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El comandante de la fortaleza de Gebelein era un cananeo de unos sesenta años que se lo debía todo al emperador. En su juventud, había quemado numerosos pueblos en Palestina y en el Delta, había violado a una buena cantidad de mujeres y acabado con un gran número de ancianos. Particularmente satisfecho de sus servicios, Apofis le había ofrecido, para finalizar su carrera, esa magnífica plaza fuerte que cerraba el sur de Egipto.

La insurrección de los tebanos no preocupaba en absoluto al comandante. Que hubieran conseguido reunir tropas en Cusae los embriagaba, pero aquella irrisoria hazaña no tendría futuro. Al no ser capaces de avanzar ni hacia el norte ni hacia el sur, permanecerían encerrados en su reducto, que el emperador aniquilaría cuando lo deseara.

El único peligro era Nubia. Pero el jefe que había federado algunas tribus para formar el reino de Kerma era un hombre razonable. Ser el aliado incondicional de los hicsos era mucho mejor que desafiarlos. Así pues, solo quedaba ya la rutina. Para evitar que adormeciera más aún a la guarnición, el comandante hacía reinar una disciplina férrea, con un estricto respeto de las tareas militares y domésticas. En cualquier instante, Gebelein estaba lista para repeler un asalto, forzosamente condenado al fracaso. Y si aparecía un barco tebano, un diluvio de flechas incendiarias lo mandaría al fondo.

Quedaban, como únicas operaciones delicadas, las patrullas matinales y vespertinas, que podían dar con un comando. Pero la reina Ahotep nunca se había atrevido a enviarlo, segura de que no tenía posibilidad alguna de éxito. Desde lo alto de las torres, los arqueros hicsos observaban permanentemente los alrededores y acabarían con cualquiera que intentara acercarse a las murallas.

Además, en caso de ataque, Gebelein advertiría con una señal óptica a una torre de vigía situada treinta kilómetros al sur. De señal en señal, las tropas de Elefantina se movilizarían rápidamente y descenderían por el Nilo, a toda velocidad, hacia la fortaleza. Podrían unírseles, incluso, los soldados nubios que residían aguas arriba de la primera catarata. Acabar con una pandilla de egipcios rebeldes sería una buena distracción.

—Comandante, el avituallamiento —informó campo.

Agua fresca, carne y pescado seco, legumbres, fruta, de razonable calidad… Los hicsos no carecían de nada.

—¿Es el barco habitual?

—Lo es.

Desde lo alto de las murallas, el comandante presenció la descarga de grandes tinajas ovoides, de tipo cananeo, con sus dos asas. La mayoría tenía una capacidad de unos treinta litros, y las había más grandes aún.

—Es el día de la miel, el aceite de oliva y el vino —recordó el ayuda de campo, goloso—. Encargué también unas cajas de tejidos para sustituir las ropas y las sábanas. Si la intendencia no ha hecho correctamente su trabajo, va a oírme.

Al comandante le complacía siempre ver a los egipcios humillados por los robustos soldados de negros cascos. No perdían la ocasión de golpearlos y hacer que sintieran su inferioridad. Al menor signo de rebeldía, se llevaba a cabo una ejecución sumaria.

La puerta de la fortaleza se abrió para dar paso al rebaño de esclavos con pesadas cargas. Obligados a apresurarse, la mayoría estaba al borde de la asfixia.

Apenas habían dejado su carga en los almacenes cuando debían correr de nuevo hacia la puerta, con la cabeza gacha, para salir enseguida de la fortaleza.

Una veintena de arqueros estaban apostados en el camino de ronda y apuntaban a los esclavos. Otra escuadra dirigía sus flechas hacia las inmediaciones de la puerta principal, por si algún insensato creía que podía aprovechar la entrega para penetrar en el gran patio.

Como de costumbre, las consignas de seguridad se respetaban al pie de la letra.

—Presiento que no tardaremos en recibir un mensaje del emperador —profetizó el comandante—. Cuando el frente de Cusae se haya hundido, nos ordenará atacar Tebas en compañía de las tropas llegadas de Elefantina.

Unos marinos acababan de izar la vela del barco mercante, que zarpaba de nuevo hacia el sur.

—¿Se bebe vino esta misma noche? —sugirió el ayuda de campo.

—Ni hablar; los hombres deben acostarse temprano. Mañana por la mañana, al amanecer, habrá limpieza general, y a mediodía, inspección. Cuando esta fortaleza me parezca realmente limpia, organizaremos una pequeña fiesta.

Decepcionado, el ayuda de campo tendría que cargarse de paciencia. Con la complicidad de un centinela, de buena gana habría abierto una jarra para su uso personal. Pero si el comandante lo descubría, la cosa le supondría treinta días de prisión y el traslado a un lugar mucho menos agradable. Para cenar se contentaría, pues, con el rancho.

Gebelein dormía. Sólo velaban unos pocos centinelas, de los cuales algunos tenían dificultades para mantener los ojos abiertos. Una noche apacible más en aquella plaza fuerte donde nada podía alcanzarlos.

El silencio del almacén apenas fue turbado por un pequeño y seco ruido: la pared de una jarra acababa de romperse. Lentamente, el Bigotudo salió de su incómodo medio de transporte. A su lado, el afgano lo imitaba. Y lo mismo hicieron los otros quince miembros del comando.

La primera parte del audaz plan de la reina Ahotep había tenido éxito: apoderarse del barco que llevaba las mercancías a Gebelein, sustituir los soldados hicsos por tebanos, pedir a los esclavos que hicieran comedia antes de su liberación y encontrar voluntarios lo bastante locos como para ocultarse en las jarras más grandes.

Un incidente podía condenarlos a perecer: que los hicsos comprobaran su contenido antes de almacenarlo. Pero la costumbre y el sentimiento de seguridad habían prevalecido.

El afgano y el Bigotudo se miraron, sorprendidos de seguir vivos. Sus camaradas se les unieron, empuñando la daga.

—El afgano y yo —dijo el Bigotudo— salimos de exploración. En cuanto hayamos situado el emplazamiento de los centinelas, venimos a buscaros y eliminamos esas molestias. Mientras uno de nosotros abre la gran puerta, los demás suprimirán el máximo de hicsos en los dormitorios. Habrá que actuar de prisa y sin ruido.

—¿Y si uno de los centinelas consigue dar la alarma? —preguntó un tebano.

—En ese caso, moriremos todos, de modo que no se admiten fallos.

Descalzos, acostumbrados a moverse sin ruido en un medio hostil, el afgano y el Bigotudo se aventuraron en territorio enemigo. El miedo dio paso a una extremada concentración y una gran economía de gestos.

Encargados del patio interior, los dos primeros centinelas fueron degollados sin que pudieran lanzar un grito, y sus cadáveres, arrastrados hacia un cobertizo. Los dos resistentes se pusieron la túnica y la coraza de los soldados y se cubrieron con el casco negro.

Mediante una señal, el afgano indicó a su compañero que iba a subir al camino de ronda por la primera escalera y que el Bigotudo debía utilizar la segunda. Llegaron juntos a los dos puestos de vigía principales, ocupado cada uno por dos arqueros. Uno contra dos: la operación se anunciaba delicada.

—¿Qué estás haciendo aquí? —se extrañó uno de los hicsos mientras el afgano se acercaba—, ¡Ya sabes que el comandante nos prohíbe abandonar nuestro puesto!

El afgano lo degolló, con la esperanza de que su compañero pensaría primero en defenderse que en pedir ayuda. E hizo precisamente eso, cometiendo un error fatal.

Eliminados los dos centinelas, el afgano se volvió para saber si el Bigotudo había tenido el mismo éxito. Sólo divisó la silueta de un soldado hicso, pero se tranquilizó cuando éste se quitó el casco.

El Bigotudo bajó de nuevo al patio para ir a buscar a los tebanos. Les indicó el emplazamiento de los demás centinelas y señaló a cada cual su objetivo.

«Esos chiquillos son menos torpes de lo que creía», pensó viéndolos actuar.

Rápidos y decididos, no cometieron el menor fallo. Menos de media hora después de salir de las jarras, los miembros del comando habían acabado con todos los centinelas hicsos.

—A la gran puerta —ordenó el Bigotudo.

Dos tebanos la abrieron mientras el afgano incendiaba lo alto de una de las torres. Ante aquella señal, el primer regimiento de asalto de Kamosis sabría que podría avanzar sin temor hacia Gebelein.

—Esperemos que vaya de prisa —murmuró el afgano—; de lo contrario, podemos tener problemas.

—¡A los dormitorios! Hay que matar al mayor número de hicsos posible —recordó el Bigotudo.

—No, un momento… Mira ese alojamiento, al pie de la torre principal. ¿Y si fuera el del comandante?

—Siempre puede probarse.

La noche les era favorable. Cayeron sobre un comandante dormido, incapaz de ofrecer la menor resistencia.

—Ordena a tus hombres que se rindan —le recomendó el afgano.

—¡Un hicso no se rinde!

—A ti te conozco —advirtió el Bigotudo—. Estabas destinado en el Delta hace unos años… ¡Y torturaste a varios de nuestros camaradas!

—¡Gebelein es inexpugnable! Deponed de inmediato las armas.

—Nos estás cansando —advirtió el afgano—. Con vosotros, los hicsos, cualquier discusión es imposible.

Empujó al comandante hacia afuera, le obligó a subir a las murallas y, tras haberlo agarrado por los tobillos, lo arrojó al vacío.

—Y ahora a los dormitorios.

Puesto que la suerte seguía sonriéndoles, los tebanos consiguieron cerrar la puerta de ambos dormitorios con pesadas vigas. Por su parte, los que salieron del tercero fueron muriendo uno a uno.

Cuando los miembros del comando comenzaban ya a debilitarse, la vanguardia del ejército de liberación entró en el recinto fortificado, con el faraón Kamosis a la cabeza.

En la proa del navío almirante, la reina Ahotep veía arder la inexpugnable fortaleza.