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La reina Ahotep y el rey Kamosis se recogieron largo rato en la isla de Biggeh, donde, según la tradición, se hallaban a la vez el cuerpo de Osiris y las fuentes del Nilo. Brotando de una caverna, la mitad de las aguas del río tomaba la dirección del norte, y la otra, la del sur. Esas fuentes eran tan profundas que nunca nadie podría alcanzarlas.

En la isla reinaba un silencio absoluto. Ni los pájaros cantaban allí, para respetar el reposo del dios resucitado, que Isis, la hechicera, había arrancado de la muerte. Por Osiris y en él renacían las almas de los justos, los seres de luz, de los que entonces formaba parte el faraón Seqen.

A bordo del navío que los devolvía a Elefantina, el joven monarca no pudo ocultar a Ahotep su profunda emoción.

—Esta ciudad es la cabeza del país, la capital de la primera provincia del Alto Egipto, y preserva los orígenes sagrados del Nilo. Al controlarla de nuevo, hacemos del río nuestro invencible aliado. Como Osiris, la tierra de los faraones renace. ¿No convendría olvidar a los nubios y partir de inmediato hacia el norte?

—No, hijo mío, pues hay que abrir definitivamente la tenaza, privando al príncipe Kerma de cualquier deseo de atacarnos. Y solo existe un modo de lograrlo; es decir, recuperar el fuerte de Buhen y cerrar así Nubia.

Kamosis desenrolló un papiro en el que se había dibujado un sumario mapa.

—Debemos, pues, navegar casi hasta la segunda catarata. ¿No corremos el riesgo, en tan largo recorrido, de caer en una emboscada tendida por el príncipe de Kerma, mucho antes de la fortaleza?

—Es una posibilidad —reconoció Ahotep—, pero cuento más bien con la ciega confianza que siente en la capacidad de Buhen para detener cualquier asalto. Se trata de una plaza fuerte tan poderosa como las de Gebelein y Elefantina reunidas. Si el gobernador egipcio no nos hubiera traicionado en beneficio de los hicsos, los nubios no habrían conseguido, ciertamente, apoderarse de ella.

—¿Pensáis utilizar por segunda vez la artimaña de las tinajas?

—Temo que eso sea imposible, Kamosis.

—Entonces, tenemos que pensar en un asedio largo y penoso, de incierto resultado. Y entretanto, el frente de Cusae puede ceder.

—Es otra posibilidad —admitió la reina—. Si mi estrategia te parece inadecuada, eres muy libre de rechazarla.

—¿Quién se atrevería a contrariar vuestra voluntad, madre, puesto que sois la liberadora de Egipto?

—Tú eres el faraón. Ordena y te obedeceré.

Kamosis contempló el Nilo.

—Al convertiros en la esposa de dios, al dar todo vuestro amor a este país que os venera con razón, trazáis en la tierra un camino que nace en el cielo. Soy solo un joven rey y no dispongo aún de vuestra mirada y vuestra clarividencia. Me pregunto a veces si sois por completo de este mundo o si una parte de vuestro ser se encuentra al otro lado de lo visible, para llevar a buen puerto este ejército. Nunca os daré una orden, madre, y os seguiré adonde vayáis.

La fiesta había terminado, la ciudad estaba silenciosa y las gacelas habían regresado al desierto. Aunque la mayoría de los soldados sufrieran una fuerte jaqueca, todos los que debían partir hacia Nubia se habían reunido en los muelles. Envidiaban a los camaradas que formarían la nueva guarnición de Elefantina.

El canciller Neshi se aproximó al faraón.

—Todo está listo, majestad. Hemos embarcado gran cantidad de víveres y armas. Yo mismo he comprobado cada cargamento.

—Pareces contrariado, canciller.

—Nuestros hombres tienen miedo, majestad. Los habitantes de Elefantina les han hablado de guerreros negros tan peligrosos como las fieras. Cada cual sabe que Nubia es un depósito de maleficios que nadie podría borrar. ¿Acaso no se hundió, en estos ardientes desiertos, el ojo del creador con la intención de destruir toda forma de vida? Si renunciarais a esa expedición hacia lo desconocido, todo el mundo se sentiría aliviado.

—¿También tú, Neshi?

—Yo me sentiría decepcionado e inquieto; decepcionado, por la falta de constancia del mando, e inquieto, por el proceso de liberación.

—¡No son estas palabras muy diplomáticas!

—No soy un diplomático, sino el portador del sello real, que valida y da a conocer las decisiones del faraón. Si me parecen malas, debo ser sincero. Y si esta sinceridad os disgusta, majestad, destituidme de mis funciones y sustituidme por alguien más dócil.

—Sobre todo, Neshi, no cambies.

—El miedo de nuestras tropas es una desventaja que no sé cómo combatir.

—Mi madre pidió a los artesanos de Elefantina que fabricaran unas armas nuevas que deberían tranquilizarlos.

Deslumbrante con su larga túnica verde, la reina Ahotep, tocada con una diadema floral, se presentó ante el ejército de liberación, seguida por varios artesanos que llevaban pesados cestos.

—Vamos a enfrentarnos con temibles adversarios —reconoció—. Antes incluso de llegar al fuerte de Buhen, tendremos que vencer a unos guerreros nubios que combatirán con ferocidad. Pero existe un medio mágico de debilitarlos, que consiste en utilizar estos objetos cubiertos de eficaces signos.

De uno de los cestos, Ahotep sacó un bumerán en el que se había grabado un ojo completo, una cobra erguida, un grifo y una cabeza de chacal.

—El ojo os permitirá ver el peligro —dijo—, y la cobra, disiparlo. Gracias al grifo y al chacal, las fuerzas destructoras del desierto se mantendrán al margen. Oficiales y suboficiales irán provistos de estos bumeranes para proteger a los hombres que estén bajo su mando. Y un marfil portador de los mismos signos hará apacible nuestra navegación.

La reina no les había mentido nunca, de modo que los soldados estuvieron convencidos de que, también esa vez, Ahotep lograría conjurar la mala suerte.

Con entusiasmo, los marinos izaron las velas y sus vergas con la ayuda de una driza, y tiraron de esta con todas sus fuerzas. La maniobra era delicada, incluso para profesionales, pero no se produjo incidente alguno, y las velas se desplegaron ante la atenta mirada de los capitanes. En el navío almirante, siete rudos mocetones izaron la alta verga por medio de dos drizas, mientras el octavo trepaba a lo alto del mástil para ayudarlos. Los manejos de este divirtieron a un joven simio, que se mostró más rápido y se burló de la tripulación lanzando grititos.

Los ladridos de Risueño el Joven advirtieron al indisciplinado de que no exagerara. Sentado en lo alto de la vela mayor, el mono se dio por enterado.

El faraón en persona manejó el remo gobernalle mientras el barco tomaba por un canal que le permitía evitar las rocas de la primera catarata y desembocar de nuevo en el Nilo.

Con su largo bastón de extremo ahorquillado, el proel Lunar medía la profundidad del agua, sin tener derecho a errar. El avance de la embarcación se hacía, así, lentamente.

Dotado de una capacidad de concentración fuera de lo común, Lunar era su pértiga. Con todo su ser, con todos sus sentidos, vivía cada movimiento del agua y percibía sus múltiples trampas.

Ahotep advirtió que la frente de Lunar se fruncía con dos profundas arrugas, como si los riesgos no dejaran de aumentar. La reina miró el agua del canal que brillaba bajo el sol y dirigió una plegaria a Hapy, el dinamismo del río, para que no contrariara el desplazamiento de la flota de guerra.

A popa del navío almirante, el Bigotudo advirtió que el afgano parecía cada vez más incómodo. Su rostro adquiría un extraño color verde.

—Cualquiera diría que no te gusta mucho navegar.

—Mira hacia otra parte; me aliviarás.

—Vomita en paz, afgano. Nos quedan solo algunas semanas de viaje, interrumpidas por mortíferos combates. Esperemos, en tu beneficio, que algunos sean en tierra firme.

Con el estómago revuelto, el afgano no tenía ya fuerzas para replicar.

—Tranquilízate —le dijo el Bigotudo—. Parece que el río está más bien calmado en Nubia. Para naturalezas frágiles como la tuya, es preferible, ¿no? Ah, cuidado… Vamos a cruzar una especie de rápido que puede sacudirnos un poco. Sobre todo, no mires; no estoy seguro de que nuestro barco aguante.

Poco a poco, las arrugas de la frente de Lunar desaparecieron. Muy atento aún, el proel manejaba su pértiga de modo más distendido.

La reina Ahotep dejó de mirar el agua para contemplar los bosquecillos de palmeras, brillantes bajo el sol.

—¡Buena noticias, afgano! —exclamó el Bigotudo—. Acabamos de entrar en Nubia.