Por todos los dioses —exclamó el Bigotudo—, qué hermoso es mi país!
—No estás del todo equivocado —reconoció el afgano—. Faltan las grandes montañas cubiertas de nieve, pero tiene encanto.
—¿Qué es eso de la nieve?
—Agua del cielo que se solidifica, más o menos, al caer al suelo y adopta un hermoso color blanco.
—Agua fría.
—Muy fría. Pero abrasa las manos cuando la tocas.
—¡Qué horror! Olvida esa calamidad y contempla el Nilo y sus verdeantes riberas.
A bordo del navío almirante que acababa de zarpar hacia el sur, los dos hombres vivían un momento de perfecta felicidad. No había ya guerra, ni peligro, ni hicsos; sencillamente, un barco se deslizaba por el río, sobrevolado por los ibis y los pelícanos.
A proa, un mocetón delgado, pero alto y musculoso, sondeaba el Nilo mediante una larga caña con la extremidad ahorquillada. El papel de ese proel era esencial. En función de la profundidad, determinaba las maniobras que debían efectuarse.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Ahotep.
—Lunar, majestad.
—¡Lunar! Tú y yo estamos, pues, protegidos por el mismo dios.
—¡Si supierais, majestad, cómo he esperado este instante! Temía desaparecer antes de tener la ocasión de lanzarme al ataque contra los hicsos y sus aliados. Gracias a vos, mi vida tiene, por fin, sentido. Os juro que llevaré a buen puerto este bajel almirante.
La franca sonrisa del joven proel reconfortó a la reina.
—De momento, Lunar, nos pondremos al pairo.
Con las velas amadas, los navíos de la flota de guerra atracaron en impecable orden.
Mientras los soldados almorzaban, Ahotep y Kamosis reunían algunos voluntarios para lanzar el ataque contra Gebelein.
—Nos acercamos a la fortaleza de los hicsos —dijo la reina—, y sus centinelas no deben descubrir nuestras embarcaciones.
—Ante un ataque tan masivo —aventuró un oficial—, tal vez se hubiesen rendido.
—He visto esa fortaleza —recordó Ahotep—. Parece inexpugnable. Y los hicsos temen mucho más al emperador que a una flota egipcia. Gebelein es el cerrojo del Alto Egipto.
—¿Y si pasáramos tan deprisa como fuera posible ante ese maldito edificio?
—Sus arqueros dispararían flechas en llamas, y la mayoría de nuestros barcos serían incendiados. Las tropas nubias y los hicsos acantonados en Elefantina serían avisados por las señales ópticas y diezmarían a nuestros hombres; luego, destruirían Tebas. Para que sea posible utilizar el Nilo, es necesario tomar Gebelein y no dar tiempo a su guarnición para pedir socorro. No olvidéis que desde lo alto de las torres, la vista alcanza unos cincuenta kilómetros al sur.
—Dicho de otro modo —concluyó el rey—, es imposible lanzar nuestra infantería al asalto y, más aún, sitiar la fortaleza. ¿Qué solución nos queda?
—Antes de tomar una decisión, debemos observar Gebelein.
—Me llevo una Mena de hombres y me encargo de ello —propuso Kamosis.
—No, hijo mío. Debes quedarte a la cabeza de nuestras tropas. Yo cumpliré esta misión.
—¡Es demasiado peligrosa, madre!
—El afgano y yo —dijo el Bigotudo— estamos acostumbrados a esta clase de expediciones. Si su majestad nos acepta a su lado, estará segura.
—En marcha —decidió Ahotep.
—En cualquier caso, es un objetivo diabólico, y muy bien colocado —comprobó el Bigotudo con cierto despecho.
Tendidos en las altas hierbas, la reina y sus dos compañeros contemplaban la fortaleza de gruesas murallas. Torres cuadradas, camino de ronda, portal monumental, fosos de protección… La bestia parecía invencible.
Desde aquel lugar, Ahotep y Seqen habían descubierto juntos Gebelein, a riesgo y ventura de ser detenidos por los guardias que efectuaban la tarea de avituallamiento.
—Tú, que siempre eres optimista —preguntó el Bigotudo al afgano—, ¿cómo lo harías?
—Esta vez, no veo cómo.
La moral de ambos resistentes no se desalentó.
—Observemos. Forzosamente, debe existir una grieta.
Tres veces al día, unos cuantos hicsos salían de la fortaleza e inspeccionaban los alrededores. Como en el pasado, Ahotep estuvo a punto de ser sorprendida; pero el afgano y el Bigotudo, acostumbrados a los combates en la oscuridad, supieron advertirla a tiempo y ocultarse. La patrulla pasó muy cerca del trío sin sospechar su presencia.
—Eliminar a estos no serviría de nada —consideró el afgano.
—Podríamos lanzarnos cuando entreabran la gran puerta —sugirió el Bigotudo.
—Algunos de los nuestros conseguirían entrar en el recinto —advirtió la reina—, pero serían aniquilados.
Llegaba un barco del sur.
Unos hicsos tenían bajo sus órdenes a esclavos egipcios, que a duras penas soportaban sus pesadas cargas. Uno de ellos tropezó en la pasarela y soltó el fardo. Al romperse en el muelle, la tinaja liberó unos treinta litros de cerveza.
Un hicso clavó su lanza en la nuca del descuidado, que no había pensado en defenderse ni en huir. Con el pie, el asesino tiró el cadáver al Nilo.
Ahotep intentó saltar, pero el poderoso brazo del afgano la mantuvo clavada en el suelo.
—Con todo el respeto que os debo, majestad, no intentéis nada. Por desgracia, el Bigotudo y yo hemos vivido muchas situaciones como ésta. Si hubiéramos cedido a la cólera, no estaríamos ya en este mundo.
La descarga prosiguió volvió a partir hacia el sur.
—¿No podríamos pegar fuego a la ciudadela? —propuso el Bigotudo.
—Mientras dispusieran una enorme cantidad de leña al pie de los muros —opinó Ahotep—, nuestros soldados serían derribados por los arqueros hicsos. Y ni siquiera tenemos la certeza de que las llamas causaran grandes daños a esas murallas.
—Gebelein es realmente inexpugnable —murmuró el afgano, furibundo.
—Nunca te había visto en semejante estado —advirtió el Bigotudo.
—Nada me ha parecido nunca imposible, pero esta vez…
La noche caía, y el dios luna comenzaba a brillar con todo su fulgor.
—Él nos dará la solución —prometió la reina—. Sigamos observando.
Al día siguiente, no ocurrió ningún acontecimiento notable; las mismas patrullas, a las mismas horas. Dos días más tarde, el barco de avituallamiento se presentó con un cargamento más importante aún de enormes tinajas. Viejo y fatigado, uno de los esclavos no pudo soporta el peso e hincó una rodilla en tierra. Incapaz de proseguir, dejó su carga y miró a los ojos al hicso, que lo degolló con su puñal.
Un adolescente consiguió llevar la jarra hasta el portal de la fortaleza. Vigilado por los soldados del emperador, la puerta solo se abrió el tiempo necesario para dejar que penetraran en la fortaleza los alimentos sólidos y líquidos. Luego, el barco volvió a partir y llegó la hora de la última patrulla, antes del crepúsculo.
Día y noche, los arqueros se posicionaban en lo alto de las torres de vigía. Las antorchas eran tan numerosas que iluminaban los alrededores de las fortificaciones, lo que impedía cualquier agresión nocturna.
Al alba, el trío abandonó su escondrijo. Ni el Bigotudo ni el afgano habían entrevisto la menor solución, aun arriesgada, para derribar Gebelein.
Sin sorpresa alguna, escucharon la orden de la reina.
—Regresamos al navío almirante.