienta.

Pero la fiera caería en una mortal celada.