La base militar de Tebas estaba en efervescencia. Tras un invierno clemente, durante el que se habían construido nuevos barcos, el canciller Neshi presentó su informe al faraón Kamosis y a la reina Ahotep.
—El frente ha sido avituallado y reforzado con jóvenes reclutas llenos de ardor —afirmó—. Los soldados expertos solo esperan vuestras órdenes para embarcar.
—¿Qué te parece la moral de las tropas? —preguntó Ahotep. El canciller Neshi vaciló.
—Nuestros hombres son valerosos y decididos, es cierto, pero…
—Pero tienen miedo de los nubios, ¿no es eso?
—Exacto, majestad. Su reputación de ferocidad asusta a más de uno. Vuestros generales y yo mismo hemos intentado explicarles que tenemos armas eficaces y que nuestra instrucción para el combate es excelente, pero estamos muy lejos de haber disipado todos los temores.
—¡El que sea culpable de cobardía será ejecutado ante sus camaradas! —decretó Kamosis.
—Tal vez haya otros medios para apaciguar ese miedo ancestral y legítimo —dijo la reina.
Hígado de ocas cebadas con higos, patos asados, costillas de buey a la brasa, puré de cebollas, lentejas y calabacines, una fuerte cerveza de fiesta de hermoso color ambarino, mil y una golosinas de miel, esos eran los manjares del festín que el palacio ofrecía al ejército de liberación.
Se añadían a ello dos esteras nuevas y confortables para cada soldado, y ungüentos a base de resina de terebinto, que relajaban los músculos, mantenían las buenas energías del organismo y alejaban los insectos.
—Esta reina es una madre para nosotros —consideró el Bigotudo, que devoraba una rebanada de pan tierno cubierta de hígado—. En mi vida había comido tan bien.
—Cuando tu país alcanza semejantes cimas —reconoció el afgano—, casi olvido el mío.
Su vecino de mesa, un infante de carrera, arrojó a lo lejos los huesos de pato sin una sola hebra de carne.
En vez de maravillaros como niños estúpidos, mejor haríais reflexionando. Es la última buena comida a la que tendréis derecho. Después, en los barcos, deberéis contentaros con el rancho. Y no será muy bueno, justo antes de perecer bajo los golpes de los nubios.
—Yo no tengo la intención de morir —objetó el afgano.
—Pobre ingenuo… ¡Bien se ve que no sabes adónde vas!
—Porque tú lo sabes…
—Nunca he puesto los pies en nubia pero se que son más grandes y fuertes que nosotros.
—De todos modos, no se atreven a atacar a los hicsos —recordó el Bigotudo.
El argumento turbó al infante.
—Lo harán un día u otro. Los nubios nacieron para combatir; nosotros, no. Ni un solo soldado egipcio regresará vivo de esta expedición.
—Si estás convencido de ello, dimite y vuelve a tu casa —recomendó el afgano—. Cuando se parte vencido de antemano, se está muerto ya.
—Dime, extranjero…, ¿estás acusándome de cobardía?
—Te incito a ser lúcido, nada más.
—Te burlas de mí, ¿no?
El Bigotudo estaba dispuesto a interponerse cuando se hizo el silencio.
La reina Ahotep tomó la palabra.
—La prueba que vamos a sufrir juntos se anuncia muy peligrosa —declaró—, pues nos enfrentamos a unos adversarios terribles. Antes incluso de combatir contra los nubios, cuyas cualidades guerreras son justamente temidas, tenemos que apoderarnos primero de una de las más importantes fortalezas de los hicso, es decir, Gebelein. Si diera la alerta a los nubios, no tendríamos ya posibilidad alguna de vencerlos. Por eso, nuestra prioridad es la toma de esta plaza fuerte. Los hicsos ocupan nuestro país, explotan sus riquezas y tratan a sus habitantes como esclavos. Ha llegado el momento de hacer que comprendan que Egipto nunca se someterá a la tiranía. La voluntad de ser libres es nuestra mejor arma. ¡Comed y bebed, que vuestro corazón se ensanche!
El infante tomó más pato y vació una nueva copa de fuerte cerveza. El discurso de la reina lo había tranquilizado, ya que apoderarse de Gebelein era imposible. El ejército de liberación se limitaría, pues, a un breve viaje hacia el sur y, luego, daría marcha atrás, olvidándose de Nubia.
Ahotep besó la mano de su madre, que guardaba cama desde hacía varios días.
—No partiré con Kamosis —le anunció—; me quedaré a tu lado.
—No, hija mía. Tu lugar está junto al rey, tu hijo. Es joven e inexperto. Sin ti, puede cometer errores fatales.
—Sin ti, querida madre, nuestra aventura nunca podría haber tomado cuerpo. Cuando la enfermedad te afecta, mi deber es ayudarte.
—Una anciana no debe impedirte que lleves nuestras tropas a la victoria, Ahotep: Deja que afronte sola esta prueba y piensa solo en el porvenir.
—Una hija que abandonase a su madre sería indigna de ser reina.
—Me pregunto quién es la más tozuda de nosotras dos… Ayúdame a levantarme.
—Los médicos exigen que descanses.
—Tengo una tarea que cumplir, una tarea que tú me confiaste, la de gobernar Tebas en tu ausencia y movilizar a todos los hombres de la provincia en caso de que los hicsos ataquen; de modo que mi muerte esperará, al menos hasta que regreses.
Frágil hasta quebrarse, Teti la Pequeña salió de su habitación. Ahotep estaba convencida de que no se sostendría sobre sus piernas, pero la reina madre apreció el calor del sol y convocó a los de su casa.
—Seguir en la cama no me sirve de nada. Parte tranquila, Ahotep. Amosis sabrá ayudarme, ¿no es cierto?
Con resina, el Bigotudo fijaba sólidamente los mangos de los cuchillos y las navajas. Mezclada con un material calcáreo en polvo, era un excelente adhesivo. El afgano afilaba las hojas y comprobaba la punta de las flechas.
El intendente Qaris corría por todas partes, deseoso de no dejar nada al azar. Hablaba con cada capitán, visitaba cada navío, inspeccionaba cada cofre y cada tinaja. En vísperas de la partida hacia el sur, ningún detalle debía ser olvidado.
Heray, por su parte, tenía otras preocupaciones.
—Majestad —confesó a Ahotep—, mi investigación no ha dado ningún resultado. Nadie vio al arquero que disparó contra el rey. Naturalmente, he doblado su guardia personal y he tomado medidas de seguridad más estrictas aún.
—Mi hijo supone que ese atentado era solo un intento de intimidación.
—Tenga o no razón nuestro soberano, lo esencial es asegurar su protección. Si el espía de los hicsos se queda en Tebas, el rey no estará ya en peligro, al menos de momento. En cambio, si forma parte de la expedición, solo pensará en cometer un nuevo atentado.
—Tranquilízate, Heray. Sabré velar por el faraón.
Viento del Norte fue el primero que embarcó en el navío almirante, donde dispondría de una estera nueva, a la sombra de un parasol que compartiría con Risueño el Joven. Luego, comenzó una larga procesión encabezada por el rey Kamosis, que llevaba, orgullosamente, la espada de Amón. Con un ritmo regular y obsesivo, el afgano empezó a golpear un extraño instrumento, que el Bigotudo no conocía.
—¿Tú has fabricado eso?
—Se trata de un tambor. La música que produce da valor, ya verás.
El afgano no se equivocaba. Aquellos sones inéditos apaciguaron muchas angustias, sobre todo entre los más jóvenes.
Tras haber besado al pequeño Amosis, recomendándole que ayudara a su abuela, Ahotep contempló a todos aquellos valientes dispuestos a sacrificar su vida para liberar Egipto. Muchos no volverían de aquel viaje, y ella sería responsable de su desaparición.
La esposa de dios pensaba en su marido difunto, cuya ausencia le resultaba cada día más pesada. Al pronunciar las fórmulas de glorificación que hacían vivir su nombre y su ser, la reina creaba una energía necesaria para proseguir su loca aventura. Seqen estaba allí, junto a ella. Le daba su fuerza.
En el cielo, la luna era visible.