De origen asiático, aunque, sin embargo, llevara siempre un tocado a rayas en forma de seta que se adaptaba a su puntiaguda cabeza, el almirante Jannas ofrecía una engañosa apariencia. De talla media, casi flaco, lentos la palabra y el gesto, parecía un buen hombre, en el que se confiaba de buena gana.
En realidad, Jannas era un jefe de guerra implacable que, a lo largo de su brillante carrera, había ejecutado al pie de la letra y sin escrúpulos las órdenes del emperador. Como Apofis, estaba convencido de que la fuerza militar era la única clave del poder y de que era necesario exterminar a todos los que se oponían al dominio de los hicsos.
Eliminar a los piratas refugiados en las Cícladas le había supuesto varios años, pero el almirante desconocía la impaciencia. Solo contaba el éxito final. Y ahí era, precisamente, donde le apretaba el zapato, puesto que el comanditario de aquellos bandidos solo podía ser Creta, esa Creta que el emperador, por razones diplomáticas que escapaban a Jannas, se negaba a destruir.
«Mañana —pensaba el almirante—, los cretenses armarán a otros piratas. Y atacarán de nuevo los barcos mercantes de los hicsos».
Quedaba una posibilidad de infligir a la gran isla un castigo del que no se repusiera, siempre que fuera considerado culpable de haber dado refugio a criminales huidos. Por esa razón, los bajeles hicsos habían llevado hacia Creta el último barco pirata activo aún. Guardándose mucho de interceptarlo, lo habían visto penetrar en una rada donde había desembarcado la tripulación.
El deber de Jannas estaba muy claro.
Los navíos de la flota de guerra de los hicsos se habían reunido para un asalto masivo. Esa vez, Creta no escaparía al almirante. Sus ciudades y sus pueblos serían incendiados, la campiña devastada y sus riquezas pasarían a manos del emperador.
—Un embajador solicita hablar con vos —le anunció su segundo—. Ha venido solo y sin armas, a bordo de una barca.
De unos cincuenta años de edad, barbudo, con una cuidada melena, el diplomático mostraba en su rostro los estigmas de la angustia.
Jannas lo recibió en cubierta, ante la gran isla.
—¿Puedo recordaros, almirante, que los cretenses son fieles súbditos del emperador?
—¡Súbditos que acogen y sostienen a nuestros enemigos! ¿De quién te estás burlando?
—Si estáis hablando de esos piratas que han creído que podían refugiarse entre nosotros, os equivocáis. Los hemos detenido y ejecutado. Sus cadáveres están a vuestra disposición.
Jannas se rio, sarcástico.
—¡No creo ni una sola palabra! Habéis eliminado solo algunos campesinos para engañarme, mientras que los verdaderos culpables cenan en la mesa de vuestro rey. ¿Cómo podrían haber escapado de mí durante tanto tiempo sin vuestro apoyo?
—¡Almirante, os juro que estáis equivocándoos! Creta es una provincia del Imperio hicso y todos los años voy a Avaris para presentar al emperador unos tributos cada vez más altos. Apofis es nuestro amado soberano, cuya autoridad ningún cretense piensa en discutir.
—¡Qué hermoso discurso de diplomático, más mentiroso que un beduino!
—Almirante, no os permito que…
—¡Pues bien, yo me lo permito! —lo interrumpió Jannas, furioso—. He perseguido uno a uno a los piratas. Antes de empalarlos, los he torturado y han hablado. Todos han dado la misma versión de los hechos; es decir, que atacaban nuestros barcos mercantes por cuenta de Creta, que recuperaba así los bienes ofrecidos al emperador. Dispongo de numerosas declaraciones que no dejan duda alguna sobre la culpabilidad de la gran isla.
—Es evidente que esos bandidos han mentido para no seguir sufriendo. ¿Por qué iba a actuar mi país de un modo tan irresponsable?
—Acabo de explicártelo, embajador. ¿Tienes acaso tapados los oídos?
—El emperador debe escucharme. Dejadme partir hacia Avaris.
—Ni hablar. Creta es un refugio de piratas y debo destruirlo.
—¡No lo hagáis, os lo suplico! Doblaremos nuestros tributos.
—¡Demasiado tarde, embajador! Hoy, tus artimañas son ya inoperantes. Contempla tu isla y prepárate para defenderte junto a tus compatriotas. No me gusta vencer sin encontrar cierta resistencia.
—¿No existe ningún argumento que pueda aplazar vuestra decisión?
—Ninguno.
La destrucción de Creta supondría la cima de la carrera de Jannas. El almirante demostraría así a Apofis que el Imperio hicso debía seguir extendiéndose con la misma decisión que antaño. Durante la invasión de Egipto, fue la fuerza y solo la fuerza la que había prevalecido. Ni la diplomacia ni las concesiones a los vencidos tuvieron lugar nunca.
Al creer que podrían golpear al Imperio por medio de los piratas y sin sufrir las consecuencias de su felonía, los cretenses habían cometido un error fatal. Una vez exterminado su ejército, la gran isla se convertiría en base de partida para otras conquistas. La existencia de Jannas no tenía otro sentido que no fuera la conquista. Vencer exigía sacrificio, valor y sentido de la estrategia. Fracasar sería peor que morir.
De vez en cuando, el almirante se interrogaba sobre la actitud del emperador. ¿No se estaba volviendo en exceso paciente con la edad? El ejército seguía siendo omnipresente en Avaris, es cierto, pero ¿no cedía el palacio a un lujo excesivo? Egipto era una tierra de sortilegios, donde se perdía fácilmente el gusto por los combates. Si hubiera sido Apofis, Jannas se habría instalado en un país mucho más rudo, como Siria, para no olvidar jamás que todo territorio no integrado en el Imperio por la violencia seguía siendo un enemigo potencial.
Pero el almirante se reprochaba ese tipo de crítica. Apofis veía mucho más claro que él y tenía, ciertamente, buenas razones para actuar así. Sin embargo, ¿no estaría el gran tesorero Khamudi ejerciendo una mala influencia sobre el señor de los hicsos? Jannas detestaba a aquel vicioso, preocupado solo por su beneficio personal. Pero, también en ese caso, ¿cómo oponerse a la voluntad del emperador, que había convertido a Khamudi en su mano derecha?
El almirante era la otra mano y no permitiría que el gran tesorero la cortara. De regreso a Avaris, debería tomar ciertas disposiciones que restringieran el campo de influencia de Khamudi, siempre tan dispuesto a eliminar a eventuales competidores.
La mañana era soberbia; el mar estaba en calma.
Sin duda, era un tiempo ideal para atacar la gran isla, que estaba viviendo sus últimos momentos de independencia antes de pagar muy cara su hipocresía.
El segundo del almirante, encargado de la coordinación de las tropas de asalto, se presentó en la puerta del camarote de Jannas.
—Almirante, todos los oficiales están en su puesto de combate.
—¿Algún problema particular?
—Ninguno. Las armas han sido verificadas, y las embarcaciones, dispuestas según vuestras órdenes.
Jannas salió a cubierta y observó la costa a la que se había acercado la flota de los hicsos.
—Ni un solo soldado cretense —advirtió—. Diríase que nos dejan el campo libre.
—¿No será una trampa, almirante?
—Claro que sí. Por eso, vamos a utilizar las catapultas para incendiar la vegetación. Buen número de cretenses se asará; los demás huirán. Por lo que se refiere a los que intenten resistir, que nuestros arqueros acaben con ellos. Luego, haremos una operación de limpieza por toda la isla, con la única consigna de no dejar supervivientes.
Los encargados de las catapultas solo aguardaban la señal de Jannas. Pero se produjo un acontecimiento imprevisto, ya que ligero y rápido, un barco hicso avanzaba hacia el navío almirante.
Intrigado, Jannas suspendió el asalto. ¿Qué querría aquel intruso?
Un oficial de enlace subió a bordo.
—Almirante, nuevas órdenes del emperador.
Jannas leyó el texto grabado en un gran escarabeo de material calcáreo.
Debido a un grave levantamiento en Anatolia, Apofis ordenaba al almirante que desdeñara a los últimos piratas, abandonara de inmediato las Cícladas y pusiera rumbo al este, avanzando lo más rápidamente posible para caer sobre los rebeldes.
—No creí encontraros tan fácilmente —dijo el enviado de Apofis—. ¡Es una suerte que fondearais tan cerca de Creta! Jannas esbozó una enigmática sonrisa.
—La suerte… Nunca cuento con ella.
Antes de dar una señal, que fue la de la partida, el almirante lanzó una furiosa mirada a la gran isla. Nada perdía por esperar.