Unos violentos golpes en la puerta despertaron al comandante Soped en plena noche.
Irritado, se levantó y abrió al jefe de la guardia nocturna.
—¿Qué ocurre?
—Una patrulla acaba de descubrir un maleficio no lejos de la entrada principal.
—¿Un maleficio?
—Un bumerán de marfil con signos mágicos. Dos soldados han intentado recogerlo, pero les ha abrasado las manos. Los hombres están muy inquietos, comandante. Aguardan vuestra intervención.
Soped se vistió apresuradamente. En Nubia, ese tipo de acontecimiento no debía ser tratado con desprecio, porque los brujos negros poseían verdaderos poderes. Por razones que no estaban claras, uno de ellos había decidido emprenderla con la fortaleza.
Lo urgente era destruir el soporte del maleficio.
Enojado, Soped cruzó el patio a grandes zancadas y salió del fuerte por la gran puerta.
Decenas de soldados nubios e hicsos estaban reunidos en torno al objeto del delito.
—¡Apartaos! —ordenó el comandante.
La luz de la luna iluminaba un bumerán de marfil, en el que se habían trazado unos signos que asustaban a los soldados de Buhen, especialmente el uraeus erguido y el grifo de agresivo pico.
—No es nada —declaró Soped, que temblaba como una palma batida por el viento.
—Si realmente no es nada —objetó un nubio—, tomad este objeto y quebradlo.
—¡Al parecer quema! Hiriéndome no voy a disipar esta magia.
Todos comprendieron que el comandante tenía miedo. Los centinelas habían abandonado su puesto y se habían reunido con sus camaradas, cuya mirada no podía apartarse del misterioso bumerán.
—¡Los ojos de la cobra… se enrojecen! —exclamó uno de ellos.
—¡Y los de la cabeza de Anubis también! —prosiguió su vecino.
—Traedme un mazo —ordenó el comandante—. Debo romper este marfil.
El que fue a buscar la herramienta no regresó. Fue estrangulado por uno de los medjai que acababa de penetrar en la fortaleza por la gran puerta, entreabierta y sin vigilancia. Los guerreros negros habrían corrido el riesgo de escalar los muros, pero la magia de Ahotep les había evitado aquel peligroso ascenso. Rápidos y ágiles, acabaron con los guardias del patio; luego, subieron a lo alto de las torres de vigía y se libraron de los arqueros.
—¿Llega o no ese mazo? —se impacientó el comandante, manteniéndose a respetuosa distancia del marfil mágico, que seguía animado por los rayos del dios luna.
El ruido de la gran puerta al cerrarse le hizo dar un respingo. Los soldados se volvieron, atónitos.
—¡El imbécil que acaba de hacer eso irá al calabozo! —prometió Soped.
De lo alto de las torres brotó una lluvia de flechas que, en su mayor parte, dieron en el blanco. El comandante vio cómo caían a su alrededor numerosos soldados de la guarnición de Buhen.
—¡Los medjai! —gritó un hicso—. ¡Son los medjai, nos matarán a todos!
—Al río —decidió Soped—. Huiremos con las barcas de socorro.
Los supervivientes corrieron hasta la orilla, donde un destacamento del ejército de liberación, mandado por Kamosis en persona, los detuvo en seco.
Abandonando a sus hombres, Soped no vaciló en matar a uno de los oficiales para conseguir que creyeran que combatía con los egipcios. Luego, se deslizó hasta el Nilo. Nadando a favor de la corriente, alcanzaría una barca y se alejaría enseguida de Buhen.
La maniobra habría tenido éxito si el Bigotudo no la hubiera previsto. Se arrojó al agua al mismo tiempo que su compatriota y lo bloqueó con su diestro antebrazo.
—¡Mucha prisa tienes tú, amigo!
—Soy el comandante de la fortaleza y tengo oro muy bien escondido… ¡Respétame la vida y serás rico!
—¿Dónde está escondido ese oro?
—¡En la barca…! ¡Allí!
Ahogándose, Soped consiguió señalar con la mano la dirección correcta.
—¡Vamos allá, pero nada de jugarretas! De lo contrario, te destripo.
El Bigotudo ignoraba que el comandante llevaba siempre un puñal oculto en los pliegues del taparrabos. Esa precaución le había permitido ya librarse de situaciones comprometidas.
Mientras fingía sumisión, Soped nadó lentamente hasta la barca, oculta entre las cañas.
—Hay varias bolsas de oro atadas en el casco —reveló—. Basta con zambullirse y soltarlas.
—¡Muy bien, hazlo!
El comandante se zambulló en el agua, pero apareció casi de inmediato a espaldas del Bigotudo en un intento de apuñalarlo. Acostumbrado al combate cuerpo a cuerpo y a ese tipo de artimañas, el resistente agarró la muñeca de su agresor y volvió contra él su arma.
—¡Traidor y cobarde! Matarte será un verdadero placer.
A medida que la hoja ascendía desde el vientre hasta el corazón, cortando las carnes, los ojos del comandante se volvían vidriosos.
Estaba muerto ya cuando el Bigotudo aulló de dolor.
Las mandíbulas de un cocodrilo se habían cerrado sobre el muslo izquierdo. Mientras el gran reptil lo arrastraba hacia el fondo, el afgano saltó sobre el lomo y le hundió el puñal en un ojo. Enloquecido por el sufrimiento, el monstruo soltó la presa y se alejó.
Con la ayuda de dos soldados egipcios, el afgano llevó al herido hasta la orilla.
—Has tenido suerte; era un cocodrilo joven. Pero la herida no tiene muy buen aspecto.
El primer día, el médico militar aplicó carne sobre la herida, y el segundo, una cataplasma de grasa de toro y pan de centeno enmohecido, cuyas propiedades contra la infección eran bien conocidas. Gracias a una droga preparada con extractos de mandrágora, azufaifo y opio, el Bigotudo no sufría. Miel y mirra, utilizadas como antiséptico, acabarían de curarlo.
—Sé sincero, afgano, ¿podré volver a andar?
—Sin ningún problema, y solo te quedará una cicatriz insignificante, que ni siquiera te permitirá presumir ante las mozas. Dejarse agarrar por un cocodrilo… No es muy brillante.
—¡Sin mí, esa basura de comandante se habría escapado!
—El faraón Kamosis ha decidido condecorarte por eso. Y también me condecora a mí, por haberte salvado. Además, ascendemos en grado. Henos aquí a la cabeza de dos regimientos de asalto. Por culpa de tus hazañas, nos condenan a primera línea.
—Que es la única que te interesa, ¿no?
—Deja de pensar por mí; me fastidia.
—Y pensar que ese colaboracionista de comandante creía que podía hacerme caer en una trampa con su historia del oro escondido debajo de la barca…
—Pues no era una historia —precisó el afgano—. Había incluso una buena cantidad, de la que te corresponderá una parte cuando la guerra haya terminado.
—Si termina algún día…
Una joven nubia de esbelto cuerpo, penetró en la habitación de la fortaleza de Buhen donde curaban al Bigotudo.
—Es tu enfermera —reveló el afgano—. Pertenece a la tribu de los medjai y conoce hierbas milagrosas que acelerarán tu curación. Bueno, os dejo. La visión de los tullidos me deprime.
Creyéndose víctima de la fiebre, el Bigotudo vio que la joven nubia se quitaba el minúsculo taparrabos antes de preparar una poción.
—Hace calor aquí —murmuró con voz melosa—, y me encanta vivir desnuda. Sobre todo, valiente oficial, déjame hacer, que no voy a decepcionarte.
Desde lo alto de la torre principal de vigía, la reina Ahotep y el faraón Kamosis contemplaban Nubia. Gracias a la reconquista de Buhen, la ruta fluvial quedaba cerrada para el príncipe de Kerma. Además, los productos transportados por las caravanas que se detenían en las proximidades de la fortaleza volvían a los tebanos, sin olvidar parte de la producción de oro, que se lavaba allí mismo.
—Al convencer a los medjai de que se aliaran con nosotros y al utilizar el marfil mágico —dijo Kamosis a su madre—, nos habéis permitido obtener una gran victoria, y sin sufrir pérdida alguna.
—No siempre será así, hijo mío. Tienes que nombrar un nuevo comandante de la fortaleza, algunos administradores que gestionen las riquezas de la región y, luego, un gobernador de Nubia.
—¿Significa eso que retrocedemos y nos dirigimos al frente del norte?
—Todavía no, Kamosis. Incluso sabiendo que hemos reconquistado Buhen, el príncipe de Kerma se creerá perfectamente seguro porque nos considera incapaces de cruzar la segunda catarata. Se equivoca.