El omnipotente príncipe de Kerma, Nedjeh, le estaban dando un masaje con aceite de karité, el «árbol de la mantequilla», cuyo fruto contenía una almendra oleaginosa. Desde hacía dos años, el apuesto atleta negro había engordado veinte kilos y era ya casi obeso. Pero ¿cómo resistirse a los platos con salsa y los postres de sus cocineros?
Cuando había tomado el poder en la fértil región del Dongola, justo por encima de la tercera catarata, Nedjeh era un guerrero ávido de conquistas. Dueño de una generosa cuenca, donde los cereales crecían en abundancia y el ganado prosperaba, Nedjeh había creído que podría apoderarse de Elefantina, luego de Tebas, y conquistar así el Alto Egipto. Pero la perspicacia del emperador Apofis había decidido otra cosa, y el nubio consideraba preferible no enfrentarse con los hicsos.
Al mantenerse como su fiel aliado y enviar tributos a Avaris, el príncipe Nedjeh se aseguraba la tranquilidad y podía comportarse como un déspota en la región que controlaba con un implacable puño.
Había embellecido su capital de un modo espectacular, haciéndose construid, en pleno centro, un castillo-templo de adobes y de unos treinta metros de altura. Una escalera monumental llevaba a lo alto, desde donde se divisaba la ciudad. Al sudoeste, una gran choza circular servía de sala de audiencia; al este, se veía un cementerio, cuyas tumbas principales estaban adornadas con cabezas de buey. Bastiones de tierra, torres de vigía y pesadas puertas se encargaban de la seguridad de Kerma, donde tanto se sacrificaban esclavos como carneros.
La última coquetería de Nedjeh consistía en tejas de cerámica y frisos que representaban leones. Gracias a las minas de oro, la riqueza del príncipe no dejaba de aumentar y la aprovechaba para darle a Kerma un esplendor de su agrado. Apofis, con el que se comunicaba mediante unos escarabeos inscritos transportados por los correos imperiales, le había enviado carpinteros de innegable talento. De ese modo, su palacio estaba lleno de muebles refinados de estilo egipcio.
Los habitantes de la nueva capital no carecían de nada. Gracias a las buenas relaciones comerciales con los hicsos, cargamentos de tinajas minoicas y chipriotas llegaban regularmente a Kerma, donde los jefes de tribu prestaban fidelidad a Nedjeh.
Era evidente que el príncipe había engordado, y nadie lo lamentaba. La buena carne y el lujo le hacían olvidar sus ambiciones guerreras en beneficio de la comodidad. El precio que debía pagar era solo una incondicional alianza con los hicsos, pero ¿sabrían esos depredadores limitarse al exterminio de los egipcios? El oro de Nubia era tan tentador…
Nedjeh se tranquilizaba aumentando, año tras año, la cantidad del precioso metal que ofrecía al emperador. Así, Apofis respetaba a la lejana Kerma, que no le amenazaba en modo alguno.
Cuando el mayordomo del príncipe le anunció la visita del Tuerto, Nedjeh hizo una mueca. El embajador hicso era un especialista en la artimaña y la manipulación, y no resultaba fácil mentirle. Y como venía para reclamar más oro, el príncipe de Kerma tendría que convencerle de que sus mineros no habían extraído ni un gramo más.
—¡Tienes buen aspecto, Tuerto!
—La apariencia es a veces engañosa, príncipe.
—Vamos, vamos… ¿No traerás malas noticias?
—El ejército tebano se ha apoderado de Gebelein y Elefantina.
—Lo sé, puesto que recibí tus mensajes. Es molesto, claro está, pero ¿esas posiciones no serán recuperadas pronto por los soldados del emperador?
—Sin duda.
—¿Por qué preocuparse, entonces?
—Porque Ahotep y el faraón Kamosis han entrado en Nubia. Nedjeh soltó una carcajada.
—¡Una mujer y un adolescente! Al cometer esa locura, se han condenado a muerte.
El Tuerto parecía deprimido.
—No estoy tan seguro de eso.
—¿Y por qué vas a dudarlo? Serán solo un bocado para mis tropas destacadas junto a la primera catarata y la tribu de los medjai.
—En estos últimos tiempos, los medjai me han parecido cada vez menos seguros. Vuestros hombres los han maltratado y sé que son rencorosos.
—¡Nunca se atreverán a desobedecerme! No dudes de que el ejército tebano ha sido exterminado.
—Y suponiendo que no sea así, ¿no sería oportuno reforzar las defensas de Buhen?
—¡Buhen es inexpugnable! Si el bueno de Soped no hubiera traicionado a los suyos, me habría visto obligado a realizar un interminable asedio sin estar seguro de apoderarme de la fortaleza.
—Creo que cometeríamos un grave error al considerar inofensivos a los tebanos. Ahotep es un verdadero jefe de guerra. Para un ejército considerado desdeñable, tomar Gebelein y, luego, Elefantina resulta una verdadera hazaña.
—¡No ensombrezcas la situación, Tuerto! Esos aventureros se aprovecharon de circunstancias favorables; solo eso.
—Príncipe, os aconsejo que mandéis refuerzos a Buhen.
—Francamente, me parece inútil.
—Como representante del emperador de los hicsos, me veo, pues, obligado a ordenároslo.
Conteniendo su furor, Nedjeh se doblegó.
—Como quieras…, pero te encuentro muy alarmista.
—Si los medjai se han vuelto contra vuestras tropas, Ahotep y Kamosis habrán tenido el campo libre. Su objetivo principal solo puede ser Buhen. Si recuperan esa plaza fuerte, os inmovilizarán en Kerma.
—¡Cuántas hipótesis no verificadas!
—Mi instinto me ha engañado pocas veces. Sé que la tal Ahotep es peligrosa y que debéis intervenir.
—No se hable más. Las órdenes del emperador serán ejecutadas, como de costumbre. ¿Ha tenido Apofis un solo motivo para quejarse de mí?
—Ninguno —reconoció el Tuerto, satisfecho por el resultado de su gestión—. Vos, el príncipe de Kerma, tendréis el privilegio de aplastar la revuelta tebana. Naturalmente, obtendréis de ello importantes beneficios. En el informe que Apofis exigirá, haré un vibrante elogio de vos.
—Siempre serás bienvenido a mi ciudad, Tuerto. ¿Crees que el emperador estará satisfecho si su embajador le lleva la cabeza de Ahotep y la de Kamosis en la punta de una pica?
—Sin duda, apreciará ese tipo de homenaje.
—¡De acuerdo, pues, amigo mío! ¿Y si fuéramos a divertirnos un poco?
La distracción preferida de Nedjeh, después de los abundantes banquetes, eran las mujeres. Y en ese terreno, el embajador de los hicsos se sentía capaz de rivalizar con él, tanto más cuanto Kerma albergaba espléndidas criaturas, de temperamento muy ardiente.
Una de las inmensas cámaras de palacio estaba reservada a las nuevas conquistas del príncipe, que, pese a su gordura, seguía siendo un vigoroso amante.
Eran cuatro, jóvenes, hermosas y sonrientes.
—Te dejo elegir, Tuerto.
—¡Príncipe, sois demasiado generoso!
—Por favor, es un regalo para celebrar Nuestro entendimiento.
Lo que el hicso prefería en Nubia eran las nubias. Conquistadoras y dóciles al mismo tiempo, panteras inquietantes y lánguidas gatas, lo fascinaban. Se había vinculado a esa dura tierra, abrasada por el sol, por ellas.
Y el Tuerto saboreó plenamente el suntuoso regalo del príncipe de Kerma.
Caía la noche cuando Nedjeh sacudió al embajador hicso.
—¡Te has dormido, amigo mío! Antes de cenar, me gustaría enseñarte mi última locura.
El Tuerto se desperezó. Dos nubias le habían arrebatado toda su savia y, de buena gana, se habría sumido en un sueño reparador. Pero le era imposible disgustar al príncipe.
Acompañado por dos guardias de corps, Nedjeh llevó al embajador hasta el cementerio del este, donde se habían excavado sepulturas de grandes dimensiones reservadas a los dignatarios.
—Voy a concederte un nuevo privilegio, Tuerto; es decir, visitar mi tumba, que será digna de la de un gran faraón. Vosotros, los hicsos, no atribuís gran importancia a vuestra última morada; aquí, es distinto. He tenido un palacio en vida; quiero otro para mi muerte.
Los dos hombres tomaron un largo y empinado corredor que desembocaba en una antecámara, que, a su vez, daba paso a un panteón lleno de estatuas, tinajas y muebles tomados de Elefantina. Pero lo más impresionante era la alfombra de cráneos humanos que cubría el suelo de tierra batida.
—No me gusta que me contraríen —reconoció Nedjeh—. Monto en cólera, y eso me obliga a eliminar al que se atreve a discutir mi poder. Y tú me has contrariado mucho, Tuerto.
El hicso retrocedió y aplastó las osamentas. No había salida posible.
—Escuchad, príncipe…
—Quien me contraría no merece mi perdón. Sin embargo, voy a concederte un nuevo favor, ya que tu cráneo permanecerá en esta tumba con los de los esclavos que maté con mis propias manos.
El Tuerto intentó abrirse paso, pero no podía medirse con el nubio, que lo derribó al suelo y, luego, de un violento taconazo, le quebró la nuca.
Oficialmente, el embajador habría sufrido una apacible muerte en la buena ciudad de Kerma. Y al emperador no le sería fácil encontrar un hicso que conociera tan bien la región como aquel insoportable aleccionador. ¿Cómo podía haber creído aquel vanidoso Tuerto que Nedjeh iba a dejar qué le dictaran su conducta?